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Como su nuevo aspecto le impedía mostrarse en el escenario, optó por escribir, y no tardó en ganar fama y fortuna con sus guiones para el cine y la televisión. Sin tiempo para otras actividades, empezó a odiar los restaurantes y las parrandas con la misma vehemencia con que antes los había amado, y a menudo se ponía de mal humor cuando le distraían de su trabajo en la máquina de escribir. Este ascetismo hartó a su esposa, cuyo interés normal por visitar ocasionalmente la ciudad se transformó, bajo la presión de la severidad de él, en apetito de aventuras^ Viene al apartamento a ofrecerse y maldice —pero también se ríe— cuando Aliosha la rechaza, invirtiendo los papeles.

 

Esta es la noche que hemos postergado durante semanas, como estudiantes que deben prepararse para los exámenes semestrales. Aliosha está solo en su casa y yo me encuentro en la residencia. Ambos nos ocupamos de nuestras tareas desatendidas. Aunque mis estudios ya no tienen salvación, debo quedarme en mi escritorio por lo menos durante el tiempo indispensable para contestar las cartas alarmadas de mis patrocinadores, los miembros de una comisión de adustos académicos que representan a la quintaesencia de los estudios sobre temas soviéticos en los Estados Unidos. Su membrete y su lenguaje me miran como emisarios de otra galaxia. El secretario ejecutivo subraya que he omitido escribir a Harvard, e insinúa que deberé regresar si no envío una respuesta satisfactoria^ Por fin me consagro a esta tarea, sorprendido y aliviado ante las historias de la investigación inexistente qué fluyen de mi imaginación y se vuelcan sobre el papel —¿cómo las alucinaciones atmosféricas que estimulaban la fantasía dé Gogol?— y ruego que la ignorancia, el lenguaje misterioso y la distancia que me separa de Cambridge oculten la realidad de mi derrumbamiento intelectual.

Mi presencia en el cuarto a esa hora despierta la curiosidad de Viktor, mi compañero, quien espía mi escritorio. Nunca es tan torpe como cuando trata de parecer espontáneo mientras rastrea «información», pero al ver que escribo en inglés desiste con un gruñido. Tras ejercitarse con sus pesas durante el tiempo necesario para impregnar el aire con un penetrante olor a sudor, se acuesta, como siempre, a las diez en punto.

Una hora más tarde, Kemal me llama urgentemente al teléfono. Es Aliosha, quien se lamenta de su soledad y afirma que tiene que decirme algo vital. En un acceso de entusiasmo, como si le hubiera acometido tina asombrosa idea nueva, sugiere que busquemos compañía para la «noche que comienza». Aunque no he acabado aún mis cartas turgentes, acepto reunirme con él frente al portal. Al escuchar su voz, comprendo que toda la finalidad de mi estancia en Rusia se ha reducido, sencillamente, a pasar mi tiempo en compañía de Aliosha. El atractivo reside, más que en las piernas abiertas o en las escapadas traviesas, en su infinito impulso de ir a alguna parte, de explorar algo, de husmear lo que sucede. ¿Cambiar esto por los libros? Nunca ha sido más clara la distancia que hay entre la vida y los estudios de la escuela graduada.

Es casi medianoche cuando el Volga avanza hacia mí sobre la nieve como una vieja mascota. Debemos ir, en consecuencia, a una de las principales estaciones ferroviarias, los únicos lugares públicos que permanecen activos a esa hora. Aliosha se guía aparentemente por la memoria y el instinto para seguir una ruta de calles enfangadas, sin importarle el hecho de que los copos de nieve cubren casi por completo el parabrisas. (Ayer por la tarde volvieron a robarle los limpiaparabrisas mientras el coche estaba aparcado frente a un tribunal de justicia.) Pronto nos acercamos a la plaza de la Juventud Comunista, donde antaño tuvo su sede un gran mercado y donde ahora se levantan, casi sin solución de continuidad, tres glandes estaciones destinadas a los trenes que comunican con las inmensas estepas del Norte, el Nordeste y el Noroeste.

