Aliosha no quiere esperar y resuelve hacer señas a un camión y concertar el trato habitual con el conductor: un rublo por diez litros de gasolina del Estado. El tercer camión se detiene y nos sigue hasta el callejón oscuro, donde Aliosha retira el confiable tubo de sifón del lugar que ocupa permanentemente en aquel vehículo.
Acabo de leer en el Newsweek un artículo que pone en guardia contra esta práctica. («Quienes tratan de extraer gasolina por el método de sifón, succionándola mediante un tubo de goma, corren un grave riesgo. Cien gramos, tragados, pueden ser fatales, pero incluso dosis mucho menores son suficientes para producir síntomas peligrosos. Si la persona que utiliza dicho sistema vomita después de tragar la gasolina, es muy probable que inhale una fracción de ésta, lo cual puede producirle una neumonía por aspiración, con la seria amenaza de que sus pulmones dejen de funcionar bruscamente por el efecto causado sobre el sistema nervioso central»...) Aunque complacido por mi ruego de que proceda con cautela, Aliosha reacciona como un alcohólico al que le recuerdan que el whisky puede perturbar la actividad cerebral. Lo ha hecho mil veces, y ha corrido riesgos infinitamente mayores para preservar su estilo de vida. Y en verdad, completa la operación con tanta destreza que la gasolina barata, doméstica, sólo le provoca una mueca. A continuación le da al joven conductor campesino una prima de cincuenta kopeks por haber sido tan «listo». Ambos están conformes con su buen negocio.
Cuando salimos de la calle lateral, la luz desapacible de la gasolinera brilla sobre dos chicas que pasan marchando rápidamente. Aliosha lanza su imitación del grito de guerra indio mientras acelera para estudiarlas de cerca, pero le interrumpen antes de que pueda decidirse.
—Holaaa, mira quién está aquí —exclama la más próxima, alegremente sorprendida. Una ex amante de hace tres años, vuelve a casa con una amiga a la salida del circo, donde ambas trabajan. Su casa es el antiguo monasterio desconchado que se levanta frente a la gasolinera, y nos enteramos de que no se trata de una barraca de la época de guerra, como parece en la oscuridad de la medianoche, sino de un alojamiento para el personal del circo.
Las chicas se quejan del aumento de precios y de su mezquino salario, pero no pueden acompañamos a casa porque su troupe saldrá en gira al día siguiente, muy temprano. Pronto describimos un circuito por el viejo Moscú, de madera, y luego a lo largo del río. Ya está muy avanzada la noche. Incluso la muy transitada rambla se encuentra desierta, a no ser por la aparición de algún camión aislado de la industria de la construcción.
Aunque llevamos en el coche desde la mañana, nos empeñamos en quemar la nueva gasolina. Mientras divagamos al azar por los caminos, hablamos de esto y de aquello. Incluso, por supuesto, de la vida nocturna que se desarrolla a esta hora en Occidente.
—¿París? —exclama Aliosha, burlándose de la imposibilidad de acercar la nariz a la frontera soviética—. Necesitaremos otros diez litros. París está... —señala hacia la calle Bolshaia Serpujovskaia—, ahí adelante y hacia la izquierda.
Volvemos al centro y aparcamos frente a las columnas del teatro Bolshoi. Tal vez porque el nuestro es el único automóvil que está a la vista, un agente de policía se acerca a nosotros y, después de escudriñar el carnet de conductor de Aliosha y los documentos de propiedad del Volga, saluda amablemente: es la excepción a la regla de los agentes de tráfico fastidiosos. Cuando nos disponemos a partir nuevamente, vislumbramos a un nombre elegante que avanza trastabillando. Entre la bruma, Aliosha reconoce a un viejo amigo. Hijo de un empresario que fundo un importante teatro de Moscú, está atrozmente borracho y busca más vodka. En el camino hacia casa, trata de contamos la historia del fin de semana que pasó en un albergue para artistas, como si él y Aliosha se hubieran visto haría pocos días y no un año atrás.
