Avergonzadas de sus sujetadores y de las ridículas bragas de lana desteñida, las chicas insisten en desvestirse solas, y rechazan fastidiadas cualquier tentativa nuestra de ayudarlas a desabrochar un botón o correr un cierre de cremallera.
—Esto es asunto mío. Lo haré sola.
Incluso muchas que se han invitado en forma espontánea para una segunda juerga, protestan cuando la mano de un hombre se insinúa debajo de sus faldas. Pero cuando se despojan de sus ropas, cambian radicalmente: exhiben una sorprendente falta de pudor respecto de sus cuerpos desnudos, y sobre todo respecto de sus pechos (que son menudos en comparación con sus caderas y sus muslos). Al cabo de pocos minutos de iniciada la relación, acceden a mostrarlos —a extraerlos ellas mismas de sus blusas para que los admiremos y los acariciemos.
Las contradicciones no cesan aquí. Muchas de nuestras invitadas se abrazan entre sí: no se avergüenzan de sus cuerpos en presencia de las mujeres ni de los hombres. Se besan en la boca, se ahuecan el pelo, se acarician mutuamente los pechos mientras murmuran palabras tiernas en su idioma: una ayuda a la otra a prepararse para la copulación de la que ella misma acaba de disfrutar, a pesar de que no se conocían entre sí hasta que la segunda pulsó el timbre de Aliosha cuarenta y cinco minutos atrás. Esto no parece un síntoma de homosexualidad propiamente dicha, sino una manifestación del «apego» ruso, siempre más intenso dentro de los grupos cohesionados, privados, que se congregan para entregarse al placer. A menudo la actividad sexual misma reviste menos importancia que la gran satisfacción de compartir... de compartir, sobre todo, la frivolidad y el desbordamiento en este marco de sordidez general. Me pregunto si éste es el mismo instinto que impulsa a los prisioneros rusos a compartir sus raciones de comida, o si, como insinúa mi amigo de la Universidad, Leonid, lo que desean repartir es un sentimiento oculto de vergüenza, más que la buena fortuna.
Pero esta falta de inhibiciones está totalmente desvinculada del refinamiento que podría sugerir. Ajenas a los desodorantes y a las técnicas anticonceptivas, muchas chicas también ignoran casi todo lo relacionado con los días peligrosos del ciclo, y se ruborizan cuando las interrogamos. Preferirían no ser sometidas a semejante bochorno, aunque ello implicara una menor seguridad. Y pocas de ellas utilizan las manos, para no hablar de los dedos, antes de llegar al «amor horizontal» —como lo llaman pomposamente—, o después de él. Incluso aquellas que gimen permanecen casi inmóviles, y apenas se menean. Muchas suponen que el orgasmo es un placer masculino, y sólo acceden a buscar el propio por puro espíritu de comedimiento. Les han inculcado muy profundamente que las mujeres no deben mostrarse demasiado activas.
Libres de complejos, con expectativas modestas, son, sobre todo, complacientes, aparentemente adaptadas al espíritu de paciente resignación de las masas rusas. Ojeando la literatura antigua, descubro repetidamente que la mentalidad del siervo explica la juerga de la noche anterior. «Le hice señas a una cosa rosada que desde lejos me pareció muy atractiva —confiesa Tolstoi en su diario—. Abrí la puerta del fondo. La mujer entró.»
Siete de cada diez chicas suben inmediatamente al coche, conquistadas por una invitación afable; una nos manda al demonio y las otras dos prometen reunirse con nosotros más tarde, casi sin sentir remordimientos por la perspectiva de engañar a su flamante marido o de faltar al trabajo. Puesto que el sentimiento de culpa y el superego están tan ausentes como la píldora y las boutiques, muchas chicas pasan las cuarenta y ocho horas siguientes holgazaneando en el apartamento de Aliosha, aisladas del frío exterior. La paradoja —¿o la ley natural?— consiste en que en esta sociedad rígida, las muchachas son personalmente libres.
¿Pero qué me importan las paradojas sociológicas? No debo disculparme por mi vitalidad, ni debo apaciguar a mis profesores con análisis objetivos. No adoro a las bienamadas por su espontaneidad o su inocencia, sino porque son mías. Labios como aguacates, seres tan fáciles de penetrar como cálidos cuando se les estrecha entre los brazos: son mi consuelo y mi dicha. Es maravilloso que todas ellas susurren «mi divino tesoro» cuando se entregan; y cada abrigo bien relleno implica una tentación quemante porque es posible llevarlo directamente al apartamento de Aliosha para sobar aquello que lo abulta desde abajo. Me excito en los lugares más insólitos: espiando una linda carita en un museo, apretado contra un cuerpo juvenil en un autobús chirriante.
—Discúlpeme, señorita. ¿Permite que la moleste un momento? Cebado en este inmenso harén, mi apetito aumenta.
La encuentro en la Oficina Central de Correos una tarde, cuando voy a despachar una carta, y sale conmigo con la mayor naturalidad, convencida de que se acostará donde yo diga. Tiene dieciocho años, acaba de llegar de Irkutsk, carece de un lugar donde alojarse en Moscú, y no sabía a dónde iría cuando la oficina de correos cerrara pocas horas más tarde. En el taxi, su figura me enardece tanto que apenas Aliosha echa llave a la puerta ya deslizo las manos debajo de su vestido. Ella se siente feliz por lo que sucede, pero sin embargo no entiende mi prisa: ¿no dispondremos de toda la noche? Antes de que amanezca, ha encontrado el romance que buscaba. Aliosha y yo somos «mis queridos», «mis queridísimos», «mis amados del alma».
Al enterarse de que no tenemos compromisos permanentes, nos suplica que vayamos a vivir con ella en Irkutsk. Allí tiene una habitación para ella sola. Nos encantará Siberia. Cocinará y limpiará para nosotros, lavará nuestras ropas...
—Soy extranjero —digo, para cortar de raíz sus falsas esperanzas—. No puedo trasladarme a cincuenta kilómetros de Moscú sin permiso, y menos aún a cinco mil...
—Pero nadie tiene por qué saber de dónde vienes —gorjea—. Bastará que subas al tren... yo compraré el billete. Diremos que eres mi novio.
La Dulce Svetlana vive dos días en el apartamento de Aliosha, lavando cortinas y cantando, tentándonos con promesas de la libertad y la diversión siberianas. Luego desaparece y recibimos una tarjeta postal de Irkutsk. Tres semanas más tarde, golpea la puerta. Puesto que no pudimos ir a reunimos con ella, dice, ha vuelto a nosotros. Pero en el avión conoció a un ingeniero muy guapo, y vive con él. No se trata más que de una visita sentimental... ¿y podríamos ayudarle a obtener un permiso de residencia?
Aliosha se va de Moscú por una semana, para comparecer en un juicio que se celebra en la lejana Alma-Ata. (Va a defender a dos acusados de vender marihuana. Este es uno de los muy raros casos de tráfico de drogas de los que he tenido noticias aquí, aunque Aliosha pronostica que dentro de pocos años se registrará un considerable aumento en el consumo y un severo endurecimiento de la legislación que lo castiga.) Durante su ausencia, me corroe la sospecha de que he exagerado su lucidez y su trascendencia, y esto suma a mi soledad una sensación de menosprecio. Cuando él no está, mis cavilaciones acerca de nuestras juergas hacen que parezcan ficticias, como las fanfarronadas sobre la sexualidad a pedido que uno lee en los artículos de revistas consagrados a los deleites míticos de las mujeres suecas. Para poner a prueba mi memoria y mis sentimientos, decido grabar en una cinta magnetofónica la primera orgía que se celebre después de su regreso.
Vuelve, en verdad, un día antes de lo previsto, me llama jubilosamente desde el aeropuerto y sugiere una «juerga de bienvenida» para festejar nuestro reencuentro y la competencia de Aeroflot que le llevó y le ha traído sin sobresaltos. (Se siente auténticamente reconfortado por el regreso: los jueces de Alma-Ata hacen que, por comparación, los de Moscú parezcan esclarecidos; en el hotel había chinches; en la ciudad escaseaba la carne.) En el portal de la Universidad me saluda con un abrazo de oso y propone que invitemos a Ira, a quien hay que llamar antes de que salga del trabajo porque carece de teléfono particular. ¿Tengo algo que objetar?