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Mi ruta me lleva por la calle Veinticinco de Octubre, detrás de los sórdidos fondos de las tiendas GUM, hasta la parte alta de la Plaza Roja. En este barrio doméstico donde otrora prosperaba el comercio al por menor, las restricciones a la actividad mercantil han dejado una hueca melancolía, que compite con la del tiempo. Sobre las multitudes adustas, los tubos susurrantes de neón anuncian austeramente: «Leche» y «Pan». Las entradas de todos los edificios de oficinas están custodiadas por bustos de yeso de Lenin, semejantes a los centinelas inmóviles que montan guardia en Su mausoleo. Todo está sumergido en la aflicción que sentía cuando mis amigos y yo no sabíamos qué hacer en las tardes de invierno, al salir de la escuela.

Llego con varios minutos de anticipación a mi cita, y me distraigo frente al Museo Histórico, preguntándome qué relación puede existir entre esta lobreguez y las horas exuberantes de las que disfrutamos en el apartamento de Edik. Fuera, ni un anuncio adorna los escaparates; ni una sola figura en bikini anima los quioscos empapelados con revistas políticas y folletos del Comité Central. Todo este decorado público puritano parece destinado a encubrir nuestra disipación.

Mientras camino por las calles sombrías, temblando bajo el frío inclemente, me acomete una y otra vez esta paradoja de la naturaleza. ¿Cómo pudieron echar raíces aquí estas actitudes tahitianas?

 

Nuestro nuevo encuentro con Liuba tiene lugar en la húmeda habitación de su familia, en un apartamento comunitario donde viven todos como en una pensione italiana de cuarta categoría. (Sus padres trabajan hasta muy tarde.) Edik ha vuelto a reunirse con nosotros, pero esta vez soy yo quien no participo, y me limito a coger los pechos de Liuba. La prohibición de hacer otra cosa es la «medida de castigo social» que me imponen por haber reducido la dotación femenina al permitir que la Rubia Bella abandonara el coche mientras los otros compraban provisiones en el trayecto hacia la casa de Líuba. Más excitada que nunca por mi frustración impuesta, Liuba accede con mucha seriedad cuando alguien propone, en broma, que me perdonen dentro de una hora.

Nuestro nuevo encuentro con la Voluptuosa Valia se produce una tarde, cuando a Aliosha le corresponde actuar como abogado de turno en su Oficina de Consultas Jurídicas. Por fin la empresa ha trasladado su sede a una casa de apartamentos chapuceramente remodelada, donde el orgullo de la decoración y la comodidad son media docena de salas de consulta que reemplazan a los antiguos cubículos con dimensiones de retretes. Aquí los abogados pueden reunirse en privado con sus clientes... e incluso, si lo desean, a puerta cerrada. Aliosha da cuenta de su llegada a la oficina, recoge de manos de la fornida secretaria la llave de uno de estos nuevos y pequeños despachos, y con un ademán cortés nos invita a entrar a Valia y a mí. Hace girar la llave, bebemos un trago de la botella, hacemos una pausa para pasar revista a los últimos acontecimientos. Después Valia se desviste y sube sobre el escritorio.

¿Fornicar en una oficina soviética? ¿Mientras suenan los teléfonos, llegan los clientes y el presidente —un hombre del Partido, claro está— dispensa consejos en el pasillo? Sí, pero lo hago en compañía de Aliosha, que sabe cuándo practicar lo inusitado. Calcula que en esta tarde apacible nadie necesitará nuestro despacho, y nos dejarán tranquilos.

No en vano ha colaborado en la comisión encargada de acelerar los trabajos de remodelación, que duraron tres años. Los despachos no son tan grandes como él quería, y es difícil ensayar diferentes posiciones sobre el escritorio pequeño y barato. Pero Valia tiene experiencia, porque le satisfizo por primera vez precisamente aquí, después de que él la abordó en la calle. De todos modos, Valia no toleraría la «indecencia» de hacerlo en el suelo.

