Выбрать главу

Para serenarla, Aliosha divaga acerca de la etimología de la palabra «lienzo». En verdad, Aksiona usa la runda de la almohada— para enjugar sus lágrimas, pero pronto nos tiende los brazos para que le demos más afecto. Feliz toda la noche, se muestra francamente jubilosa durante las abluciones matutinas. Para organizar un desayuno más sustancioso, Aliosha y yo vamos a la pastelería y volvemos al cabo de diez minutos... ¡para encontrarnos con el apartamento varío! Aksiona no ha dejado ningún mensaje. Faltan diez rublos de mi chaqueta y el encendedor nuevo de Aliosha.

Aliosha está acostumbrado a que las chicas le roben suéters y agua de colonia de su habitación, así como a limpiar el vómito de las jóvenes libertinas con la expresión de una madre que se ocupa de los pañales. Aunque generalmente todo ello forma parte del precio, la traición de Aksiona nos duele. ¿Era una ladrona vagabunda, como muchas que se dejan conquistar en las salas de espera? ¿O una prostituta novata que no se atrevió a pedir su tarifa? Aliosha, que ha oído un millar de historias igualmente emocionantes de labios de estafadoras, así como de auténticas infortunadas, afirma al principio que se trata de lo uno o lo otro, y que no debemos perder tiempo preocupándonos por ésa astuta rimadora que sabe cuidarse muy bien. Pero la mañana no disipa nuestros temores acerca de su posible suicidio.

Pasamos la tarde y dos noches sucesivas explorando las doce estaciones de Moscú. Al mismo tiempo le pide al fiscal principal de un distrito urbano que averigüe si la policía tiene noticias de ella. Para evitarle problemas ¿Aksiona, en caso de que la encuentren, explica que le han dejado una herencia. El hecho de que nadie la haya visto nos induce a pensar que ha encontrado un hombre o ha vuelto a Kiev. Aunque ésta no es la primera vez que nos encontramos con una tragedia de tanta envergadura, nos sentimos deprimidos, y durante un tiempo no nos quedan ganas de llevar a cabo nuevas incursiones en los ferrocarriles.

El martes por la tarde estamos con uno de los viejos amigos de Aliosha, un estólido ingeniero llamado Edik. El apartamento pertenece al padre de Edik, un matemático que realiza trabajos delicados para la industria bélica. (La tranquilidad con que Edik falta a su empleo una tarde de cada tres se atribuye tanto a la protección que le brinda su poderoso progenitor como a la naturaleza insustancial de los esfuerzos que él mismo desarrolla frente a la mesa de dibujo.) El apartamento, situado a cien metros del Tribunal Supremo de la República Rusa, es suficientemente lujoso para un hombre de su jerarquía: cuatro habitaciones en un edificio de techos altos que podría encajar en un barrio residencial de la Praga decimonónica. Desde la ventana de la sala de estar se ve una punta del Kremlin, cuya muralla ejerce sobre nuestras vidas el mismo efecto que ejercería una prisión situada en las afueras de una dudad universitaria.

El apartamento es un museo de objetos Victorianos de segunda categoría, de una decorosa pobreza tan paradigmática que ésa podría haber sido la cuna del concepto mismo. Todas las habitaciones cómo ésta que he visto, y el espíritu que encarnan, invaden mi memoria. Pantallas de lámparas con cordones, manchas de vejez y tostaduras de bombillas eléctricas que marcan la seda pálida. Sillones claudicantes que al tocarlos descargan espesas nubes de polvo, un reloj de péndulo averiado, y alfombras orientales raídas, que murieron hace mucho tiempo víctimas de la suciedad y la sed. Todo esto y mucho más —incluyendo la inevitable aspidistra, que parece transferida de un difunto ministerio— pesa sobre el descomunal y excesivamente mullido diván donde nos refocilamos con la Voluptuosa Valia y— con Liuba, su amiga más delgada y dura. Liuba (de liubov: «amor»), es una de las pocas muchachas que conozco a las que podría atribuir voracidad sexual, pero nuestra desnudez resulta tan caricaturesca en contraste con la acicalada habitación, que no podemos tomarla a ella más en serio que a nosotros mismos.

