—Pero si la poseíste ayer —suspira Aliosha, fingiendo sentirse desconcertado por mí «perversidad»... y, pienso, delicadamente empeñado en contagiarme sus preferencias sexuales. Ya estamos muy próximos, ¿por qué no ser hermanos?
Un bocado de chebureji grasiento que compramos en un puesto ambulante. Una breve visita al Tribunal Supremo de la República Rusa. Aliosha debe ojear unas nuevas normas, accesibles al personal jurídico pero no al público profano, que han sido dictadas en el curso de la nueva campaña contra los desfalcos al Estado. Luego una visita más prolongada a una flamante empresa que equivale a una agencia de publicidad, donde Aliosha trata de conseguir empleo para una ex amante, por medio de un amigo que tiene allí. Finalmente una visita a su propia Oficina de Consultas Jurídicas.
Durante las últimas semanas, he perdido la aprensión a entrar con él allí. Esta vez echo una buena mirada mientras él recoge sus mensajes y conversa con un colega. Los abogados comparten, a manera de despachos, nueve cubículos pequeños como retretes, donde se turnan durante la mañana y la tarde. Cada uno de ellos cuenta con un pequeño escritorio y dos sillas, una para el cliente. Todos apestan a orina porque los ebrios parroquianos de la cervecería vecina mean todas las noches contra la pared exterior. En el corredor hay dos teléfonos para los treinta abogados, y en los casos de gran urgencia se puede utilizar un tercero, que está en el despacho del presidente. Algunos clientes llaman literalmente durante todo el día, sin poder comunicarse, y generalmente los abogados mejor dotados físicamente que deben hacer llamadas urgentes corren unos pocos centenares de metros calle abajo, hasta la cabina telefónica más próxima.
¿Cómo es posible que ellos, que se cuentan entre los mejores de Moscú, trabajen en semejantes condiciones? Aliosha reaparece en el pasillo y comenta, riéndose:
—Fe y dedicación... somos gente heroica. E inspirada: cada despacho está presidido por un retrato de Lenin.
En la acera contigua a la oficina, que recuerda un tanto al Bowery con su corte de borrachos, Aliosha interroga brevemente a un testigo con respecto a un caso que se ventilará dentro de poco tiempo. Después hacemos una larga expedición hasta un inmenso garaje de taxis situado en un barrio industrial de la ciudad. Aliosha entra y pide que llamen a su actual mecánico. Cuando sale el joven pelirrubio, lo llevamos hasta un campo de nieve profunda y húmeda, situado varios centenares de metros por detrás del garaje. Allí hay que colocarle un nuevo muelle al coche, en condiciones tan críticas como las de un campo de batalla. El alegre muchacho no tarda en empaparse, pero ejecuta el trabajo rápidamente y bien, y acepta jubilosamente la generosa recompensa que le da Aliosha y el trago obligado de la botella de vodka. Cuando le dejamos, reanudamos nuestro camino, y se me ocurre preguntar por qué no hace las reparaciones en el garaje mismo.
Porque si le pescan, explica Aliosha, el empleo de dependencias estatales para lucrarse con piezas robadas agravaría el delito del mecánico. En cambio, en estas condiciones, su trabajo es «tolerablemente» ilegal.
Lanzado en su «flamante artefacto», Aliosha se mete por callejones laterales y travesías, señalando, al pasar, las curiosidades históricas: el lugar donde los mongoles congregaban su botín anual de vírgenes; el edificio de oficinas que se derrumbó durante su construcción, en los años 30, incidente que desembocó en la ejecución de una docena de arquitectos e ingenieros; la casa desvencijada de una tal Tania y el apartamento prefabricado de una tal Galia a quien en una oportunidad llevó hasta allí en su coche y que creía haber olvidado. En esta dudad-estepa, cuyos interminables laberintos enfurecen a los taxistas, él se orienta merced a un instinto que no emana sólo de la memoria y el conocimiento, Ama a Moscú con un curioso cariño de propietario. Sus cubiles favoritos son los pocos locales que sobreviven de la época en que las calles tenían personalidad: una cervecería, la menos deteriorada entre las muy pocas que quedan en la dudad, poblada desde la puerta al mostrador con individuos chocantes y roñosos; un restaurante miserable instalado en una barcaza y frecuentado por los cabecillas de pequeñas bandas de especuladores; un apartamento situado en uno de los rascacielos de estilo staliniano, donde uno puede incorporarse a una partida de poker a casi cualquier hora del día o de la noche.