Por alguna razón, la nueva residencia para las tripulaciones de Aeroflot, frente a la cual pasamos en nuestro viaje ¿le regreso, me trae el recuerdo de la cantina de Newark, especializada en hamburguesas, donde, mientras materializaba mis fantasías de vagabundo adolescente viviendo en la Asociación Cristiana de Jóvenes, reunía coraje por primera vez para conquistar muchachas. Entonces pienso en mi flamante confianza, en todas las barreras que Aliosha me ha enseñado a cruzar. La exploración de los recovecos íntimos de la vida de Moscú me ha ayudado, de alguna manera, a hacer descubrimientos de mayor envergadura acerca de la vida en general y de mi persona en particular. Por el momento, hay docenas de preguntas que no necesito formular, centenares de problemas por los que no necesito inquietarme. Al fin Anastasia y yo tendremos un final feliz. Hasta tanto eso llegue, María la Peluda vendrá a visitamos mañana, quizá junto con su muy solicitada amiga. Todo está en orden.
Agradablemente exhausto, saboreo mi última ración de historias de Aliosha acerca de los timadores ingeniosos que ha defendido. Lo curioso es que aunque nuestra conversación y nuestras hazañas sólo rozan la superficie de la vida, lo que más contribuye a que me sienta a gusto junto a él es la sustancia de su personalidad interior, acerca de la que casi no se habla.
—Zas —exclama—. Nos olvidamos.
—¿De qué?
—De pedir prestada la caña a mi amigo. ¿Quieres venir a pescar en el hielo cuándo amanezca?
He pasado un día hermoso en mi alfombra mágica.
Las juergas se celebran aproximadamente una noche de cada tres. Además del apartamento de Aliosha, usamos ocasionalmente las residencias de sus amigos: el estudio que un fotógrafo elegante ha montado en un subsuelo; el lujoso apartamento de un matemático, que su hijo nos presta cuando el padre está de viaje; la húmeda habitación de un actor del teatro del Komsomol Leninista, que se ha divorciado recientemente. El escenario varía, pero los decorados y el guión son casi siempre los mismos.
La característica principal es una cena suculenta, que disfrutamos por sí misma, siguiendo la tradición de los festejos rusos, y también como método de preparación de las invitadas. (Muchas de ellas se sienten más impresionadas por las tabletas de chocolate y por mis cajetillas de cigarrillos que por la sopa de pollo de Aliosha o por el feliz hallazgo de unas sardinetas ahumadas. Para las obreritas, los tradicionales entremeses de queso y más aún la provisión sobrante de cosméticos y revistas occidentales, serían suficientemente seductores.) Las bebidas están a la altura de las vituallas: un surtido de vodka o coñac, de vino o cerveza en sus botellas de gollete sucio, todo lo cual se toma sucesiva y desordenadamente, con el mismo desenfado con que se utilizan los cuchillos, las cucharas y las manos. Los chistes son igualmente heterogéneos: muestras de grosero humor escatológico mezcladas con finas selecciones del vasto repertorio de la sátira política. La música —los hits populares del año pasado, grabados de las audiciones de la Voz de América o de discos obtenidos en el mercado negro— se repite una y otra vez, siempre igual, hasta el punto de ejercer un efecto hipnótico: la vibración provocativamente poco soviética de las palpitantes guitarras electrónicas ejerce un hechizo más poderoso que en su contexto autóctono, y fomenta asociaciones con el nacimiento del jazz como vehículo para la liberación de los negros. Estamos sumergidos en el ruido, la gula y los olores de comida-bebida-promiscuidad. Pero aunque el vodka Moscovskaía Osobaia, las naranjas y el nuevo rock hacen que las juergas sean excitantes, es aún más cierto que éstas refuerzan el placer que producen sus componentes.