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Entre sus amigos réprobos se encontraba un tal Abram Aronberg, a quien los íntimos llamaban Abrasha Abramchik y festejaban como uno de los narradores más inteligentes y los tahúres más diestros de Moscú. Se trataba de un sastre «clandestino», obeso, de manos muy pequeñas, que representaba muchas décadas más que sus aproximadamente treinta años, y que ese verano estaba de relativamente buen humor porque una multitud de defectos físicos que iban desde llagas purulentas en el cuello hasta unos pies dolorosamente inadecuados para soportar su peso, le habían hecho acreedor a una de las calificaciones más notables de ineptitud para el servicio militar. Ese hombre afortunado —que habría de morir víctima de una intoxicación en ese otoño— trató de mitigar la depresión de Aliosha, convocado a filas, y accedió a presentarse como Aksionov en el examen físico de este último.

Ambos suponían que la situación militar desastrosa había agravado el caos burocrático que reinaba en el ejército. El instinto de jugador de Abrasha Abramchik le dijo que su treta tema muchas probabilidades de dar buen resultado.

Pero Aliosha volvió a chocar con las normas imprevisibles del ejército. Aunque Aronberg consiguió hacerse pasar por Aksionov, y nadie impugnó los documentos de identidad falsificados a toda prisa que ambos habían comprado, los médicos dictaminaron que esa ruina física era apta para el combate y le ordenaron que se presentara casi inmediatamente para incorporarse a su unidad

—Descubrió, horrorizado, que me había fallado, o sea, que le habían aprobado. El pobre Abrasha no podía tener firmes sus naipes. Ni siquiera podía comer. Estaba despavorido por la idea de que cuando volvieran a revisarle le incorporarían también a él.

A la mañana siguiente, ya sobrio, Aliosha envió una carta airada a la junta examinadora, protestando porque la clínica de reclutamiento había cometido un error deplorable y le había confundido con otro candidato. Esa era una maniobra que pocos rusos se habrían atrevido a intentar, aunque en verdad hubieran sido víctimas de un error de esa naturaleza. Pero Aliosha había vuelto a prever inteligentemente el futuro. Y cuando le ordenaron que se sometiera a un segundo examen, reincidió en su ya probada simulación de falta de vista. Esta vez eligió como sustituto a un carterista ladino, a quien hubo que decirle, cuando le quitaron sus embadurnadas gafas, que el manchón grisáceo que colgaba de la pared era la cartilla óptica. Ese bienaventurado granuja obtuvo un excelente puntaje de ineptitud, en lugar de Aliosha, quien consiguió una tregua hasta la convocatoria siguiente.

Mientras tanto, la Wehrmacht avanzaba rápidamente hada Moscú, donde los destrozos que causaban las bombas, y los rumores ominosos (todos los receptores de radio habían sido confiscados), «no llegaban a compensar el pánico y las carencias de víveres». A principios de noviembre, Aliosha se sumó a miles de ciudadanos igualmente impresionados, y comenzó a trabajar excavando trincheras antitanques en los accesos occidentales de la ciudad. Esa misma noche, visitó una biblioteca para contemplar un mapa de su tierra natal. Había decidido realizar una rápida autoevaluación.

—¿No fue Lenin quien acuñó la consigna acerca de la prudencia y el valor? Además, se decía que el mismo Stalin se había escabullido fuera de la ciudad. Preferí no insinuar que yo era más valiente que él.

Puesto que sólo el Sur prometía un buen distanciamiento respecto del avance alemán, además de un clima apacible, no fue difícil hacer la elección de refugio. A pie, haciendo auto stop y viajando en trenes militares vigilados y cargados de material bélico, Aliosha se dirigió hacia la costa del Mar Negro, y se instaló, sin ningún motivo especial, en la somnolienta ciudad georgiana de Sujumi, donde por las calles llenas de polvo transitaban más asnos que automóviles. Aunque no era un lugar divertido, ni siquiera en el contexto del sistema de vida soviético, Sujumi fascinó a Aliosha, y su efecto fue aún mayor que el que podría haberle producido a un joven venturoso que descubría por primera vez el mar. Se enamoró del sol, de las palmeras y del aroma de disipación que impregnaba el aire de la tarde. Aprendió a nadar grandes distancias y a convivir con los georgianos parcelados en clanes. El teatro dramático local, un palacio presuntuoso edificado en la avenida central, con más columnas en la fachada que obras en el repertorio, le contrató como peón. Y a medida que reclutaban, uno por uno, a los miembros del personal del teatro, él iba ascendiendo por la endeble jerarquía, hasta que se transformó en actor y terminó por desempeñar papeles secundarios pero importantes. En esa época también era un astro de la diezmada sociedad local, a la que aportó energía como promotor de fiestas y también una cuota de distracción lingüística. El calor estival aumentó su vigor, en lugar de mermarlo. Siempre había sido inusitadamente robusto, y en ese momento se convirtió en la imagen viva de la salud tropical. Tuvo un apacible romance con una tierna joven rusa que le cosía las camisas y los pantalones. Fue el mejor año de su vida.

