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Sin embargo, en la lobreguez del vestíbulo mismo, es imposible distinguir a los detectives —si en verdad los hay— del resto de la población de ese refugio de gentes sin hogar. Sobre los bancos duermen campesinos malolientes, con los rostros apoyados encima de los bultos polvorientos... que además llevan atados a sus muñecas, para evitar robos. Impasibles, sumisos, consumidos hasta los huesos, esperan desde hace días una plaza en un tren. Otros habitantes de ciudades de provincia, menos andrajosos, que no tienen amigos que les den alojamiento ni contactos entre el personal de los hoteles, también se han instalado allí para pasar la noche. En el decrépito mostrador del bar, una mujer rubicunda sirve las últimas raciones de bolonia que le quedan, junto con un líquido al que llaman café. Un niño suspira en sueños. Otro succiona ruidosamente el pecho de una gitana de aspecto feroz. Al abrirnos paso entre este muestrario de masas preponderantemente no moscovitas, sentimos retroceder cincuenta años en el tiempo.

Pero la seducción de la aventura vagabunda Rota en el aire. Como observó Koestler, en Rusia los largos viajes en tren son el equivalente de los cruceros transatlánticos. Los trenes, puntos de luz y vida en el vasto territorio semejante a un océano y desprovisto de caminos, son, en consecuencia, el escenario de buena parte de la literatura «náutica» de extranjeros que desnudan secretos. Y las estaciones son casi igualmente ricas en posibilidades dramáticas. La máquina del tiempo encierra la promesa de historias inusitadas.

Esa noche, las candidatas a la seducción, que constituyen la excusa de nuestra presencia allí, son más escasas que de costumbre. Un puñado de prostitutas llamativas, de mirada alcohólica, con las mejillas untadas con lápiz de labios y una capa de vaselina... para simular el sano rubor de las doncellas rusas. Contagio seguro. Algunas adolescentes que obviamente se sentirían más felices si pudieran estar descalzas en sus aldeas, junto con varias chicas provincianas menos bucólicas —estudiantes que aguardan giros telegráficos para poder comprar el billete— cuyo sueño no nos atrevemos a interrumpir. Esposas campesinas demasiado rollizas para merecerse esto, aunque sus maridos no estuvieran roncando junto a ellas con las botas puestas... Nuestra elegida —aunque parece que quien ha hecho la elección ha sido ella, no nosotros— es una mujer de unos treinta años, cuyos ojos nos seguían, esperanzados, mientras el resto de su persona permanecía hundido en un banco del rincón más alejado.

—Hola, ¿podemos molestarte un momento?

—Por favor, no me mires así. Debes pensar que estoy acostumbrada a esto, que acostumbro a pasar el tiempo en las salas de espera.

Sus ropas están mugrientas y necesita —y anhela— un baño. Pero una vez llegados al apartamento, cuando Aliosha se lo prepara con un puñado de sales procedentes de Alemania Oriental, vacila. ¿Nos estamos burlando de ella? ¿La tomamos por lo que no es?

Cierra la puerta con llave y permanece casi una hora en el cuarto de baño. Después de comer y de colgar sus prendas íntimas sobre el radiador, para que se sequen, hacemos el amor... con la mitad de la pasión y el doble de la locuacidad que caracterizan nuestros interludios con las mujeres reclutadas en la estación de ferrocarril. Sus hombros redondeados y su trasero esférico hacen pensar en las viejas fotografías de Colette y confirman que nos encontramos ante una sobreviviente de otra época. Con los grandes muslos en reposo, con una sosegada alegría en los labios, Aksiona se entrega como si ésta fuera una tregua entre dos jaquecas. Cuando nos cuenta su historia, entendemos el motivo.

Su madre había sido la única sobreviviente de una familia noble destruida por la Revolución, la guerra civil y las purgas; su padre, un barítono de Kiev que grababa tempestuosas canciones guerreras, y cuya necesidad de beber, tan colosal como su cuerpo, mantenía a la familia al borde de la inanición, no obstante sus considerables ingresos. Aksiona tenía siete años cuando su abnegada madre murió de cáncer, y su padre, después de unas formidables borracheras de vodka, desapareció, dolorido y furioso, llevándose las últimas riquezas de su difunta esposa. La crianza de la atónita criatura corrió por cuenta de una hermana que había cumplido dieciséis años y que había dejado de estudiar y trabajaba en una fábrica de zapatos, lo que le permitía mantenerse a sí misma, y mantenerla a ella, a base, sobre todo, de pan y restos de comida. Por razones particulares, esa hermana se resistió a pedir que la policía buscara a su padre, y tampoco solicitó un kopek de ayuda al Estado.

Cuando la propia Aksiona cumplió dieciséis años, una tía caída del cielo les comunicó por carta que su padre trabajaba en una granja colectiva, al norte de Kazan. Desde dicha ciudad, las hijas cogieron un autobús hasta el final del recorrido, y luego siguieron viaje en la parte posterior de un camión. La hermana mayor se cayó en una curva, se golpeó la cabeza contra una piedra, sufrió una terrible hemorragia y murió, perdiendo sangre por la boca. El camión llegó finalmente a la granja, pero el ex barítono, convertido ahora en un peón senil con un problema de locución, no reconoció a su hija menor. Después de pasar una hora angustiosa con él, volvió sola a Kiev.

Y vivió tanto tiempo sola que se resignó a la soltería y la reclusión. Parecía hecha para la docencia. Sin embargo, después de doce años de soledad se enamoró de un alumno suyo de dieciséis años. Sus encuentros tenían lugar, después de las horas de clase, en la habitación de Aksiona... la misma donde había trascurrido su infancia, con el piano aún roto por el puño de su padre y las alacenas empeñadas para comprar bebida. La extraña y leal pareja contrajo matrimonio cuando él cumplió diecisiete años. Mucho antes, ella había sido descalificada para la docencia.

Cuando amainó la pasión sexual, el consuelo que se daban mutuamente, como parias, los mantuvo unidos contra los despiadados esfuerzos de la policía, los supervisores del Partido y los escandalizados asistentes sociales, que pretendían separarlos. Vivían prudente y discretamente con el salario que él ganaba como aprendiz de bibliotecario. Eso, hasta hacía una semana, cuando él la abandonó para irse con un editor homosexual de Leningrado. Aturdida por la desesperación, Aksiona tomó un tren rumbo a Moscú, sin saber qué salvación iba a buscar allí. Pero la capital era terroríficamente desconcertante: le turbó la curiosidad de saber por qué los autobuses circulaban por las calles y los trenes sobre raíles. Desde la estación de Kiev, a la cual llegó, sólo se atrevió a ir a las otras, pasando una noche en cada una para no despertar sospechas. Cuando la encontramos en la estación de Leningrado, tenía veintiún kopeks en el bolso y hacía tres días que no comía nada, aparte de las sobras que le regalaba la bondadosa camarera de una de las cafeterías.

Aksiona narra sus desgarrantes desventuras como si pertenecieran a un pasado muy lejano. Afirma que ya ha recuperado el dominio de sí misma. No habría sido lógico que su extraño matrimonio durara mucho más tiempo. Aún es suficientemente joven para iniciar una vida nueva, en forma más realista. El encuentro con nosotros ha quebrado su enervante depresión.

—Sólo me quedaré unos pocos días, si me aceptan. ¿No me echaréis de aquí, verdad?

—Cálmate, maestrita —responde Aliosha—. Esto es como el ejército, no echamos a nadie. Y menos aún a las damas de alcurnia... Parece que nos hemos quedado sin pañuelos, de modo que usa tranquilamente la sábana.