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Esto explica, también, que conozca a fondo el complejo aparato del Estado y de los intereses particulares. La información y la experiencia acumuladas durante muchos años de trabajo en los estrados de la justicia, el acceso a rumores confidenciales y la relación estrecha con especuladores y otros ex clientes, complementan un marcado espíritu práctico innato, perfectamente afinado para triunfar sobre el sistema mediante el soborno y el manejo de datos secretos. Y se protege a sí mismo merced a un estudio exhaustivo de los peligros burocráticos, legales y políticos, lo cual le concede un margen de maniobra máximo con un mínimo de riesgos.

Sin embargo, lo que ignora es casi tan revelador como lo que sabe. Si bien está familiarizado con muchos secretos —a quién debe entrevistar para obtener la asignación de un apartamento nuevo en un edificio de trabajadores del ferrocarril, qué personaje del mercado negro puede suministrar una estilográfica Parker o una nevera yugoslava, cuánto hay que pagar por un permiso de residencia en Moscú—, no sabe casi nada acerca de los temas sociopolíticos que se abordan en las veladas de Nueva York... o incluso en los círculos más refinados de Moscú. Esta ignorancia también es un recurso deliberado.

—¿Por qué habría de preocuparme por la persecución contra este intelectual descarriado, o por averiguar el nombre del asilo psiquiátrico donde languidece aquel disidente?

Estos detalles, dice, no le revelan nada nuevo acerca de la naturaleza del régimen soviético o del lugar que él ocupa en su seno, porque hace mucho tiempo que aprendió ambas cosas, y sólo sirven para descubrir los nombres de los nuevos mártires: hoy Fainberg, mañana Gorbanievskaia. Tampoco los diarios informan, y él afirma que sólo se venden para envolver contrabando o remendar las paredes.

—¿Qué contienen mil números de Pravda, que no sepamos ya? ¿O que tenga la menor influencia sobre nuestras vidas, sobre lo que nos interesa a nosotros?

Lo que nos interesa es exclusivamente la actividad que reporta comodidad y placer a nuestra vida cotidiana. La incesante avalancha de hosannas, cifras de producción y consignas de adoctrinamiento político nos sirve de tan poco cuando salimos a buscar limones, dice, como lo que les puede servir a los insectos que horadan la madera. Todo el mundo oficial es un gigantesco andamiaje de mentiras y fantasías, y lo mejor que podemos hacer es rechazarlo conscientemente, en lugar de conformamos con ignorarlo. Puesto que la versión soviética de los acontecimientos extranjeros los convierte en disparates farsescos, Aliosha tampoco sabe nada acerca de ellos, ni se preocupa por averiguarlo. Sólo ocasionalmente formula una pregunta, pensando que mis fuentes occidentales le suministrarán una respuesta fácil. ¿Los terroristas árabes han matado a civiles neutrales en aeropuertos europeos? ¿Los refugiados campesinos huyen del Vietcong? ¿Los norteamericanos reaccionaron violentamente contra el «tributo por educación» que los soviéticos impusieron a los potenciales emigrantes judíos? Estas indagaciones van dirigidas a confirmar sus conjeturas acerca de determinados acontecimientos, conjeturas que infirió de la misma naturaleza falaz de la explicación soviética.

Pero su interés es ocasional, y generalmente elude algo más que el aspecto político del pensamiento social. Rehuye igualmente los filmes, piezas teatrales, novelas y conversaciones «ponderables», y todo lo que huele a «cultura» y cavilaciones sobre el sentido de la vida.

—¿Tiene un final estilo Hollywood? —pregunta, cuando le sugiero que vaya a ver una obra de teatro—. ¿En algún momento bailan un buen cancán?... Cosas deslumbrantes y estridentes... lindas piernas... tú sabes qué es lo que necesita la gente como nosotros.

