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(En este momento, empero, somos abominablemente ricos, gracias a un afortunado golpe profesional. Dos meses atrás, los opulentos padres de un fanfarrón georgiano condenado por violación, solicitaron los servicios de Aliosha. Si bien conocían su reputación en esos casos, no podían imaginar la coincidencia que habría de salvar a su hijo: la víctima resultó ser una muy estimada «ex amante». Aliosha la convenció de que el dinero contante y sonante de los padres le resultaría más útil que el encarcelamiento de su agresor, le hizo memorizar la historia de que todo había sido el producto de una pesadilla, y organizó el pago de los sobornos, que fue verdaderamente importante porque el hijo pródigo ya estaba en un campo de trabajo. Por fin, hace sólo una semana consiguió que el prisionero saliera en libertad, y se embolsó una importante comisión por todas sus intervenciones.)

Durante diez minutos viajamos en silencio, lo cual es más fácil de lograr con Aliosha que con cualquier otra persona que yo conozca. El recuerdo de la incomodidad que yo experimentaba en nuestras primeras salidas —producto de mi habitual embarazo frente a la generosidad que no me he ganado— no hace más que aumentar mi actual sensación de bienestar. Antes me preguntaba cuál era el factor determinante de su afecto. Con las chicas se explicaba, ¿pero por qué un hombre de su edad y posición social corría al mercado a buscar hortalizas frescas para cena? Sin embargo, es precisamente su afecto el que me ha enseñado que no siempre es necesario formular semejantes preguntas. He acabado por convencerme de que sencillamente le gusta mi compañía, sobre todo cuando paseamos en el coche, y de que no debo hacer nada para recompensarle. Ciertamente no debo proporcionarle el estímulo intelectual —la búsqueda de un territorio común mediante discusiones serias sobre El Problema Juvenil o Las Novedades del Arte Occidental— que muchos rusos y extranjeros que buscan una relación amistosa ponen como condición previa. Transcurrieron semanas antes de que Aliosha y yo mencionáramos por primera vez la política o la literatura. Por algún motivo simpatizó conmigo a primera vista, y lo demostró abierta y francamente, como el tío a quien más quise y que muño en la batalla de Anzin, cuando contaba la misma edad de Aliosha...

La primera parada. Bajamos por una destartalada escalera posterior, cargando el samovar punzón, hasta el taller del metalista, situado en un subsuelo que parece extraído de una película sobre científicos disparatados. El viejo judío, refugiado de un ghetto del siglo XIX, que interpreta cada ruidito exterior como la primera señal de un pogrom, espía por una rendija de la puerta herméticamente cerrada de su taller clandestino. Al ver a Aliosha, que es la única excepción a su regla de no comerciar con gentiles, se serena, y su expresión de desconfianza y terror se transforma en otra de simple tragedia y paranoia. La hecatombe ha quedado pospuesta hasta la próxima llamada.

La transacción concluye en un minuto: el samovar estará listo la semana próxima y Aliosha pagará entonces. A él no le pide ningún depósito. Cuando nos vamos, el «abuelo» nos mira a los ojos y esboza una sonrisa, como si los tres hubiéramos concertado una alianza contra la humanidad merodeadora.

Al volver al coche, Aliosha se muestra locuaz.

—No es casual —dice, parodiando a los historiadores marxistas—, que me haya prendado de un yanqui y un hijo de Israel —tomo sus palabras como una nueva forma de hacerme un cumplido, pero en verdad se trata de un pretexto para divagar sobre sus relaciones con los judíos. En cuestiones relacionadas con el mercado negro, su preferencia por ellos es de índole practica—. Con los comerciantes judíos, negocios son negocios. Son circunspectos y responsables... y suficientemente maduros para confiar en ellos —cuando se trata de rusos, en cambio, e incluso de la minoría que conoce su profesión u oficio, el vodka o la indolencia hace que generalmente no se cumplan los acuerdos. No entregan el artículo prometido, y el proveedor se convierte en soplón, desaparece, o te maldice a ti porque le has molestado—. El ruso con dinero en el bolsillo piensa primeramente en gastarlo, generalmente en una juerga. Raramente se preocupa por ejecutar bien su trabajo, ni tan siquiera por salvaguardar su reputación.

