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—Mañana será otro día, querida Evguenia —le regaña dulcemente Aliosha, mientras la sienta sobre el lecho para quitarle los zapatos.

Cuando la dependienta de una tienda de inferior categoría comenta que nunca ha probado el voblia, ese pequeño pescado salado del Volga que los paladares rusos reverencian (y que, como muchos manjares tradicionales, está desapareciendo incluso del vocabulario cotidiano), Aliosha consulta a los contactos que tiene en los almacenes y en su próxima visita le sirve un cubo lleno, regado con cerveza fresca Yigulovskoie... la marca que nos encanta pronunciar.

—Qué diablos, que la chica pruebe algo excepcional antes de que importemos Coca Cola —explica, mientras vamos a buscar su ración de voblia (y simultáneamente apresura el paso para interceptar a una morena con unos soberbios labios carnosos)—. ¿Con qué otra cosa puede soñar? ¿Con el día que sirven macarrones en la cafetería? Y cuando nuestro Partido Leninista, en su infinita sabiduría, compra pasta, se trata de material de desecho que los sicilianos o los sirios nos vendieron muy contentos.

Este es su argumento habitual para explicar el fanatismo con que se consagra a la idea de que todos deben sacar el mayor provecho de sus banquetes. Pero cuanto más le conozco, mejor entiendo —renuentemente, porque no deseo participar de su tristeza— las causas profundas de su preocupación. El anhelo vehemente de satisfacer el apetito también forma parte de la ficción con que el hedonista intenta convencerse a sí mismo de que la vida es corta y absurda, y de que toda lucha por un mayor progreso social o intelectual está condenada al fracaso desde el comienzo mismo. Esto, a la vez, le sirve para probar que la búsqueda de valores artísticos o humanísticos es un pomposo autoengaño: cuanto más se aleja la gente de las necesidades animales, tanto mayor es su perturbación emocional y la probabilidad de que sus buenas intenciones sean nocivas. Mucho más honesto y constructivo, argumenta, es encontrar y preparar una pata de cordero en lugar de perfeccionar la mente componiendo odas a los pastores de las granjas colectivas o un nuevo panegírico acerca de la felicidad de los borregos socialistas,

—Las reglas concretas, operantes, del país, son aviesas y brutales —dice—. No conoceremos ningún cambio significativo en las fuentes de opresión. Quizá la tentativa de realizar algo honesto y digno beneficie a alguien, pero también es probable que no haga sino aumentar el padecimiento de los seres vivos. La responsabilidad más madura consiste en mitigar la pesadumbre de unos pocos amigos.

Al ocupar su día con mil diligencias en el mercado, Aliosha demuestra dos cosas al mismo tiempo: que su teoría es parcialmente correcta y que necesita creer que es la síntesis y la sustancia de la vida.

El punto débil en su cinismo reside en su propia devoción por el racionalismo —y por la poesía—, que aflora cuando tiene la guardia baja. No importa lo que diga acerca del destino de Rusia y las penurias de su juventud, su profunda necesidad de mantener las manos y la mente ocupadas con diversas tareas constituye ciertamente una forma de eludir la comprobación inconsciente de que está dilapidando sus dones. En este sentido, la gula se une a la sexualidad como un medio para eludir verdades hirientes acerca del derroche de energía y talento: es su aportación a la tragedia del país y a la insensatez de la condición humana.

Pero estas especulaciones dan una imagen totalmente falsa de nuestro regocijo cotidiano y de la autenticidad de su desprendimiento. Mientras hace repicar las cacerolas de hierro en la cocina —donde uno sólo puede alcanzar el fregadero si se estira por encima de la nevera y del calentador de gas eternamente averiado— Aliosha deshuesa los pescados y condimenta el asado porque le encanta hartar a sus amigos en medio del hambre gastronómica general. Nunca he visto una prodigalidad tan dichosa, y su ansiedad subyacente no hace más que aumentar su alegría. El elemento triste consiste en que él, personalmente, es en gran parte indiferente a la comida, excepto cuando se trata de sabores nuevos —le encanta probar las alcachofas y las ostras— o de ocasiones especiales. No obstante su propensión a beber promiscuamente («El agua jamás puede saciar la sed, / antaño cuando era pobre la probé por primera vez») a menudo pasa un día íntegro sin comer: es un cocinero a quien no le tientan sus propias salsas. O se desayuna muy temprano con pan y café y se conforma con esto hasta la hora de la cena, cuando come unas salchichas hervidas. Si siente hambre, se conforma con las sobras. A veces, por la noche, me despierta un ruido, y al espiar por encima de los hombros de la joven que duerme entre los dos, en la cama, le veo frente a la mesa sembrada de botellas, hurgando con la cuchara dentro del cocido frío que alguien dejó en un plato lleno de huesos pelados.

