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Cuando la ascendieron al servicio internacional, empezó a viajar, como era habitual, a los países «democráticos». Fue una hermosa experiencia: las gabardinas que compraba en Praga y los suéters que adquiría en Varsovia aumentaron considerablemente su elegancia... y su patrimonio, gracias a que los revendía a sus ansiosas amigas. Ahora aspiraba a trabajar en las rutas occidentales. En territorio capitalista, los funcionarios de las embajadas y de la KGB vigilaban a sus compatriotas casi tanto como a los agentes enemigos. Le habían contado que durante la escala de dos horas en Londres, nadie podía bajar solo del avión. Pero siempre quedaba la alternativa de las tormentas ocasionales, que daban una tregua para hacer compras y practicar turismo. El mero prestigio de los viajes a Occidente compensaba las severas exigencias adicionales, y aunque su belleza era un factor negativo en su caso —para reducir la posibilidad de deserciones, Aeroflot asignaba el personal menos llamativo a las rutas capitalistas— su historial proletario suponía una poderosa recomendación. Se esmeraba por vestir con sencillez y por adoptar una actitud «patriótica» cuando hablaba con personas interesadas en política.

Su mejor amiga, también azafata, se había casado con un francés y se había radicado en París. La KGB no tardó en citarla a ella.

—No le prohibimos que le escriba, pero no se lo aconsejamos. No arruine su carrera. Usted nos entiende.

Entendió, por supuesto, pero decidió contestar por intermedio de otra azafata que le inspiraba .confianza. Una semana más tarde la enviaron de vuelta a los vuelos nacionales, y encontraron un pretexto para reducirle el sueldo. Así empezó el violento declive de su energía mental y también de su trabajo. Ahora es azafata suplente, y la llaman principalmente en casos de emergencia. Su guardarropa está reducido a harapos y pasa las tardes en el cine o tomando, helados con sus amigas.

Bajo todo esto subyace su plácida resignación; Cuenta su historia sin un ápice de rencor contra Aeroflot o la KGB... ni, desde luego, contra su afortunada amiga de París. Las agresiones de! Estado se parecen a los fenómenos naturales que tenían que soportar sus padres y abuelos.

Pero volvamos a la cama. Entrega su cuerpo escultural con complaciente ternura.., ¿aunque por qué habría de excitarse demasiado por esto'? Cuando se vaya, se encontrará con su ex marido, que se divorció de ella para casarse con un chica que está en el vuelo a Cuba.

A Aliosha y a mí nos gusta cada vez más vagabundear por la noche, cuando toda la ciudad dormida nos pertenece y estimula, tanto como si fuera Cannes o Niza, nuestro juego de hacernos pasar por turistas. Pasamos horas en silencio, conscientes de que algo raspa nuestra relación, como un polluelo dentro del cascarón. Guando concluya el año que me han asignado no nos resultará fácil separarnos. Lo que empezó como una diversión se ha desarrollado según sus propias reglas.

—Dame un cigarrillo —dice, y su inflexión me hace saber que él está pensando lo mismo que yo.

—Hagamos un giro a la izquierda por la calle Petrovka, una pasada lenta, por donde tú sabes.

Al doblar en la esquina, estamos a punto de estrellamos contra dos coches que aparentemente han chocado entre sí pocos minutos antes. Uno contiene a un niño con la cara ensangrentada y a una mujer que aúlla preguntándose qué fue lo que la indujo a llevarle a casa a esa hora. Puesto que no es posible desplazar los coches dañados antes de que llegue la policía, transportamos apresuradamente a la madre y al niño a una clínica próxima, y después seguimos dando vueltas durante otra hora, prácticamente en silencio.

Pero las heridas del niño han introducido otro elemento en nuestra relación, y Aliosha empieza a evocar su servicio militar, período de su vida que me ha intrigado durante mucho tiempo. Lo que ha producido la asociación de ideas es la sangre, pero yo trato de inducirle a que empiece por el principio...

