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Abrumado por el descubrimiento de que había llegado la convocatoria que él estaba esperando, Aliosha empezó a sudar. Sabía que debía huir. La imagen de sí mismo corriendo hacia los norteamericanos (divagando de alguna manera sobre «el hombre que amo.— bésame nuevamente, querida... Pennsylvania, cinco, mil»... la síntesis y la quintaesencia del vocabulario inglés) se repitió con tanta nitidez en su mente que sus uñas perforaron las patatas enfangadas. Y siguió fija allí mucho tiempo después de que hubieron llevado a los norteamericanos al lugar del festejo.

Consciente de que había trampeado a su destino, a la mañana siguiente volvió junto a los sacos como si se estuviera dirigiendo a su lugar natal. El error de su ciudadanía se podría haber rectificado; él debería haberse trasladado al mundo que congeniaba con sus reflejos y su temperamento, donde se habría consagrado a algo real.

—Entonces tenía veintitrés años —dice Aliosha parsimoniosamente—. Era fuerte. ¿Crees que habría triunfado en Occidente?

—¿Cómo diablos pensaste que podrías escapar? —respondo, en mi papel de hombre severo—. Los soldados norteamericanos te habrían entregado inmediatamente a tus oficiales. No entendían nada. De todos modos, no habrían tenido otra alternativa.

La expresión de Aliosha revela que siempre lo ha sabido, y que deseaba equivocarse.

—¿Crees que habría podido organizar mi vida en los Estados Unidos? Siempre he deseado ver el Río Grande... Tal vez habría podido trabajar en el cine.

—La Madre Volga le gana al Río Grande, si todavía quieres ponerte romántico. No, te veo un poco más al norte de California. Un playboy productor de basuras para televisión... asquerosamente rico y despreciable. Vosotros los tipos virtuosos sois vergonzosamente ordinarios cuando entráis en contacto con la vida real.

Complacido por mi descripción, Aliosha sonríe y hace una pausa para verse conduciendo un convertible por el Hollywood que conoce a través de Hollywood.

—Sí... pero allá hay que trabajar. Todos esos millonarios en sus oficinas revestidas de felpa, y sometidos a tantas presiones, tan nerviosos. Eso es cierto, ¿verdad, muchacho? Yo sé qué es lo que anhelan lograr con sus sacrificios, y eso es algo que tú y yo tenemos en mayor proporción que todos ellos juntos... Habría fracasado en los Estados Unidos: me falta ambición, verdadera iniciativa.

Me abstengo de decir lo que es obvio, o sea, que la inmensa energía de Aliosha seguramente se habría encauzado y que no habría podido dejar de sobresalir. También oculto que nunca podré visitar un lugar bello o emocionante de Occidente sin pensar en él. Hace dos años, rechazaron su solicitud para participar en una gira turística por la costa búlgara del Mar Negro. Ahora está programando una visita a Praga, pero probablemente su amistad conmigo ha anulado definitivamente sus posibilidades de salir al extranjero. Ni siquiera sueña con un viaje a los Estados Unidos.

Esto es lo que me gusta de ti, yanqui —dice, arrastrando las palabras, para disipar la melancolía—. Apenas te vi, me di cuenta de que tú no eras millonario. Con otros diez años encima podrías pasar por uno de esos reclutas del Elba con... eh... el rasgo fisonómico común.

Me abraza y deja escapar la risa de la amistad. Durante su narración me ha traído de regreso, y aparece frente a la Universidad desierta. Nos apeamos juntos y caminamos hasta el portal. Pero como siempre, regresamos al coche, y después nos paseamos alrededor de la verja de hierro, repasando desordenadamente nuestros planes, que afirmamos importantes, para el día siguiente. No mencionamos la verdadera razón por la cual no nos separamos.

¿El ejército le corrompió? Ciertamente esta explicación es demasiado simplista, como la idea de que está corrompido de alguna maneta. Yo, que le conozco mejor, entiendo que, a su modo, es un hombre recto. Tomados fuertemente del brazo, seguimos recorriendo el extenso perímetro dé la verja, totalmente solos, sin más compañía que las mujeres envueltas en chales que montan guardia en los portales, el cielo autocrático y el rascacielos de la Universidad. Marchamos acompasadamente, y más dichosos que nunca. Si nuestra relación incluye un elemento homosexual —con las chicas anónimas cómo vehículo para nuestro contacto vicario— me alegra que él lo sienta. Anhelo hacer algo formidable pata compensar su amor... no, para mantenerlo, porque siempre temo, por alguna razón, que semejante generosidad no pueda durar. No basta ser el «yanqui» que devuelve ilusiones perdidas. Si pudiera invitarle a visitar Occidente, gastaría hasta mi último céntimo para mostrarle lo mejor. Iríamos a los lugares más lujosos, aquellos que a mí personalmente no me gustan. Acapulco, Capri, Cannes... Todo lo que ambicionara sería suyo, y él, que convierte una caminata a orillas del Moscova en una fiesta, disfrutaría como toda la tripulación de un crucero con permiso en Hong Kong. Durante un mes fabuloso, yo sería el guía.

Una luna espectral se levanta sobre las colinas de Lenin, iluminando levemente la cúpula de una iglesia abandonada. Bajo los efectos de su resplandor mortecino y de mi arranque de ternura por él, su cabeza hirsuta parece súbitamente frágil. Descubro, más que nunca, al niño que juega al escondite dentro del astuto manipulador. La irrealidad de esa fantasía en la cual le hago vivir una juerga deslumbrante, me oprime el pecho. Sé que Aliosha intuye mi afecto y mi pena. Con cómica grandilocuencia, improvisa una cortés protesta contra las últimas instantáneas que le tomé, en las cuales sus dientes parecen cariados y su nariz resulta «más protuberante» que de costumbre. De la satírica disertación sobre las implicaciones éticas de la frase «las fotografías no mienten» pasa a una arenga sobre la obligación que tiene el artista de destacar la nobleza «progresista» de la humanidad en lugar de los intrascendentes defectos individuales, y al mismo tiempo que se burla de su propia vanidad y del realismo socialista, me recuerda las inmensas oportunidades que me reserva la vida. En medio de la especulación pseudofilosófica intercala frases disparatadas —«la profilaxis estética de la percepción que el creador tiene de la proboscis, en una sociedad que apuntala el desarrollo vigilante»— y mi incapacidad para sofocar las carcajadas aumenta mi congoja. La luna, que humea como hielo seto, procura brillar con más intensidad. Un coche de la policía disminuye la marcha para que sus ocupantes puedan inspeccionamos. Cuando finalmente nos damos un beso de despedida, yo también me siento complacido conmigo mismo por los sentimientos que se ocultan tras ese acto que antes era tabú.