 

Cuando entablamos relación con Nadia, ésta viste el guardapolvo de su uniforme escolar, cerrado por un casto cuello blanco, y nos dice que tiene diecisiete años, pero confiesa que puede «haberse agregado más o menos un año». Semejante a un vástago de las estampas de Norman Rockwell, con rodillas huesudas y ojos que pestañean constantemente, devora un cuarto de kilo de tarta de manzana que se lleva a los labios como una ardilla, y después ejecuta un strip tease sorprendentemente ingenioso, y hace una reverencia cuando la aplaudimos. Con las piernas extendidas, se examina delante del espejo, y se regocija cuando le decimos que nos parece estupenda por ahí abajo.

De pronto salta fuera de la cama, se viste apresuradamente y se desliza por el hielo hasta una cabina telefónica. (El teléfono de Aliosha está nuevamente incomunicado, probablemente hasta que los encargados del turno matutino cambien la cinta magnetofónica.) Vuelve con las mejillas arreboladas y anuncia que ha invitado a su mejor amiga.

—No quiero que Verochka se pierda esto... Y tal vez no lo creería si se lo contara, sin ofrecerle ninguna prueba.

En su muy inocente entusiasmo hay algo que nos produce la escalofriante sospecha de que no ha llamado a una amiga, sino a sus padres... o a la policía. Al fin y al cabo, es una Chiquilla imprevisible. Pero Vera llega al cabo de una hora: una joven aún más bella, de nariz respingona y curvas más desarrolladas. Las dos comparten el mismo pupitre en el aula.

Nuevamente desnuda, Nadia saluda a Vera como si se hubieran encontrado en una esquina para marchar rumbo a la escuela. Vera se desviste en el cuarto de baño, y aparece cubierta con una toalla. Al oír los elogios que hacemos a sus pechos, revela que ella y Nadia tienen quince años. Antes de dormirse, alternan los jubilosos descubrimientos con una competencia amistosa para resucitar nuestras erecciones.

—No, ahora me toca el tumo a mí... Házmelo a mí como acaba de intentarlo ella... Verochka, acuéstate aquí y deja que te muestre esto.

A la mañana siguiente, mientras Aliosha se ocupa del coche, les pregunto a las condiscípulas, a falta de una conversación más esclarecedora, si en otras oportunidades han hecho esto mismo juntas. No, esta es la primera vez. ¿Entonces cómo es que habéis enfrentado los nuevos... eh... juegos, con tanto aplomo?

—Oh, no somos tan jóvenes como piensas. Deseábamos conocer a algunos hombres interesantes. Lo deseábamos y lo esperábamos.

 

Aliosha debe sus sustanciosos aunque irregulares ingresos, y su aún más apreciada libertad para disponer de su tiempo, a una excepción parcial a las reglas económicas soviéticas. Es uno de los treinta abogados que integran una cooperativa denominada

Oficina de Consultas Jurídicas, que, no obstante las restricciones políticas y profesionales que impone el control estatal, podría pasar, ante los ojos occidentales, por un bufete jurídico. Las listas de honorarios permitidos y las fuertes tasas fiscales no impiden que quienes se amparan en este refugio legítimo de la empresa semiprivada trabajen fundamentalmente en beneficio propio, gobernando sus tareas personales y sus horarios por sí mismos... gracias a lo cual, si son excepcionalmente activos y competentes, pueden ganar en pocas horas lo que un maestro de escuela gana en una semana. Además, los litigantes experimentados pagan en secreto a todos los abogados el doble de lo que indican las tarifas máximas oficiales, con la esperanza de que sus alegatos estén mejor confeccionados y de que sus pleitos tengan un desenlace más feliz. Lo cual explica la relativa riqueza de Aliosha.