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Ira afirma que vendrá por sus propios medios hasta la casa de Aliosha, pero son las ocho y no ha llegado, a pesar de que quedamos citados a las siete. En el ínterin, estudio el estado natural del apartamento.

Un apartamento de una habitación, estilo «arrabal Jrushch», con cocina y baño incorporados, y decorado con un papel rojo y grasiento que Aliosha aplicó personalmente, y que parece arrancado de un burdel de Barcelona. Entre todo el mobiliario, sólo la biblioteca que sobrevive de sus años inmaduros se destaca entre un sinfín de objetos inclasificables. Sobre la biblioteca oscila una mesita de café con las patas rotas, sostenida por un neumático desgastado y una pila de cacharros preteridos. Esto fija la norma para el caos que impera a la altura del suelo, un metro y medio más abajo.

Juguetes rellenos y despanzurrados, y una multitud de muñecas rusas de madera cubiertas de polvo. Una hilera de pistones y bielas, salpicados de cera de velas. El famoso poster hippy que muestra a una rubia desnuda y a un potrillo en un prado de hierba bien crecida, y cuyo valor, como rareza, equivale al de una litografía de Piccasso vendida en Park Avenue. Una serie de jeringuillas —para tratar las enfermedades venéreas de las chicas— alineadas en una caja de cigarros que hace equilibrios sobre un antiguo caldero. Pilas de tarros de pintura; un abrigo viejo completo transformado en trapo de limpieza; un antiguo aparato para ampliar fotos pornográficas y de picnics; una rica provisión de papel higiénico (en este punto es muy quisquilloso). Y repartidos entre el revoltijo general, un centenar de frascos, botellas, libros, utensilios de carnicería y artefactos que descansan allí donde los dejaron caer: sobre el diván, el televisor y la alfombra chamuscada por las colillas. El abandono del edificio resalta en los peldaños que faltan de las escaleras. Al principio pensé que Aliosha bromeaba cuando me dijo que lo habían construido hacía apenas ocho años... y que había sido obra de un consorcio que lo edificó para los mismos trabajadores que habían intervenido en la construcción.

Los golpes suenan mucho después de las ocho. No se trata, empero, de Ira, sino de una vecina flaca que acude a que se le administre la inyección semanal de vitamina B-ll que Aliosha le ha recetado como cura de invierno. Él esteriliza rápidamente la aguja y consigue que se sobreponga al bochorno de dejarme ver el lugar donde practicará la inoculación. El trasero que se mueve tímidamente excita mis impulsos sexuales, pero es demasiado conocida para despertar el interés de Aliosha. Además, va a llegar tarde a una clase de costura.

Hacia las ocho y media, decidimos que es hora de llamar a una sustituta. Las moskvichki descuidan las citas con la misma informalidad con que las conciertan: después de convenir un encuentro, muchas primerizas no aparecen y se pierden para siempre... o asoman en el apartamento al cabo de varios meses. La última agenda de Aliosha ya está en nuestras manos, cuando oímos los insolentes golpes de Ira.

Ambiciosa, con pretensiones de casarse con un científico o un diplomático, está mejor educada que el término medio y ostenta rasgos de buena crianza. (Su padre es un oficial polaco que estuvo detenido en Rusia mucho después de que finalizara la guerra.) Aunque el trabajo que lleva a cabo en un laboratorio, donde debe analizar la calidad de prendas de vestir, ofende su orgullo, se aferra a su empleo porque le da la oportunidad de conocer a químicos jóvenes.

Ira tiene diecinueve años muy femeninos. Maia, que viene con ella, es un año más joven. Esta última es más baja, más regordeta, a quien jamás habíamos visto antes, con grandes ojos y labios estilo Clara Bow. Se queda en el umbral, diciendo con voz entrecortada que no debería haber venido, que Ira la arrastró... hasta que Aliosha la hace entrar con un ademán festivo.

