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Este es el comentario que le inspiran las dos botellas de vermouth italiano que descubrí por la tarde en una tienda céntrica. Y que también le dan tema para las historias que narra durante la cena.

Una mañana a primera hora, cuenta cuando nos sentamos a la mesa, el administrador de una tienda de comestibles se asoma a la puerta para decirles a todos los judíos que están en la cola, que se vayan. A lo largo del día modifica el mensaje para aplicarlo a los calmucos, los kirguises y otras minorías, y cada vez que vuelve a entrar a la tienda cierra herméticamente la puerta a sus espaldas. Cuando se aproxima la noche, les dice a los rusos restantes que también se vayan a sus casas. La tienda está cerrada por inventario y no abrirá.

—¿Te das cuenta? —le dice Kolia o Tolia, que también ha esperado todo el día—. Los cochinos judíos siempre reciben un trato especial.

La cena se parece a un cigarrillo de sobremesa. El coñac es Yenia, una elegante mujer «madura», que llega para conversar con Aliosha acerca de la crisis de su matrimonio. Le fastidia la presencia de Ira y Maia —quien usa un antiguo albornoz que la misma Yenia lució en otros tiempos—, pero se distrae al oír la nueva grabación de los Rolling Stones y hace una demostración de sus movimientos. Luego permite que las chicas más jóvenes admiren también su ropa interior, y de pronto estamos todos nuevamente en celo, y tres pares de muslos apuntan hacia el techo.

El dulce júbilo de la potencia inconsciente me invade mientras Yenia insiste en que no dispone de tiempo para esto, por lo cual debo contentarle a ella primero. Me doy cuenta de que Aliosha se levanta para contestar otra llamada, y de que ha entrado Lev Davidovich, un colega tímido, pero no puedo seguir la conversación que se desarrolla en el pasillo. Lo único que le oigo decir es que desea comprar un Volga casi nuevo a un especulador, por una bicoca, pero teme que la adquisición de otro coche irrite al supervisor del Partido que vigila la Oficina de Consultas Jurídicas. Se va sin echar una mirada a nuestras actividades sexuales.

He bebido una copa de más. O hay una mujer de más. Algo resulta confuso. Implantado dentro de una de ellas, con los dedos insertados en las otras dos... ¿pero por qué me río como un payaso? La primera vez que vi a Yenia en el Club de Periodistas, pensé que era una esnob. Intenta contarme algo interesante acerca de su marido, o dice que me lo contará luego. Creo que le gustaría por detrás. Maia e Ira también sueñan con tener maridos importantes. Mientras tanto, deciden cogerse de la mano para ensayar una fellatio simultánea con Aliosha y conmigo. La erección se me ha subido a la cabeza. Alguien trata de colocar una nueva cinta magnetofónica. El magnetófono se cae, rompiendo los vasos que descansan sobre el suelo. Yenia propone una jodienda de despedida. Ven aquí, nena, le grito en inglés. Eyaculo y me desplomo boca arriba, con todo el abdomen mojado.

Cuando resucito oigo que Yenia le ordena a Aliosha que no se levante de encima de ella para atender una nueva llamada. Él se desespera por acabar, pero el alboroto de una discusión que se desarrolla en el apartamento contiguo —la esposa vitupera al marido borracho, y él la invita a beber también— le hace reír y salir resbalando. Servimos tazas de té fresco, y comemos mermelada búlgara de guindas que sacamos del frasco con cucharas. Mientras buscamos el collar de Ira, improvisamos un juego de eslabonamiento sexual sobre el suelo, con magreos y lengüetazos, pero desprovistos de deseo. Nuevamente vestidos, bailamos al son del tema del doctor Zhivago, que tarareamos nosotros mismos. Afuera el viento arroja espesos torbellinos de nieve contra las ventanas. Partimos sólo cuando Yenia realmente no puede quedarse por más tiempo.

