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Ocasionalmente, Aliosha se siente hastiado y vagamente disconforme consigo mismo por haber reincidido en esta diversión ritual, y a veces yo estoy ligeramente nervioso al principio. Pero el vodka acelera nuestra integración al espíritu del festejo y a la lánguida complacencia que invade la habitación calurosa, con reminiscencias de choza. Aunque un observador objetivo podría dictaminar que la chabacanería es el rasgo predominante de las fiestas, lo cierto es que está también presente un elemento enaltecedor, que libera a los participantes de la pesadez del entorno nacional. Comer, beber, bailar, contemplar en la televisión un concurso de patinaje sobre hielo que se celebra en Budapest, volver a bailar. Sin pensar en lo ridículamente andrajosos que parecemos— hacer el amor, cambiar inmediatamente de muchachas para volver a hacerlo, aferrarse a los últimos vasos de vino porque sobre la mesa no queda libre para ellos ni un centímetro cuadrado de espacio, escupir semillas de girasol sobre el suelo, meterse en la bañera para un lavado en masa, pasar por última vez la grabación de «What I Say», de Ray Charles, y luego por última-última vez... Estamos aquí para hacer lo que nos place...ni más ni menos. Nada de profundas discusiones sobre la condición nacional o el estado de la cultura; ni una tentativa de impresionar a nadie con nuestro comportamiento, con el dinero que ganamos, con nuestra capacidad para platicar inteligentemente. Porque no se necesitan simulaciones ni racionalizaciones para justificar nuestra entrega al hedonismo.

A nadie le parece extraño que hayamos conocido a las chicas esa misma tarde. Ni siquiera a ellas. Cada nuevo grupo está unido por la obligación sagrada de pasar esta noche, en la compañía actual, con el mayor regocijo posible. Pasada la primera hora, incluso los más circunspectos, se impregnan en esta camaradería, y se comportan como si ellos, o sus antepasados, hubieran disfrutado de estas jaranas («orgías» tiene una mayor connotación de premeditación y planificación) desde el comienzo de los tiempos. El destino nos ha reunido, la vida es breve y difícil. Estas pocas horas, esta oportunidad auspiciosa, jamás podrán repetirse. Para rendirles homenaje, debemos desechar todos los otros pensamientos.

Pero por la mañana, cuando bajamos la escalera y salimos a la calle con todo el decoro que exigen las normas públicas soviéticas, nos esforzamos por parecer irreprochablemente respetables. El bloque de apartamentos de Aliosha, como todos los otros, es el coto privado de un Estado severo. Los vecinos vigilan, pueden llamar a la policía. No debes hacer —¡no debes dar la impresión de que haces!— algo que pueda ofender al ciudadano obediente, que puede personificarse en una cajera rolliza, una maestra o un ama de casa gazmoña; o al jubilado enclenque que distrae sus años de oro en una ventana que apunta hacia el patio interior. Aliosha saluda a la mujer descomunal cuyas pupilas negras nos siguen como los globos oculares de una mirilla de observación, y se lleva la mano a una chistera imaginaria. ¡El hecho de que desdeñe la convención del sombrero de invierno basta para despertar sus sospechas!

Cogemos los brazos de nuestras damas para ayudarlas a transitar sobre el hielo —actuar de otro modo parecería violar las reglas de la conducta socialista— y las acompañamos hasta sus empleos o hasta una cómoda estación de metro. Nadie menciona las actividades nocturnas. Han concluido, y hablar del sexo a la luz del día resulta procaz. Una vez más se corre la cortina sobre nuestras andanzas privadas. Con el olor de la nieve en las fosas nasales y el temor de que el Volga demore aún más nuestra tardía partida, las reminiscencias de nuestro paganismo parecen saludables.

Y yo permanezco cautivado por el prodigio de las muchachas. Altas y bajas, morenas y rubias cenicientas... todas son prolongaciones de un modelo implantado en mi memoria: el de Olga, mi profesora de natación del campamento de verano, cuyo increíble cuerpo desnudo yo espiaba por un orificio del compartimiento de las duchas cuando tenía catorce años. Estas bellezas de largas piernas pululan por la ciudad, se filtran entre las multitudes, se abren paso a empellones para subir a los autobuses, se baten para entrar en las tiendas y llegar a los mostradores. A menudo van en grupos de dos o tres, manteniendo el reconfortante contacto físico. Enlazan sus brazos, se toman de las manos, se cogen por la cintura... y charlan, canturrean, ríen con un aire de untuoso bienestar, como si esa mañana hubieran transportado agua desde el río y después hubieran ido a sus casas para probar sus primeros lápices de labios.