Pero hacia las postrimerías de ese año, los alemanes habían llegado al Cáucaso, desde donde amenazaban toda la costa. Seguro de que le reclutarían tarde o temprano, Aliosha organizó una semana de fiestas y «me entregué». Y si bien su actitud no fue tanto una expresión de patriotismo como de impaciencia, lo cierto era que había empezado a creer en la urgencia de frenar al fascismo. Por alguna razón (aún no sospechaba que tal vez su padre jamás visto había sido judío) le chocaba el antisemitismo ruso, y en este contexto, probablemente los alemanes eran mucho peores.

Aunque pasó dos años en el frente, la crónica de su servicio militar es menos interesante, porque es más vulgar, que la de su larga campaña encaminada a eludirlo. Rechazó el grado de oficial que le ofrecieron sus amigos de Sujumi, y prefirió las miserables raciones y la servidumbre de los soldados a la obligada hipocresía y la mala conciencia de los jefes. Se inició como soldado de caballería, continuó como mecánico, y finalmente fue trasladado a una división blindada, con la que combatió en la gran batalla de Kursk —que supuso para los alemanes un mayor quebranto que la de Stalingrado— y en Ucrania, Polonia y Alemania centraclass="underline" difícil avance, aldea por aldea, a lo largo de mil quinientos kilómetros, en el que se libraron algunas de las batallas más encarnizadas de la historia de la guerra.

—Nuestros filmes sobre el invencible-poderío-armado-de-la— Madre-Patria-Soviética dicen la verdad... excepto que los «burras» previos al combate saludaban en realidad el reparto de unos pocos gramos de vodka o de una cucharadita de mermelada. Créeme, estábamos demasiado asustados, exhaustos y temerosos de nuestros propios oficiales para permitirnos un despliegue de exuberancia espontánea.

(Los primeros meses que pasó en la caballería reforzaron su obsesión por la cartografía. Cuando oyó que los oficiales del Estado Mayor ordenaban a los comandantes de las compañías que se hicieran con los mapas de la Wehrmacht como primer paso de los contraataques, el simbolismo de la condición rusa que esto sugería le hirió menos aún que la resignación universal al absurdo como pauta de acción. Sin pedir disculpas, los jefes se comportaban, con oficiales cuya vida estaba en juego, como si la necesidad de robar al enemigo la información acerca del propio país fuera algo absolutamente normal. «Nadie lo cuestionó. Ni siquiera lo mencionaron al pasar. El comunismo no ha convertido esta tierra nuestra en algo surrealista; se trata de la payasada de un pueblo íntegro, mudo, que simula —¡o cree!— que lo negro es blanco.») Aunque herido dos veces por el fuego enemigo, y otra, gravemente, por la caída de un caza soviético junto a su tanque, nunca volvió a estar sujeto al terrible horror de la campaña de Finlandia. En verdad, la guerra terminó con un episodio que Aliosha interpretó como una especie de contrapartida de las primeras semanas infernales que había pasado en Karelia. En los días de euforia que siguieron al histórico encuentro de los aliados en el Elba, un contingente de soldados norteamericanos ingresó en la zona soviética para celebrar el acontecimiento con un grupo de rusos escogidos, de ideas políticas inconmovibles, que seguirían defendiendo la línea del Partido aun durante los festejos. Desde atrás de unos sacos de patatas, convenientemente alejado, Aliosha escrutó a los primeros occidentales que recordaba haber visto personalmente. Más que por su informalidad —uniformes de cuello abierto, chistes y bebidas intercambiadas con los oficiales— se sintió fascinado por lo que sus expresiones revelaban acerca de su estado de ánimo. Los soldados norteamericanos parecían relajados, dichosos, no tenían miedo. Una mirada le bastó para comprender que no sabían nada de comisarios e himnos marxistas-leninistas, de mitos supersticiosos y prohibiciones inexplicables... de todo aquello que, con la pretensión de justificar y remediar un cúmulo de penurias, sólo servía para empeorarlas. ¡Esos eran hijos de la tierra a la cual él pertenecía!