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Cualquiera sea la explicación de esto, jamás vi que Aliosha despidiera a una visitante.

—Cristo, qué frío hace afuera —dice, como si se disculpara ante mí por abrir la puerta a otra chica que llega sin aviso previo—. Probablemente las pobrecitas han venido en un autobús desprovisto de calefacción. Démosles algo de comer...

En muy raras ocasiones —por ejemplo, en los últimos momentos de la «trepanación» de una nueva chica— se niega a contestar todo lo que no sea la última versión (cha cha cha-cha-cha) de los golpes en clave de sus amigas más íntimas. Pero una vez que abre la puerta, su rostro aparece surcado por arrugas de pícaro asombro, y le da a su visitante una bienvenida más calurosa con la fisonomía que con sus a veces exageradas salutaciones.

Dentro, la comida tiene prioridad. Un psiquiatra podría aportar varias explicaciones a su empeño en alimentar mucho y bien a todos sus huéspedes. ¿Acaso pasó hambre en su infancia? (No precisamente, según lo que yo sé acerca de la etapa más difícil de sus primeros años.) No obstante su jocunda insistencia en el hecho de que la actividad sexual tiene tanta importancia emocional como la ingestión de una uva, ¿siente remordimientos por las viñas de sus conquistas? Entre todo el colosal Niágara de teorías sociales socialistas-bolcheviques-marxistas-leninistas, sólo le entusiasma el famoso aserto de Alexandra Kollantai —luego repudiado por Lenin— según el cual «en la sociedad comunista la satisfacción de los deseos sexuales será tan simple e intrascendente como beber un vaso de agua». ¿O, como afirma un viejo amigo, su inusitada libido es una maternidad sublimada, y Aliosha desea ser madre de todas las muchachas del mundo? Cualquiera sea la verdad íntima, se muestra tan solícito con los apetitos de sus huéspedes que cuando las últimas visitantes de la noche se encuentran con una nevera que ya ha sido vaciada por quienes ya se han acogido a la hospitalidad de la casa, Aliosha sale en busca de nuevas vituallas... aunque haya consagrado una buena parte del día a la compra de provisiones y a la elaboración de los platos ya consumidos. Es cliente asiduo de los cinco o seis mejores mercados campesinos de la ciudad; pequeñas concesiones a la propiedad privada, hechas a regañadientes, donde los agricultores severamente vigilados, y obligados a pagar gabelas punitivas, pueden vender, a precios exorbitantes, una porción de los productos de su trabajo personal, siempre muy superiores a las mercaderías raquíticas de las tiendas comunes administradas por el Estado. Gracias a sus pagos regulares —y, cosa rarísima en los lugares públicos, gracias también a su sonrisa afable— le conocen asimismo los supervisores y dependientes de mostradores estratégicamente situados en un puñado de las tiendas mejor provistas de carne, pescado, salami y queso. Si existe alguna posibilidad de rescatar de manos de estos servidores públicos una cantidad de la última partida de lomo o perca, que en general queda automáticamente reservada para los familiares y amigos, el favorecido es Aliosha.

Estas extravagancias cotidianas tienen algo en común con la actitud de algunos aristócratas rusos, que pedían préstamos cada vez mayores para financiar bailes deslumbrantes con los que trataban de borrar el recuerdo de sus deudas. Sobre todo en la estación fría, cuando cuatro tomates de invernadero cuestan el sueldo diario de un ingeniero y medio kilo de carne de ternera es sólo un tema de conversación, Aliosha se deja una fortuna en cada incursión al mercado o a una tienda. La fuente de origen de sus ingresos es una historia aparte, que no conozco íntegramente. También lo es la forma en que nutre la perseverancia necesaria para sus expediciones de compra: para atraer la atención de las asediadas vendedoras, para correr de sus colas a las que se extienden delante de la ventanilla de la caja, para explorar una docena de establecimientos atestados —como un zoco marroquí a mediodía— de compradores que curiosean, charlan, empujan y esperan un milagro. En diez minutos, entra y sale gallardamente de esos establecimientos donde pululan enjambres de seres pisoteados, y lo hace con las carteras abultadas por un botín que muchos no podrían cosechar en una tarde íntegra.

Una vez más, la pura energía física —una rumba a través de la muchedumbre para flirtear con la vendedora, un ágil repliegue hasta la entrada para sonreírle a la rolliza cajera, una carrera hasta el teléfono más próximo, y luego hasta el que funciona (para llamar a la Alegre Galia, como estaba convenido, a las tres en punto) mientras le envuelven el jaiva— le permite atravesar y superar la multitud de obstáculos que separan a los moscovitas de los privilegios que alegran la vida cotidiana. A veces comenta, suspirando, que envejece rápidamente, aunque por envejecer entiende caer enfermo. Convertido en un cascarón de lo que era antes, se siente infectado por una extraña lasitud (pero el hábito le mantiene en movimiento). En una oportunidad esto pareció salir de los límites de su habitual autoescarnio y habló de visitar una clínica. Sin embargo, hace casi treinta años que no le examina ningún médico, desde la última revisión superficial a que le sometieron en el ejército. En ese lapso no ha estado enfermo... o mejor dicho, ha puesto en juego toda su fuerza de voluntad para no estarlo. Cuando le atacó una hepatitis infecciosa, hace varios años, tragó varias aspirinas, renunció temporalmente al vodka, y después de pasar tres días en cama volvió a lo que para él era la vida normal.

La enfermedad y Aliosha son dos aspectos de la vida totalmente desvinculados entre sí, como pueden serlo la pobreza y la familia real británica. Mentalmente, le imagino bronceado, con la tez lisa y convertido en el paradigma de la salud. Músculos flexibles, una ligera curva de gordura invernal, un cuerpo que no es demasiado robusto, ni está muy mimado, ni es visiblemente vigoroso, pero que disfruta de una indestructibilidad hechizada que le protege incluso de los resfriados y la gripe que postran desde octubre hasta mayo a una buena parte de Rusia, víctima de falta de vitaminas. Es el único adulto, entre todos los que conozco, que prescinde del sombrero, excepto durante los peores momentos de frío, y su hirsuta cabellera de color salpimentado ofrece un extraño espectáculo, porque las otras cabezas descubiertas pertenecen a adolescentes que quieren demostrar su vigor. Y si su resistencia juvenil se está agotando, realmente, lo cierto es que todavía le bastan cuatro o cinco horas de sueño por la noche, incluso después del más demencial de sus días sobrecargados.

A los visitantes espontáneos que llegan a última hora, les resulta mucho más difícil encontrar vituallas. Después de las nueve, Aliosha debe trasladarse en coche a una de las pocas tiendas con horario nocturno, tiendas cuya ubicación, mercaderías y especialidades circunstanciales él conoce mejor que cualquiera de los funcionarios de la corporación de tiendas al por menor de la ciudad de Moscú. Hay que subir por una calle lóbrega, atravesar unos callejones desiertos (en uno de los cuales habitan tres hermanas adolescentes, ex amantes consecutivas de una tórrida semana del verano pasado), marchar a pie por un último atajo hasta una tienda cuyo principal objetivo parece consistir en ocultarse del público.

—Claro que es difícil encontrarla —suspira, formulando su comentario favorito acerca del precepto rector del régimen soviético—. De lo contrario la vida podría ser ligeramente más fácil para el pueblo.