Desde el amanecer hasta la noche, la plaza está ocupada por un enjambre de visitantes provincianos que llegan a Moscú para hacer un transbordo de trenes, para comprar ropa interior caliente o un mantel nuevo, para vender sus patos caseros o para contemplar reverentemente el mausoleo de Lenin. Desde las aceras

que circundan a las estaciones, la multitud se vuelca sobre la avenida aún más ancha, aferrando en sus manos nudosas las maletas de cartón y las bolsas con provisiones. Esa gente lleva los bolsillos llenos de raciones envueltas en trapos, y transporta en alto sus preciosas compras: colchones, sillones y alfombras enrolladas. El ejército de trabajadores y campesinos busca, pide, gesticula, se enfurece, regatea, susurra con tono conspirativo («Psst... ¿dónde conseguiste esas botas?») y desarrolla sus actividades entre clamores y manoteos: anhela encontrar gangas, pero alimenta un temor morboso a ser estafado; y sabe que el único descanso lo encontrará sobre sus propios lomos —ni uno entre diez mil pierde tiempo buscando un jergón en un hotel

y que el viaje de este año debe aprovecharlo al máximo, porque es posible que el año próximo no tenga la suerte de volver.

Pero por la noche, esta descomunal multitud desaparece sin dejar rastro, y deja casi desierta la explanada con rasgos de Coliseo. Ahora la misma soledad ejerce una presión redoblada por la bruma silenciosa. Sólo islotes aislados de taxis montan guardia, perezosamente, frente a las salidas, y sus tubos de escape lanzan espesas nubes de gas que se remontan sobre la fachada feérica de la estación Iaroslav y la torre tártara de la estación Kazan. En esta atmósfera, la presencia inconfundible de las transacciones ilícitas flota como un fantasma. Los taxistas con chaquetas acolchadas rechazan despectivamente a los pasajeros comunes. Su faena consiste en traficar mujeres o el vodka que ocultan debajo de sus asientos, y a cambio de esto se resignan a esperar horas, sin preocuparse por las normas de kilometraje y pasajeros ni por el frío cortante. Un puñado de prostitutas también se han congregado en esta avanzada de la vida nocturna: una bruja con un abrigo abierto está cerca de la boca del metro, e insulta groseramente a un hombre que ha rechazado sus propuestas; otras buscan el relativo amparo de los pegajosos pasajes subterráneos que unen las estaciones con el metro. Unos borrachos y curiosos dispersos completan la lista de personajes sin techo: son los restos del submundo moscovita de preguerra hacia el cual Aliosha se siente atraído por la nostalgia y por su afición a lo pintoresco. (Antes yo me preguntaba por qué la policía no limpiaba sencillamente la plaza, de una vez por todas. La respuesta parece ser que a los elementos de mala vida se los persigue con menos rigor que a los disidentes políticos. Porque para reemplazar a todos los borrachos, prostitutas, «parásitos» y delincuentes de poca monta que son deportados de Moscú y de los lugares donde pueden verles los extranjeros, queda siempre una pequeña banda de contumaces, que se infiltran todas las noches en una de las estaciones.

—Mermados —se lamenta Aliosha—, pero no más que todos los otros elementos de nuestra economía.

En el portal estilo fortaleza de la estación de Leningrado, un policía monta guardia enfundado en su capote semejante a una tienda, y veda la entrada a todos quienes no llevan consigo un billete válido para el día siguiente (ésta es una medida capital de la nueva campaña encaminada a erradicar el vagabundeo y el crimen mediante el control de la población errabunda de las salas de espera). Con el rostro congestionado por el frío y la cólera, el agente cumple con las tradiciones de su oficio gritando «¡Eso está prohibido!» a todo lo que se mueve.

Mientras Aliosha aguarda —insiste en que mis facciones son más inocentes que las suyas— me acerco a la mole del custodio del orden y entablo conversación a través de un comentario compasivo acerca del sacrificio que implica montar guardia de noche en tales condiciones climatológicas. Al cabo de un momento me está hablando de su hijita de dos años, y el mismo semblante flatulento irradia ahora ternura paterna y humor sentimental. La estratagema clásica, que consiste en establecer un contacto personal, transforma rápidamente la hosquedad oficial, incluso la de este individuo prepotente y vociferante, en una franca camaradería que le induce a compartir contigo su infortunio, tal como compartiría, si pudiera, el último rublo que le queda para comprar una botella. Está satisfecho de haberse encontrado con «amigos», sonríe al recibir su nuevo paquete de «Camels», y nos abre la puerta, insinuando una advertencia acerca de los policías de paisano que vigilan la sala de espera.