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De pronto recordamos, y experimentamos un sobresalto. El coche no va a arrancar. Tendremos que perder unos minutos preciosos. Aliosha se olvidó de cargar nuevamente el radiador a primera hora de la mañana.

Contando cada segundo, vuelve a volar escaleras arriba, saltando los escalones de a tres, llena ollas y marmitas con agua caliente y, para acelerar la reactivación del motor congelado, las calienta aún más sobre los quemadores ennegrecidos de la cocina. En las mañanas normales se somete con resignación a esta rutina tediosa, como a las otras mil frustraciones cotidianas que toda una vida llena de obstáculos le ha enseñado a soportar de buen talante. Pero esta vez, sus manos están entorpecidas por el frío y la grasa, y al arrastrarse debajo del coche destartalado para volver a cerrar la espita, llena de manchas su único traje respetable. Y ya se ha hecho intolerablemente tarde.

Su rápida conducción nos permite recuperar varios minutos. Mientras los taxis reptan y los conductores particulares se detienen para espolvorear cenizas, él rotura, tritura, gira y resbala sobre el hielo, siguiendo una ingeniosa ruta de callejones. Aunque está citado algunos minutos antes que yo, insiste en llevarme primeramente a mí. Doblamos una esquina, patinando entre un coche aparcado y un montículo de nieve, para atravesar la última calle importante. Allí mi corazón naufraga.

Con la cabeza inclinada, sonriendo para sus adentros, la muchacha balancea una cartera mientras avanza. Aliosha gruñe como un mastín que acaba de divisar a la liebre, y arrima el coche a la acera.

—No, por Dios —imploro—. Ahora no. En cualquier otro momento menos ahora. No la necesitamos.

Podría haber dicho muchas cosas más. El funcionario de policía ha advertido que el caso de Aliosha es muy grave —han puesto en marcha una nueva campaña estridente contra el alcohol— y que sólo podrá entrevistarse con él antes de las nueve. Ya hemos practicado locos rodeos en otras oportunidades, mientras volábamos hacia un juicio o hacia el Bolshoi para adelantarnos a la caída del telón. Pero esta demora es suicida. Aliosha sin su carnet de conductor sería como un cartero sin piernas, y existe un riesgo real de que me expulsen de la Universidad por mi fracaso académico, sobre todo si hago esperar a mi engreído supervisor.

—Te conseguiré a Elizabeth Taylor cuando venga. Olvídate de ésta y pongámonos en marcha.

Luego desisto. Si continúo protestando lo único que lograré será demorar lo inevitable. Antes de apearse con un salto, Aliosha me mira tiernamente y sus ojos me dicen que esto no tiene remedio.

—Fuma un Chesterfield. Sólo tardaré un minuto.

En verdad, tarda tres. A medida que se desgranan los minutos, una ola de afecto lava mi exasperación. Aliosha se hace acreedor a una abierta sonrisa no obstante los esfuerzos de la sorprendida joven por mostrarse recatada: le señala el cacharro con un ademán majestuoso, y se esfuerza por no caer en la grosería de urgiría. Es inimitable, el Villano Peck de nuestra época.

Cuando la joven se ha instalado prudentemente en el asiento trasero y Aliosha me ha presentado con su habitual fanfarria («Este es mi amigo muchacho que ha venido a visitarme desde Nueva York y Miami Beach... tú sabes, junto a Cuba...»), volvemos a partir velozmente, y por milagro no tenemos problemas, porque mi preceptor llega más tarde que yo, y aunque Aliosha debe perder la mayor parte de la mañana en un corredor lleno de inquietos peticionantes, consigue entrevistarse con el jactancioso funcionario de policía y persuadirlo, para lo cual debe ofrecerle sus servicios profesionales gratuitos en una querella que le ha entablado su enardecida esposa. La muchacha, después de esperarnos apaciblemente en el coche, pasa el día en el apartamento, haciendo las veces de ama de casa.