 

Durante las semanas siguientes, me siento como un científico acometido por el temor de que su nuevo descubrimiento resulte ser un fiasco. Pero la pauta se repite como la versión grabada, telefónica, de una predicción meteorológica. El reclutamiento de una panadera que sólo dispone de una hora para el adulterio porque debe correr a reunirse con el muchacho con quien se casó la semana pasada. El espectáculo que brindan dos pequeñas ninfas, compañeras de trabajo en una imprenta, que compiten para ver cuál de ellas se desviste antes. Aliosha les ha dicho que la primera ganará «un cierto premio corporal»: «¡La competencia socialista en todas las cosas, camaradas!» A la tarde siguiente entro al apartamento y me encuentro con tres nuevas adolescentes que improvisan un ballet nudista. (Una me ayuda a quitarme el abrigo mientras las otras dos corren a esconderse.) La llegada de una chica de Murmansk, a quien Aliosha conoció en el Mar Negro el verano pasado, y que se coloca a mi disposición, acostada, como si esa fuera una de las condiciones para ingresar en el cuarto. Sobre todo, los encuentros, las celebraciones, las copulaciones y el regreso de las inocentes —que, a pesar de todo, seguirán siendo de alguna manera amigas de toda la vida— al seno de la multitud moscovita. Lo más extraño es el vigor que intuyo en esta sumisión, como si nuestras fáciles conquistas tuvieran algo en común con la atracción de los ejércitos francés y alemán hasta el interior de Rusia para allí ser destruidos.

Por la mañana, las chicas se maquillan plácidamente frente al espejo ondulado, como si nos conociéramos de toda la vida. Aunque la aventura comenzó con la tradicional artimaña del disculpe— que-le-haga-perder-un-minuto, algunas de ellas se quedarán aquí, en su nuevo domicilio durante días. No se comunican Con ninguno de los ocupantes de sus antiguos hogares. No hay que hacer ningún arreglo. Aunque tienen tan pocas probabilidades de conocer a un norteamericano en esas circunstancias como de encontrar a un encantador de serpientes en el parque Gorki, la mayoría de ellas aceptan mi presencia con la misma naturalidad con que se resignan a todo lo que les arroja el destino. Todos pertenecemos a la gran familia humana.

A veces salgo solo, y voy en busca de un tranvía que pasa cerca de la Universidad. Vaciado por efecto de la disipación, satisfecho y asqueado de mí mismo, sintiendo el cosquilleo retardado y las secreciones secas sobre la piel, espero junto a las viejas abuelas en una parada situada frente a unas casas amarillas medio derrumbadas, convencido de que estoy tan próximo cómo puedo estar a las visiones místicas purificaderas que reivindicaron algunos partidarios de la sexualidad promiscua. Lo que en otro lugar sería vulgar, incluso degradante, contiene aquí elementos milagrosos. Entiendo por qué el hombre primitivo veneraba los símbolos de la fecundidad.

 

«Es imposible seducir a todas las muchachas de Moscú. Pero —larga pausa— debemos porfiar por lograrlo.» Aliosha ha resumido su experiencia con las mujeres en estas máximas, que recita en circunstancias adecuadamente incongruentes, utilizando el tono retórico del locutor de radio que cita viejos proverbios rusos para fundamentar las estadísticas de producción. También le gusta dictaminar: «Un cierto número de damiselas se resisten a conceder sus favores inmediatamente. Más o menos el once por ciento. Yo las comprendo. Es una cuestión de principios. ’Por mucho que me guste un hombre —dicen—, sencillamente no sucumbiré el primer día’. ’Por supuesto, querida, te llevaré a tu casa. Supongo que este es el adiós para nosotros... hasta el día de mañana»

En los momentos dichosos, cuando está al volante, rompe a cantar, y bendice a la Madre Patria por concederle orgasmos y orificios en lugar de «unidad orgánica» y una «orquesta de sonidos sociales». Y exhuma coplillas y versos tradicionales para ilustrar, alterando una palabra o una frase, los elementos sobresalientes. Por ejemplo, para describir la plétora de sexualidad instantánea, anónima, modifica ligeramente una balada soviética típicamente empalagosa: