Esta particular «Gastronomía», como se autodenomina modestamente, es una reliquia de preguerra, con un letrero chisporroteante y dependientas malhumoradas, vestidas con guardapolvos sucios. Pero su monumental anonimato encierra, por contraposición, una ventaja. Aliosha sabe que aunque a esta hora se han agotado los quesos comestibles y las escasas latas de cangrejos, es posible que haya un poco de carne tierna, que quedará maravillosamente adobada con su salsa de eneldo. Además, a veces puede persuadir a la administradora de una tienda más pequeña, situada a sólo cinco minutos de allí, para que se desprenda de algunos de los artículos que birló para su hijo recién casado.
Cuando todas estas tiendas nocturnas están cerradas, Aliosha corre a la que tiene la encargada de limpieza más fácil de sobornar. Golpea la puerta cerrada con cerrojo, blande un puñado de rublos —aunque ocultándolos de la policía y de la vista del público— e interpreta una llamativa polca y recita un torrente de zalamerías interrumpidas por las risas ahogadas con que se burla de sí mismo por haberse reducido una vez a esa ridícula postura, y entona sus halagos más cautivantes para suplicar a una bruja armada con una escoba que le suministre algunos artículos. Fracasada esta maniobra, se traslada al restaurante más próximo y Se introduce en la cocina durante los estrepitosos minutos que preceden al cierre. En realidad, no se trata de un restaurante sino de un café relativamente nuevo, cuyas molduras de aluminio ya han empezado a desprenderse del cristal empañado: un refugio —para las maldiciones proletarias, las carcajadas alcohólicas y el desahogo invernal— que pocos miembros de la intelligentsia moscovita, y menos aún los forasteros, tendrían razones para visitar. Para terminar de desalentarlos, bastan las escenas que se desarrollan en las mesas y los retretes, en tanto que el intercambio de injurias y de ultimátums que tiene por escenario la cocina, junto con el colmo de desorganización que impera en el equipo y el personal, hacen que parezca imposible que el establecimiento pueda abrir sus puertas al día siguiente... o algún otro día. Sólo las masas rusas, que nunca han conocido el más elemental bienestar mundano, pueden disfrutar en medio de tanta sordidez. Siento deseos de reír y de llorar por ellas cuando las veo sumidas en su alegre inconsciencia.
Aquí, Aliosha se siente simultáneamente cómodo y totalmente ajeno, como un misionero entre sus cariñosos aborígenes. En medio de los bufidos del cocinero, de los alaridos indignados de los lavaplatos campesinos y de los rezongos de un comensal borracho que trata de volver a unir una manga a su chaqueta, Aliosha cierra el trato con un camarero venal y con el administrador de turno. (Años atrás, cuando era director de un restaurante de mejor categoría, en el que eran bienvenidos los extranjeros, ese administrador acostumbraba a realizar una buena parte de sus transacciones clandestinas con Aliosha, quien a su vez tenía acceso a más altas esferas. Luego, fue destituido por organizar el robo de un cargamento relativamente modesto de vinagre.) A cambio de una ligera prima sobre los precios de la lista, el amigo en desgracia de Aliosha le abastece con varias porciones de cocido de gallina sobrante y con un volumen suficiente de vino (aguado). Victorioso al fin, elude cuidadosamente las mesas cargadas de sobras y los charcos del suelo, y vuela a casa con su botín para los comensales que le aguardan. Después contempla cómo comen sus invitadas, se lava, las enamora y fornica con ellas hasta el agotamiento.
