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Aunque estaba relativamente a salvo de las balas de los francotiradores y tenía derecho a esperar que su ingenio le permitiera salir vivo de allí, la única ambición de Aliosha consistía en alejarse lo más posible de Finlandia, y con la mayor celeridad.

—La guerra y las obligaciones para con la Historia, la defensa de la sagrada Madre Patria y de la causa comunista mundial... he aquí nobles instintos que pueden perjudicar tu salud.

Aunque nada le interesaba menos que convertirse en oficial del Ejército de Obreros y Campesinos —o mejor dicho, había algo que le interesaba menos: quedarse cerca del frente— descubrió, mediante la lectura de las circulares secretas del cuartel general que en ello radicaba su única posibilidad de salvación. Solicitó que le enviaran a un centro de formación de oficiales, fue aceptado inmediatamente, y fingió modestia cuando su comandante se felicitó de que un muchacho de pueblo se sintiera llamado a tan grandes destinos. Naturalmente, no olvidó afirmar cuánto lamentaba tener que abandonar el frente mientras aún respiraban los traicioneros enemigos del socialismo.

Corrían los últimos días de febrero. El vagón de tren donde viajaba Aliosha, lleno de soldados mutilados e infestados de chinches, se parecía a los carros que transportaban presidiarios en la época zarista, antes de que Alejandro II promulgara las reformas del siglo XIX. Pero mientras se arrastraba —¡hada el Sur!— por el único ramal de rieles, Aliosha besó su pared pringosa.

La escuela para la formación de oficiales estaba situada en una sórdida base de Ucrania occidental. Puesto que desde el momento en que llegó allí sus objetivos ya estaban cumplidos, ahora debía evitar que le concedieran las insignias de oficial —una perspectiva espantosa, con muchos años de servido obligatorio— y, si era posible, debía desvincularse definitivamente de la milicia. Su plan consistía en demostrar que era totalmente inútil, y tan incompetente como entusiasta. Pero este plan aparentemente sensato se frustró porque había subestimado la deplorable condición del ejército, que tenía una desesperada necesidad de material humano.

Ávida de reclutas, la escuela aceptaba como alumno «a cualquiera que tuviese cuatro extremidades y pudiera recordar el día de su cumpleaños».

—Una vez en ella, era imposible salir. Cada nuevo alumno era un trofeo, sólo rechazaban a los espásticos comprobados. Incluso los médicos mercenarios quedaban sorprendidos al ver a algunos de los candidatos, y tenías que ser un genio para no superar las así llamadas pruebas de ingreso.

Más laborioso y concienzudo que en cualquier examen escolar, Aliosha introdujo dos docenas de pavorosos errores gramaticales en la composición de una página destinada a evaluar el conocimiento del idioma ruso. La narración ilegible fue calificada con un 3, sobre un máximo de 4 puntos. Durante el examen físico posterior, consiguió tropezar con una silla y chocar con el jefe del equipo médico. Ese fue el Primer Acto de la comedia mediante la cual pretendía hacerse pasar por ciego. En voz baja, le confesó a un médico militar que más allá de los diez metros su visión era borrosa y que desde la infancia vivía atormentado por las jaquecas. Le declararon apto para el combate.

Cuando empezó el curso, Aliosha se angustió. Desechó el plan de tartamudear y optó por continuar con la farsa de la vista, pero no consiguió interesar a nadie en su aparente defecto, a pesar de que éste siempre le impedía preparar correctamente su litera.

—Tampoco así podía destacarme. Algunos de mis colegas ni siquiera entendían los principios elementales sobre el modo de hacer una cama.

Sólo después de poner en práctica durante semanas su escrupuloso y a veces doloroso melodrama —que implicaba chocar con las puertas, caerse en las trincheras— le dieron la oportunidad de fallar en un nuevo examen físico, una tarde, mientras le vendaban un torturante esguince. Por fin, a regañadientes, le declararon inepto, y esperó durante semanas un nuevo destino, mientras se dedicaba a la limpieza de horribles letrinas. ¿Le destinarían a un trabajo burocrático? ¿Le darían de baja definitivamente? Santo cielo, no, le ordenaron volver a su unidad... o sea, al frente de Karelia.

—Finlandia, Dios mío. ¡Nuevamente a la matanza! Por supuesto, tenía que zafarme del lazo. Llevé al médico a un lugar apartado y le dije que durante el entrenamiento el cabo me había asestado un terrible golpe en la cabeza, con la culata del rifle, y que eso me había devuelto la visión perfecta. El médico me felicitó calurosamente por mi patriotismo, y juzgó que las circunstancias disculpaban la mentira transparente. Había fallado tan ostensiblemente en el examen de la vista que era innecesario repetir la prueba. ¿Conoces el proverbio ruso que dice que el ingenio genera desgracias?

Mientras el tren le conducía esta vez hacia el Norte, Aliosha cavilaba, escuchando cómo los soldados novatos de su vagón entonaban una canción sobre la forma en que la sabiduría de Stalin infundía valor en el combate. Probablemente a sus antiguos jefes de división ya los habían matado o ejecutado. Tendría que empezar nuevamente como soldado de infantería en el frente: un cordero que esperaba ser sacrificado en los altares de la incompetencia y el terror de los oficiales. Cuando el tren se aproximó a Moscú, donde tenía que hacer trasbordo, se le ocurrió escribir una última tarjeta postal a la tía que había contribuido a criarlo.

Al salir de la estación de Kiev para internarse por las calles ahora amadas de Moscú, analizó mejor la idea: ¿por qué no visitar personalmente a su tiíta? En verdad, ¿por qué no tomarse unas breves vacaciones en la capital del socialismo mundial antes de seguir su viaje rumbo al Norte donde habría de morir por la gran causa? Permaneció dos meses en la ciudad, relativamente inmune a la guerra, viviendo en estrecha relación con amigos aparentemente extraídos de una narración de Damon Runyon. Para entonces, ya habían florecido los capullos de primavera, y se había firmado un tratado de paz. Se abrió paso hasta un tren y volvió a su unidad, que ahora custodiaba una frontera más extensa. Seis semanas más tarde, llegó la orden de desmovilización. Tal como él había previsto, sus papeles se habían perdido en medio del tráfago burocrático y nunca llegaron desde la escuela de oficiales. Él, que viajaba solo, había sido un cargamento extraviado. Nadie estaba enterado de su rodeo por Moscú, y a nadie le interesaba.

Recuperada así la condición civil, regresó a la capital en jumo, y mientras examinaba sus posibilidades profesionales para el futuro se convirtió en jugador de póker, bedel de escuela, camionero y sereno de una barraca. Había descubierto la literatura y leía ávidamente a los clásicos rusos, pero la convicción de que no podría contar nada acerca del Moscú que conocía y amaba —y que veneraba más que nunca después de su experiencia en Karelia—, le ayudó a sofocar sus vagas pretensiones de convertirse, a su vez, en escritor. Su producción literaria, como la de todos los demás, no podría ser otra cosa que aleluyas al socialismo y a Stalin. Sabía que sus manos eran ágiles, y pensó en estudiar cirugía. Mientras tanto, el joven de dieciocho años seguía vagabundeando y observando, sin apresurarse a tomar una decisión.

La reanudación de la guerra resolvió su problema. Seis semanas después de la invasión alemana, Aliosha fue reclutado nuevamente... pero algo se resistió, dentro de él. El alud de conferencias de agitación y propaganda sobre la «agresión finesa», que había soportado en sus épocas de soldado, le inducía a sospechar que la nueva línea respecto al traidor invasor nazi encerraba una análoga deformación proselitista. Cuanto más estridentes eran las arengas que se emitían por la radio acerca «del sagrado deber que tenemos todos de combatir al enemigo fascista hasta con los dientes», tanto mayor era su convicción de que existía algún tipo de acuerdo entre Hitler y Stalin, y de que esa guerra no era la suya. Tal vez ninguna lo era.