Le arranca a la tímida Maia el nombre de su bebida favorita, oculta su mueca de disgusto cuando ella menciona la sustancia siruposa conocida por el nombre de oporto, y corre hacia el café más próximo mientras las invitadas atacan el salami. Entre un bocado y otro, describen el viaje inútil que hicieron desde su laboratorio hasta una tienda lejana donde les habían dicho que vendían pantys de Alemania Oriental, episodio que las puso de humor para ser... eh... festejadas. Aliosha vuelve antes de que se haya roto el hielo, y pronuncia un brindis con palabras de doble sentido que confunden la demora (de Ira) con la pillería y las pillas, pero que halagan en lugar de ofender. Venciendo las protestas de Maia, que parpadea incesantemente, Aliosha le quita el vaso y la persuade para que nos muestre «la fuente de tu propio aguamiel, la leche de —Dios lo quiera— una nidada de hijos providenciales». Maia desabrocha sus botones, sin dejar de refunfuñar débilmente, y libera un pecho digno de Renoir. Excitada al ver que Aliosha lo lame, o impulsada por el espíritu de competencia, Ira se encamina hacia el cuarto de baño y vuelve de allí desnuda. Sólo se ha dejado las botas. Dueña de una figura flexible, no obstante su abundancia de carnes, asume en la cama la posición favorita de su visita anterior. Su grafio provocativo es tan superfino que río para mis adentros. Y adoro el inevitable «¿Debes hacer realmente eso?» que Maia murmura mientras deja espacio para mi mano en el interior de sus bragas.

Toco su portentosa jungla. La fornicación empieza a todo vapor. Maia cambia afablemente de pareja, y luego vuelve a cambiar, mientras nos asegura una y otra vez que no sabe muy bien adónde ir a cenar en medio de ese inusitado «pataleo». El magnetófono ha empezado a propalar los leales compases de Ray Charles: impregna el aire de nostalgia y ritualismo, y transforma la habitación en nuestro cabaret privado. Nadie atiende las llamadas telefónicas, pero' el televisor sigue documentando visita de una delegación checa a una planta siderúrgica. Vislumbro la cabeza de Aliosha deferentemente inclinada entre las piernas de Ira, y el espectáculo es tan curioso como el que brindan en la pantalla titilante los hornos de Bessemer. No experimento la repugnancia que me produciría otro hombre, sino que me siento como si estuviera participando en una ablución con toda la familia— Conozco tan bien como el mío su cuerpo liso y limpio, y sospecho, hasta cierto punto, que este episodio de erección conjunta es un testimonio de nuestra camaradería, más que de nuestra concupiscencia. Sin embargo, también amo a Maia, que crispa sus puños regordetes debajo de mí. La dulce Maia, que me confía su cuerpo sin más preámbulos. Mi copa vuelve a rebalsar. Santo cielo.

Aliosha se vuelve boca arriba, saciado. Ira dirige su atención hacia nosotros y nos anima —«¡Más fuerte’»— con tono un poco condescendiente. Cuando lame nuestros pezones, reacciono con una vibración por ella, siempre dentro de Maia. Ahora la vertiginosa alegría dé la carnalidad pura se apodera de mí. Me inmovilizo en los acres abismos de Maia mientras beso la boca de Ira, y después alterno. Nací para esto. Mi cabeza da vueltas y odio la voz que dice que debería tratar de grabar lo que sucede. Entre el bombeo y los remolinos, distingo una pila de libros de cocina que nunca había visto antes.

—Oh, mi guapo —dice alguien... pero el único sonido que oigo plenamente es el chapoteo de nuestro vaivén. Eyaculo. Cambio de pareja, para volver a empezar casi inmediatamente. La descarga me produce un momento de modorra.

—Sí, ha encallado un barco italiano —le oigo decir a Aliosha, desde la cocina—. El ministerio de Comercio Exterior modifica constantemente la posición de nuestros arrecifes submarinos.