Al día siguiente viajamos raudamente hacia otra reunión importante y nos detenemos en seco y viramos con igual premura en la dirección opuesta para marchar en pos de una cabellera rubia y unas pantorrillas cautivantes. Y dos días después, imaginamos contra toda lógica que llegaremos a tiempo para entrevistar a un hombre que dice tener un icono del siglo XV, pero Aliosha clava los frenos antes de haber recorrido quinientos metros.

—En el portal de la panadería... ¡mira! ¿Aleluya? ¿Has visto alguna vez una mujer más guapa?

—No... desde el mediodía.

En verdad, hemos pasado la mañana retozando con dos camareras, pero Aliosha hace caso omiso de mi alusión al viejo episodio... o finge que yo admito que la nueva muchacha del gorro tejido a mano es realmente más bella que aquellas dos de las que nos despedimos hace cuatro minutos.

—¿No sugerirás que debemos dejarla escapar?

—Estamos entorpeciendo el tráfico. Es posible que algunos ciudadanos... eh... lleguen con atraso a citas importantes.

—Probablemente sabes que en el siglo XV se pintaron miles de iconos. ¿Cuántos seres vivientes calculas que han sido configurados como esta obra de arte?

La chica de la gorra confiesa que tiene que visitar a una amiga que reside en un barrio lejano. Los montículos de nieve y las calles angostas son causa de que lleguemos con cincuenta minutos de atraso a la cita con el misterioso vendedor de iconos, quien, si alguna vez estuvo allí, indudablemente ya se ha ido.

—¿Cómo podía saber yo qué era lo que encontraría en la puerta de esa panadería? —suspira Aliosha.

Y así sucesivamente. Cuando llevamos presurosamente a la Eficiente Alia al aeropuerto, donde debe tomar un avión para reunirse con su marido, vemos un bonito rostro enmarcado en la ventanilla de un autobús. Aliosha describe un viraje en U, violando dos docenas de reglas de tránsito y despreciando flagrantemente la presencia de agentes de policía en todas las esquinas, y luego zigzaguea entre los restantes vehículos como en una persecución cinematográfica, para mantenerse a la par del autobús que transporta a la bella— Una mano hace girar el volante para estas tempranas maniobras, en tanto la otra ejecuta un repertorio de ardorosos saludos, primeramente para atraer la mirada altanera de la damisela, luego para invitarla a apearse en la próxima parada... y después en la ulterior, mientras seguimos practicando nuestro rodeo de un kilómetro y medio sin hacer caso a los gemidos de Alia acerca del desastre que implica renovar una reserva en un vuelo de Aeroflot.

Un día, cuando nos dirigimos a escuchar una disertación sobre política exterior, para abogados, de asistencia obligatoria, Aliosha queda prendado de la conductora de un trolebús, que resulta mucho más fácil de enamorar que nuestra pasajera del día anterior. La vivaz muchacha detiene el vehículo, se apea vestida con su mono, y mientras simula reenganchar los troles en los cables aéreos, nos dicta alegremente el número de teléfono donde podremos comunicamos con ella a las cuatro.

Pero en contrapartida las presas pérdidas le causan una gran pena.

—¡Desapareció! —exclama, refiriéndose a la joven que acaba de introducirse en la boca del metro o que ha doblado en una esquina llena de gente. Su voz refleja el dolor de un cachorro apaleado y una genuina zozobra a medida que aflora en sus ojos la antigua parodia de sí mismo—:. Una excelente persona, una individualidad patente, y es posible que nunca volvamos a verla...

 

Cuando se encontraron por primera vez varios años atrás, Aliosha la conoció como la esposa de un bebedor y libertino prodigioso, que estaba a la altura de su trabajo de actor en el peor teatro de Moscú. Ella rechazó sus insinuaciones. Más tarde, su marido estrelló su minúsculo Zaporoiets, decapitando a su enamorada de esa noche y reventando sus propios órganos internos hasta el punto de que los médicos pronosticaron que un solo trago lo mataría. Nunca volvió a probar la bebida... ni a acostarse con otra mujer que no fuera su esposa. El accidente, que le destrozó la cara, también modificó radicalmente su carácter.