¿Pero cómo se explica la afinidad que siente Aliosha por los judíos, como acompañantes? No existe para ello ninguna razón sociológica concreta. Sencillamente se siente menos ligado a los rusos, incluidos aquellos que comparten sus instintos cosmopolitas. Esto le intriga, y se pregunta si su padre, a quien nunca vio —un estudiante universitario expulsado por la familia después de la seducción que sirvió para engendrar al propio Aliosha—, era judío.

La siguiente parada es en la sección de bebidas alcohólicas de una tienda de comestibles, para devolver las botellas sanas de vino y vodka que encontró entre las aproximadamente sesenta que se habían estado rajando y rompiendo en el arcón. Luego pasamos a una librería de segunda mano donde una antigua ex amante le ha prometido vigilar la posible aparición de un diccionario pre— revolucionario que yo podré vender en Harvard por una pequeña fortuna. De allí pasamos a una tienda de prendas usadas que ha aceptado en depósito, a nombre de Aliosha, un par de viejas botas mías. Cuando se concrete la venta —aún no, según le informan a Aliosha en el despacho— nos repartiremos los veinte rublos. Esta es una simple formalidad, porque entre nosotros el dinero cambia de mano como si estuviera en el mismo bolsillo. A continuación, visitamos una tienda para mujeres, rica en cristales y tubos fluorescentes, donde nos habían dicho que liquidan bufandas de mohair para celebrar la gran inauguración. Es inútil. La mercadería no estuvo jamás allí, como afirma el gerente, o fue escamoteada de los escaparates, como insiste una vendedora, para evitar que las nuevas instalaciones sufrieran daños. Luego vamos al taller de un camisero privado, que está confeccionando para — Aliosha diez pares de calzoncillos copiados de los míos, que provienen de Macy’s. Esto le entusiasma, porque todos los modelos locales carecen de aberturas.

—Después de cincuenta y cinco años de régimen soviético, estamos en camino de diseñar una bragueta para nuestros calzoncillos. Como dicen ellos, las cosas importantes de la vida necesitan tiempo. Mientras tanto, cuando deben cumplimentar sus necesidades naturales, den millones de rusos tratan de movilizar sus dedos masculinos en torno de quinientos millones de botones —presumiblemente, los cierres de cremalleras son una fea treta burguesa— o deben meter la mano así para sacar sus vergas por un agujero de la pernera. Dios mío, en este país mear es un trauma... ¡Epa! —(Señala el techo del Volga, donde podría estar oculto un micrófono de la KGB. Aunque piensa que es más probable que hayan instalado «orejas» en su apartamento y no en su coche, tratamos de limitar todas nuestras conversaciones presuntamente incriminatorias a los espacios abiertos)—. Caray, pero no linchamos a los negros, ¿no es cierto?, ni bombardeamos a los asiáticos. Toda la humanidad progresista está complacida por el inteligente liderazgo de la Unión Soviética. Y tú y yo, muchacho, debemos comprometemos una vez más a intensificar nuestra lucha contra la sucia guerra imperialista de Vietnam.

Bajamos por la Lenin Prospekt, con su creciente afluencia de automóviles y luces, y volvemos hacia el centro de la ciudad, Como siempre, Aliosha lleva la americana abierta y sus delgados zapatos soviéticos están empapados en lodo. Inmune al invierno, rechaza las botas con la misma espontaneidad con que desprecia los sombreros. No recuerdo al Moscú anterior a estos paseos, aunque el de ese día no ha sido típico: sólo descubrimos dos chicas, inalcanzables en medio del tráfico. Incluso la conversación acerca de ellas se ha limitado a la pregunta informal de Aliosha sobre lo que pienso hacer esa noche. Contesto que no me disgustaría invitar a María la Peluda, refiriéndome a una adolescente con ojos de gacela que nos ha proporcionado una placer excepcional.