Me pregunto si la madura secretaria sabe para qué le ha pedido Aliosha la llave. Seguramente su reputación sugiere cuál es el motivo por el cual las jovencitas acuden en tropel a solicitarle consultas privadas desde que se ha trasladado al nuevo despacho. Cuando nos vamos, ella nos mira con expresión intencionada. Sin embargo, el afecto que siente por Alexei Evguenievich, nombre profesional de Aliosha, le induce a protegerle. Fue él quien consiguió que internaran a su marido en una excelente clínica para cancerosos —donde lo curaron— y quien le alegra la vida regalándole bombones en los días festivos y, de vez en cuando, un ramo de narcisos.

 

A la mañana siguiente, nos reunimos cuando el sol ha recorrido buena parte de su trayectoria sobre el horizonte, y se suma a nosotros un viejo amigo de Edik que, gracias a la venta de lo que sisa en el laboratorio odontológico del que es supervisor, consigue vestirse como si fuera profesor de una Universidad del Medio Oeste de los Estados Unidos. (Aliosha proclama que ha perfeccionado otra innovación de la odontología soviética: extraer dientes enfermos por el ano. «Es una estupenda técnica nueva para un pueblo que no puede abrir la boca.») Tenemos todo un día por delante, para derrocharlo, y no obstante nuestra incapacidad para triunfar en la vida —a pesar de que todo lo que nos oprime basta para hacernos sentir agradecidos por los pequeños favores— estamos sumidos en la sensación de deleite que caracteriza a los holgazanes. Regodeándose en la suya, el amigo de Edik es quien primero pregunta:

—¿Kovo ebat budiem? —o sea, no «¿Qué quieres hacer esta noche, Marty?», sino «¿A quién vamos a joder?»

Este lema privado siempre lleva implícito un elemento de parodia: nos burlamos de las chicas que se someterán después de esgrimir débiles excusas; de nosotros mismos por nuestra relajación y nuestra propensión a dejar de lado actividades más constructivas; del sistema que degrada los valores y envilece la existencia, reduciéndonos a este infantilismo. ¿Kovo ebat budiem?, expresa la futilidad de pugnar por objetivos nobles... y el alivio que sentimos cuando nos ahorran semejante esfuerzo.

Subimos al coche y damos vueltas al azar, buscando una traílla para el nuevo boxer del amigo de Edik. (Aunque aparentemente en algún lugar hay una tienda de artículos para animales domésticos que las vende, él no humillará a su perro obligándole a usar un producto de fabricación soviética, y está dispuesto a pagar un precio exorbitante por una traílla occidental de segunda mano.) Pero cuando repite el lema después del almuerzo, ya tiene una connotación más genuina: como no puede liberarse de su empleo todos los días, teme que esa tarde no consiga la consumación programada. Aliosha le tranquiliza con expresión traviesa, hace algunas llamadas telefónicas, y recogemos a nuestras chicas cuando salen de trabajar en el Ministerio de Industrias Ligeras. De alguna manera, el día era más luminoso antes de que aparecieran.

 

Su cuerpo es la estatua de la «Mujer Ejercitándose», en estilo realista socialista, que se levanta en todos los parques. Su rostro es el cartel de un filme que muestra a la lechera de pañuelo en la cabeza. En verdad, es hija de obreros moscovitas, y ella misma trabajó durante un año en una fábrica de caucho después de cumplimentar la enseñanza secundaria. A continuación estudió maquillaje teatral y la expulsaron por faltar a clase. En un segundo instituto se interesó por el diseño industrial, y desertó enseguida por su propia voluntad. Luego pasó a una escuela de lenguas, donde permaneció el tiempo suficiente para aprender un francés de sirvienta. Solicitó un empleo en Aeroflot.

Un prendado jefe de personal le dio el empleo a pesar de que ella le rechazó en un taxi. Pronto comenzó a ganar tanto como sus padres.