La historia de Svetlana «Gamuza». Descubierta el domingo, en la taquilla del cine Metropole. (Su abrigo de gamuza, aunque francamente inadecuado para la temperatura reinante, le resulta tan querido que no puede dejar de exhibirlo.) Renuente a acompañarnos porque tiene una entrada para la próxima función, se presenta en el apartamento el martes, bebe media botella de vino de postre y se desviste. Sus dimensiones se avienen con su oficio: pertenece al gremio de la construcción. El miércoles, cuando Aliosha y yo volvemos en el coche, nos aguarda impacientemente. El jueves propone tomar fotos pornográficas, posa vehementemente, pero se retira ofendida cuando llegan otras chicas. El viernes, la reconozco bajo su gruesa chaqueta acolchada: es la mezcladora de cemento del nuevo edificio de la Universidad, situado en el trayecto al metro... la misma que vi por casualidad hace varias semanas, cuando venía de la residencia con Masha. Esta vez está un piso más arriba en el esqueleto del edificio, y le grito:
—¡Hola, Svetlana! Ven a almorzar conmigo, en la cafetería. —Ahora no puedo. Tengo que continuar con el trabajo.
El lunes no está en la obra y no vuelvo a verla.
Aliosha no se conforma con suministrar comida... incluso comida buena o variada, que, para los rusos que no tienen moneda extranjera o cupones del Intourist, es muy escasa. Tanto, que los occidentales interpretarían los detalles de las carencias y de la decreciente calidad como una forma grosera de propaganda anticomunista.
—Naturalmente, el caviar es demasiado sustancioso para la sangre rusa —suspira—. Pero antes conseguíamos esturión, salmón ahumado y, con cuentagotas, brema o anguila. Veinte variedades de pescado dignas de un huésped. Ahora eres afortunado (y entiendes bien que yo no me puedo quejar) si encuentras un arenque salado con suficiente grasa para mantener húmedas sus espinas.
Sin embargo, recorre kilómetros en busca del trofeo que le servirá para preparar la comida. Juzga rápidamente la carne por el color, la textura y el olor, y le basta una mirada para distinguir los pollos congelados búlgaros de los polacos. Vuelve deprisa a casa, busca un lugar donde guardar las piezas del molinillo de café —hace semanas que necesita una reparación— y pone manos a la obra, desplumando el pollo, descamando el pescado o trinchando el asado con su cuchilla de carnicero.
Sus manazas son tan hábiles para ejecutar estas operaciones como para componer motores eléctricos y —dado el pésimo servicio profesional— realizar sus propios trabajos de fontanería. Es capaz de probarlo todo: carpa horneada con salsa agria, tabak de pollo con salsa caliente casera, escalopas crudas con su condimento exclusivo de mayonesa de limón, mostaza y eneldo. Las hierbas frescas, tan raras y costosas en invierno como los ejemplares de Penthouse, desempeñan un papel capital en sus especialidades. Como un prestidigitador, despeja un lugar para servirlas, y busca los cubiertos de la comida anterior para lavarlos y dejarlos listos para la próxima.
A Aliosha también le complace satisfacer los caprichos de su visitante. Incluso a última hora, cuando el noventa y nueve por ciento de los rusos reprimen instintivamente su hambre porque saben que cualquier expedición en busca de sopa o pan será inútil... él acepta pedidos. Cuando, en medio del silencio que reina en Moscú a medianoche, una obrera textil provinciana, de ojos tristes, a la que acaba de reclutar en la estación de ferrocarril, insinúa que le gustan los huevos, él cambia de rumbo y enfila hacia una aldea que hiberna al norte de la ciudad, despierta al ocupante de una ruinosa cabaña y regatea la compra de todo lo que las encolerizadas gallinas se resignan a entregar a esa hora. (A consecuencia de uno de los periódicos fallos en el abastecimiento de Moscú, hace varias semanas que nosotros no comemos huevos.) Veinte minutos más tarde, la famélica huérfana devora media docena de ellos, fritos en manteca, y ligeramente espolvoreados con petrushka, un aromático perejil. Probablemente porque conoce pocos caballeros entre los capataces y mujiks borrachos —y, entre paréntesis, tampoco habrá saboreado a menudo huevos sur le plat en toda una vida de pan, kasha y patatas— busca un cubo y una bayeta para fregar el empañado suelo de la sala y expresar así su gratitud.