Le reclutaron por primera vez durante la conmoción de la campaña finesa de 1939. Aliosha, un huérfano soez de diecisiete años, cuyo mundo eran el poker, las riñas a puñetazos y las diligencias para los leguleyos en las calles más peligrosas de Moscú, recibió con bastante beneplácito su reclutamiento, y lo interpretó como una tregua en su vagabundeo y como una posible oportunidad para adquirir la profesión que ya intuía necesitar. Esta ilusión se extinguió al cabo de una semana, junto con el último vestigio de su inocencia.

El entrenamiento básico fue breve, punitivo y brutal. Y demencialmente insuficiente. Injuriado por oficiales vociferantes, cuya estupidez le parecía casi increíble cuando la cotejaba con la astucia de los tahúres que había tenido por maestros, el recluta Aksionov no disparó durante su ejercitación un solo cargador de balas auténticas. Así entrenado —e— igualmente equipado: cuando la penuria se agudizó en el campamento debió devolver una de sus dos mudas de ropa interior— el nuevo soldado de infantería fue despachado directamente al frente de Karelia, con un cuerpo del ejército que tenía la misión de partir en dos a Finlandia, a la altura de la cintura. Llegó a comienzos de enero de 1940, cuando la guerra estaba en su punto más crítico.

Sólo la inmensa magnitud de los desastres rusos que precedieron y siguieron a la Guerra de Invierno explica que sus padecimientos hayan sido casi olvidados. Los pocos soldados que sobrevivieron a la matanza del norte de Finlandia y a la batalla de Stalingrado prefirieron en verdad esta última: menos hambre y caos irreversible; más esperanzas, cuanto menos, de supervivencia.

Al día siguiente de su llegada, Aliosha, cuyos conocimientos sobre el manejo del rifle aún eran ridículamente escasos, comprendió que algo marchaba espantosamente mal. Retrospectivamente, el entrenamiento básico parecía casi primoroso si se comparaba con la confusión, el desorden y la parálisis del ejército combatiente (agudizadas por la aniquilación del Estado Mayor y de los rangos superiores durante las purgas que habían concluido el año anterior). En el campo de batalla, los mujiks, que sólo contaban con el fatalismo y con una estúpida fe política —la columna vertebral del nuevo ejército stalinista— se calzaban las botas de los oficiales rusos ejecutados. Y no sólo eran ignorantes sino que además estaban inmovilizados por el miedo: después de las purgas, una decisión equivocada frente al dilema más sencillo podía determinar que al responsable le desenmascararan como saboteador. Los oficiales le tenían más terror a la iniciativa que a los finlandeses. Los miembros del Estado Mayor y los jefes se replegaban tras una desconfianza recíproca. En la línea del frente ni siquiera se pensaba en las retiradas tácticas, otro camino seguro para ir a parar frente a un pelotón de fusilamiento por «derrotismo».

—En cierto sentido, la confusión es endémica en nuestro país y tiene un elemento cómico, pero ésta era indescriptible y muy triste. Nadie sabía nada; nada funcionaba.

La lucha se desarrollaba cuatrocientos cincuenta kilómetros por debajo del Círculo Polar Ártico, en el invierno más frío que se recordaba en ese lugar. La unidad de Aliosha estaba lamentablemente desprovista de materiales... e incluso de abrigos para el invierno. Los fineses, distintos en casi todo, contaban con unos soberbios anoraks para la nieve y rifles con miras telescópicas alemanas. Desde las casamatas de acero y desde posiciones hábilmente camufladas en los cerros circundantes, acertaban metódicamente a sus enemigos: se ha documentado que un tirador mató con su rifle a más de mil soldados soviéticos. Los rusos, que con sus uniformes de color caqui ofrecían blancos perfectos en la nieve, se agazapaban como les ordenaban, esperando recibir una bala en el vientre. En los primeros cinco días, las dos terceras partes de la compañía de Aliosha, incluidos los obedientes muchachos que tenía a su izquierda y su derecha, recibieron las suyas. Apretando sus heridas, se dejaban caer silenciosamente sobre las rodillas, como gobernados por una voluntad superior.