Afirma que «y Dios creó a la mujer», de Brigitte Bardot, que ha visto en una función privada para personal de la industria cinematográfica, ha sido más útil para la humanidad que Hamlet; sostiene que Peter Ustinov es más humanitario que Dostoievski, porque brinda más distracción a las masas; y argumenta que la gente que gasta dinero, y peor aún su valioso tiempo libre, presenciando obras de teatro llenas de amargura, está desequilibrada. El novelista y el dramaturgo tienen el deber de rescatar a la psique, durante dos horas, de las injusticias, las penurias y la trágica futilidad que conforman la sustancia de la vida soviética.

—No necesitamos que el arte estimule la meditación morbosa. La buena y vieja vida se encarga de eso. No, señor., lo importante es la evasión: una linda melodía en la banda de sonido, aventuras en la pantalla.

Pero entre todas sus tentativas de autoengaño, ésta es la más trasparente. La fingida preferencia por los pasatiempos que «alegran el corazón», refleja nítidamente hasta qué punto respeta la auténtica función del arte. Si finge desdeñar el «teatro del masoquismo», y si, cuando me entrega los volúmenes amarillentos de sus novelas y sus poemas en prosa favoritos, simula que le produce placer librarse de esos viejos trastos, lo hace para evitar las verdades a medias y las falsificaciones del teatro soviético, que priva incluso a los atormentados de una catarsis para sus padecimientos inexplicables.

Esto también tiene un sentido más íntimo. El lema en virtud del cual «la evasión es lo que importa», me aproxima a él y me libera de la obligación de obedecer las reglas y las normas rutinarias. La diferencia que nos separa en nuestros pasadizos privados hacia cámaras subterráneas y en el mundo exterior por el cual nos deslizamos como conspiradores, es tan real como la fantasía de un niño. Pero aunque nos perdamos totalmente en nuestras diversiones y frivolidades, nuestro propio escapismo determina que las condiciones y los pensamientos que excluimos de nuestra conversación sean aún más agudos y personales. La desdicha está a un paso de distancia, contenida por las barreras que nosotros mismos levantamos.

 

Transitamos a mediodía por Moscú en el fiel Volga, preocupándonos únicamente por el efecto que los baches de invierno, profundos como trincheras, producirán sobre los muelles rotos. Mis botas han dejado charcos sobre el piso de acero desnudo del coche —hace mucho que desaparecieron las alfombrillas de goma, y hace una semana robaron el linóleo con que fueron sustituidas— y mi ventanilla rajada y abierta deja entrar el dulce aire húmedo. La mano izquierda de Aliosha, despojada de su guante, aferra la parte superior del volante al estilo cowboy, en tanto la derecha sintoniza un programa de jazz checoslovaco en la radio recién reparada... Estoy sumido en una especie de trance apaciguador, y miro perezosamente todo lo que desfila delante de mis ojos. No escucho las llamadas al espíritu académico, a mi conciencia o a mi deber de progresar en el mundo, y ni siquiera enfoco la visión en los edificios importantes. Convencido de que ningún ruso goza de tanta libertad como Aliosha para vagar, ni conoce tan bien como él los tejemanejes de Moscú, siento que acompañarle constituye un privilegio excepcional, pero no tengo la posibilidad ni el deseo de comunicárselo a terceros. Los laberintos de la ciudad, y sus vastas fachadas incrustadas, y sus multitudes compactas, aún exudan suficiente exotismo —y el dominio que Aliosha ejerce sobre el tiempo aún comunica suficiente determinación— como para que me conforme con estar aquí, regodeándome en la pasividad cual en mi fantasía infantil de inspeccionar la Casba desde una alfombra mágica.

Es miércoles, y la tibieza de la atmósfera transforma el hielo en cieno. Aliosha me ha sacado de la Universidad para que le acompañe en su trajín: el programa habitual de citas y diligencias. Hacemos la primera parada en casa de un metalista, a quien le dejamos un antiguo samovar para que lo lustre. Lo ha comprado durante su última campaña de redecoración, y sin duda no tardará en venderlo para pagar la orgía de un día lluvioso.