En cada rincón se apilan los platos sucios y las sobras de toda una semana. El ama de llaves de Edik está enferma y su padre se halla de viaje en misión oficial. (Sospecho que se trata de una cuestión de misiles, pero, por supuesto, no formulo preguntas.) Le ha prestado su magnetófono a un amigo y las bandas de onda corta de su radio necesitan nuevas lámparas. Paute de mieux, en consecuencia, Radio Moscú suministra el ruido de fondo. Mientras nos meneamos, resollamos y cambiamos de pareja, el locutor vocifera la historia de una fábrica de cemento que ha aumentado sus propias cuotas para este segundo año crucial del histórico y nuevo Plan Quinquenal. Pero nadie se ríe de la delirante incongruencia del programa, porque nadie lo ha escuchado. Ni siquiera se enterarían si anunciara, con ese tono y en esas circunstancias, una declaración de guerra.

Bebemos un cóctel de néctar pegajoso de albaricoques y jarabe medicinal, que es casi puro alcohol. Aunque Edik toma el suyo directamente de la jarra, no participa en el deporte comunitario porque se debate con un problema individuaclass="underline" los faros que dejó encendidos durante toda la noche han agotado totalmente la batería del coche de su padre. Desde el borde de una silla situada frente al diván, telefonea a todos los números que le han dado sus informantes, en busca de un recambio... cualquier batería, nueva o usada, para camiones, autobuses o automóviles. El afán de esta búsqueda hace no ver la vulva de Valia que palpita a treinta centímetros de su nariz.

—Edik, amigo, deja eso un minuto y daños, como se dice, una mano.

—¿Bromeas? Mi padre volverá mañana. Por Dios, Alexei, ayúdame a recargar ese vehículo.

Liuba coge el teléfono para hacer una rápida llamada a una amiga. Aliosha sirve otra ronda de cócteles utilizando la garrafa de gasolina donde almacenamos el alcohol. La Voluptuosa Valia coloca su metro ochenta de carnes de amazona directamente sobre la cara de Edik, y el calor que se desprende de sus piernas separadas —o la preocupación de él por el coche— le empana las gafas. Edik ingiere su quinta ración de alcohol puro y se devana los sesos para recordar a quién puede llamar por teléfono. Liuba nos arrastra nuevamente al diván, devorando un trozo de embutido. Las campanas del Kremlin anuncian que hemos pasado otra hora en nuestro cubil, debajo de sus propias narices.

A las cinco, la fiesta termina como si hubiera sonado el silbato de una fábrica. Nos vestimos apresuradamente y salimos corriendo del apartamento, para atender nuestros respectivos asuntos, que han adquirido una súbita urgencia. Edik, que ha cerrado trato por su batería, busca ansiosamente un taxi para ir a tomar posesión del artefacto usado de doce voltios antes de que un soborno más tentador lo lleve a otras manos. Después de pasar dos días consecutivos con nosotros, Valia debe correr a casa para prepararle la cena a su marido «celoso». (Pero luego él irá a una asamblea del Komsomol, y Valia sugiere que volvamos a reunimos todos después de las nueve.) Liuba —que, según parece, se pone melancólica cuando está vestida— ya llegará tarde para el segundo turno de su fábrica.

—¿Quién dice que no somos un pueblo trabajador y disciplinado, con objetivos portentosos? —gorjea Aliosha, que se divierte al contemplar nuestra nerviosa premura, después de un día desperdiciado. Mientras él lleva a las chicas a sus respectivos destinos, yo corro al hotel National para conversar con un profesor visitante de Columbia sobre las corrientes jurídicas soviéticas.

—Do svidania, amigos. Y salud.

—Hasta pronto, privet.

—¿Nos mantendremos en contacto?

—¡Por supuesto! ¿Qué tenemos programado para el domingo?

Nos dispersamos en la penumbra de la tarde, que presagia los largos apretujones de la hora de mayor afluencia de público. En ese momento, pululan, por el centro de la ciudad, los robots de abrigos oscuros con bolsos de compras, que se atascan frente a las luces de tráfico, que entran y salen de las tiendas, abalanzándose hacia sus puntos de destino como escarabajos en una caja. Los ruidos que se oyen son los chirridos de los tranvías y las pisadas de diez mil botas sobre el cieno.