Lo que menos le gusta es la sovietización que continúa borrando estos vestigios de color local, sofocando el tráfago de la vida urbana, homogeneizándolo todo en una sola hilera de bloques de apartamentos prefabricados. Y que cambia implacablemente los nombres de calles cargadas de tradición: cada nuevo cartel que anuncia la aparición de otro «Proletario rojo», «Lenin», «Leninista» o «Marx» en lugar de un nombre descriptivo o con antiguas connotaciones eslavas, constituye una herida personal.
—Magníficas noticias: la plaza Kaluzhskaia se convierte en la querida «Octubre». Por supuesto, había que tomar medidas: «Kaluzhskaia representaba algo en la vida del viejo Moscú, y producía una sensación reconfortante. Además, millones de personas sabían dónde estaba y no perdían horas extraviándose o caminando hasta una de las otras treinta Octubres. Demasiado agradable, demasiado cómodo...
Según su cómputo personal, actualmente once calles de Moscú se llaman «Leningrado», y aún sospecha que se le han pasado por alto algunas. Al igual que el resto de la gente, dice, los encargados de bautizar las calles prefieren pisar terreno seguro —o sea, algo en lo que figure Lenin— en lugar de arriesgarse con «calle del Roble» o algo que aún no ha sido ensayado. Y cada vez que pasamos frente a la famosa piscina al aire libre, situada un kilómetro y medio al este del Kremlin, un chiste mordaz me recuerda que antes de que Lazar Kaganovich y Stalin la llenaran de dinamita, allí se levantaba la tercera iglesia de la cristiandad en magnitud, erigida para conmemorar la victoria sobre Napoleón. Lo único que le produce alguna satisfacción es que las academias e institutos que se llamaban «Stalin» han sido rebautizados «Lenin», y ello en razón de que el primer nombre deriva de «acero», en tanto que el segundo tiene, «con justicia», la misma raíz que la palabra rusa que significa «holgazanería».
Otras dos diligencias menores, en relación con un bañador francés y una vieja deuda. Luego, una rápida incursión en una tienda de especialidades alimenticias para preguntar por un faisán, mientras esperamos fuera de una estación de metro a la Fantástica Natasha... que no aparece.
—¿Y bien, chico? —pregunta, mientras se encienden los faroles callejeros de luz mortecina.
—Vayamos al cine.
Durante el delirante filme acerca de los héroes del contraespionaje soviético nos quedamos profundamente dormidos, y resucitamos al salir para echar una rápida mirada a las señoritas 1 de la Oficina Central de Correos, en la calle Gorki, pero en el trayecto hacia allí descubrimos que casi no nos queda combustible. Por ello, enfilamos directamente hacia un sector antiguo de la ciudad, lleno de casas de troncos y raíles de tranvías. Una de las tres gasolineras de la ciudad que permanecen abiertas basta última hora se encuentra allí, frente a un antiguo monasterio despojado de sus campanas.
Son las once y media, pero con excepción de la gasolinera nada permanece iluminado y nada se mueve. Estamos sumergidos en la atmósfera de aldea embrujada que tanto me fascina: la luna proyecta largas sombras sobre la nieve y el ulular del viento entre los cables de la electricidad sugiere que las viejas casas están abandonadas. La gasolinera misma ocupa un edificio decrépito con un solo surtidor, y me recuerda a una vieja granja de Maine No tienen gasolina. Esto lo anuncia, con jubiloso desprecio, la encargada del servicio nocturno, una robusta mujer vestida con botas y con una grasienta chaqueta acolchada. Mientras nos escupe las semillas de girasol casi en la cara, gruñe que es posible que a la una de la mañana llegue el abastecimiento para sus tanques. Y también es posible, je, je, que no llegue.