Han conseguido que Moscú, exteriormente austero, parezca infinitamente provocativo. Recuerdo los anocheceres de julio en Nueva York, cuando el aire bochornoso crepitaba con la actividad sexual de la que no disfrutaba desde hacía varias semanas. Merodeaba por la Tercera Avenida, y mis terminaciones nerviosas pedían a gritos mujeres con hot pants y sujetadores. Cualquiera de las cien que transitaban entre la calle Cincuenta y Ocho y la Cincuenta y Nueve me habría bastado... o todas ellas juntas. Sus nombres y sus caras no me interesaban. Aquí, esta fantasía se ha materializado. Elige la que quieras. Extráela de un helado o de un pastel. Imagínala plenamente corporizada antes de la medianoche. Con esta convicción secreta, el solo hecho de vagabundear por la plaza Maiakovski con el cuerpo afiebrado debajo del abrigo, es un placer prohibido.

Un torrente ilimitado, capturado y encauzado sin esfuerzo, fluye desde el mar de transeúntes silenciosas que inunda las calles céntricas, y corre hacia nuestras mesas y nuestros abrazos. Sólo una querida entre una docena permanece con nosotros el tiempo suficiente para que recordemos su apellido, y sin embargo, en conjunto creo conocerlas mejor que a cualquiera de las muchachas de Nueva York con quienes he pasado mil horas más serias y menos reveladoras. Me han revelado un poco del espíritu y el secreto rusos, algo misterioso y profundo en su mismo anonimato... porque éste es realmente un país de las masas, un inmenso depósito de congoja y fuerza. Esta convocatoria neroniana de Galias, Svetlanas y Natashas tiene un significado que casi alcanzo a aprehender, algo aún más elemental que la lascivia que provocan y sacian. Algo relacionado con la actitud de las madres rusas, tal vez: el pecho está aquí, henchido; cógelo cuando quieras.

Pero cuando intento explorar este significado, se me escurre entre los dedos o se diluye en estereotipos condescendientes. Todo lo que puedo hacer es registrar las imágenes, tan vigorosas que deben de ser simbólicas. Faldas mal cortadas, Holgadas, teñidas de marrón oscuro, como para desalentar, igual que entre las monjas, toda idea vinculada con lo que se oculta debajo. (¿O, en razón de la escasez de medios para la limpieza en seco, y de dinero, para ocultar la mugre de un invierno?) Sujetadores de rayón rosado manchados por la transpiración de las axilas: artículos colosalmente funcionales, totalmente antiestéticos, que nos recuerdan a las obreras de la Segunda Guerra Mundial, en Detroit. Un olor a poros abiertos y esfuerzo físico, como en la puerta del gimnasio para niñas de la escuela secundaria. El aroma, que a veces se enmascara detrás de un agua de colonia repugnantemente dulce, y que generalmente se refuerza con el efecto de las mismas prendas usadas diariamente, está sazonado, a menudo, por el condimento inesperadamente «sureño» del ajo y las cebollas. Y el vodka baja fácilmente después de las protestas habituales.

Rostros que hablan de la robustez campesina, refinada pero no sofocada por la vida urbana: una enigmática combinación de sensualidad e inocencia. Cuerpos cuya musculatura ha sido desarrollada por las caminatas y el trabajo, que están protegidos del frío por una capa de grasa, y que sin embargo son asombrosamente ágiles y esbeltos. Un vello ligero sobre las piernas y el cuerpo, pero raramente la figura baja y rechoncha que Occidente ha popularizado como imagen de la mujer rusa. La mayoría de ellas adquieren esta contextura después de casarse y dar a luz, pero cuando son jóvenes, el estereotipo de las gimnastas olímpicas está más próximo a la verdad. «Frescas, fornidas, vulgares, sonrientes...» tal como escribió Tolstoi refiriéndose a las muchachas campesinas de su lúbrica juventud.