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Entonces empieza la fundón. Una docena de chicas aburridas, vestidas con batas de hospital, aparecen en las ventanas contiguas del pabellón de abortos, y nos provocan para que subamos a visitarlas. De pronto dos de ellas, asomadas a ventanas distintas, reconocen a Aliosha y chillan;

—Alioshka, ven a rescatarme.

—¡Alioshik, sé un caballero!

Aliosha las invita a todas a una fiesta para celebrar su recuperación, y proclama a gritos su número de teléfono «por si alguien tiene una demanda judicial sumaria». La conmoción alerta a las autoridades en la persona de una enfermera rolliza que se asoma a una ventana, y de un colérico sereno que se aproxima hada nosotros por la nieve, hundiéndose hasta las rodillas. Mientras él blasfema, nosotros corremos hacia el coche.

—¿Cielos, viste a la muñeca que estaba junto a «Tamaño Gigante»? —canturrea Aliosha por encima del ruido del motor—.Hace cuarenta años que soy un ciudadano contribuyente de esta ciudad... ¿cómo diablos es posible que no la haya visto antes?

 

Una muchacha alta, con un pañuelo de buen gusto ceñido en torno del cuello, holgazanea en el corredor de un Tribunal del Pueblo en el que Aliosha ha entrado deprisa. Sí, nos acompañará, dice, después de nuestra presentación... ¿pero podemos tener paciencia? Lamentablemente, debe esperar un determinado veredicto. Veinte minutos más tarde, un juez se pone en pie en una sórdida salita para anunciar el fallo. El joven reo, probablemente moreno y apuesto antes de su detención, ha sido transformado en un ser digno de compasión. Está aplastado por la derrota, su cabeza rapada en la prisión le cuelga sobre el ancho pecho como si fuera de plomo, y no puede levantar la vista más allá de sus botas mugrientas. El juez le condena a pasar siete años en los campos de trabajo, por robo. Es el marido de la agraciada joven.

—¿Pero ni siquiera le escribirás? —insisto, mientras Aliosha abre una botella, de Sangre de Toro en el apartamento—. Dices que no tiene a nadie. Robó por ti. Su vida está arruinada.

—La mía no.

 

Me entero fraccionadamente de lo que le ocurrió a Aliosha después de la guerra. Fue desmovilizado en 1946, y volvió a su statu quo personal de preguerra... o sea, la necesidad de adquirir una profesión. El arte dramático ya no le atraía, y aunque tuvo el impulso de dedicarse al cine como cámara o director, no tardó en reprimirlo. La realización de los panegíricos a las fábricas y granjas colectivas que eran obligatorios en la cinematografía stalinista de posguerra —«o a las grandes victorias en la ’defensa’ contra los finlandeses»— encerraba menos posibilidades de satisfacción personal para los directores, y éstos corrían más peligro que los traficantes clandestinos de penicilina de terminar en el campo de trabajo o frente al pelotón de fusilamiento. Un viejo amigo de Abrasha Abramchik le ofreció, precisamente, una participación en el mercado negro de la penicilina, pero Aliosha no aceptó aunque esa actividad podría haberle convertido en millonario.

Volvió a realizar trabajos temporales en las barracas, y calibro las perspectivas que ofrecían distintas carreras, mientras trataba de acostumbrarse al recuerdo de aquel día en el Elba. En la Rusia de posguerra, donde el sentido del humor de cada uno suministraba el único hálito de alegría, los cincuenta metros que le habían separado de la bandera de las barras y las estrellas le parecían alternativamente infinitesimales e infinitos. Sí, todos sabían que era imposible atravesar ese campo minado; pero generalmente todos estaban equivocados. La guerra había puesto fin a sus ilusiones juveniles de que de alguna manera llegaría a alcanzar la riqueza y la felicidad, pero no había producido ninguna mejora en el país. En los planos psicológico y moral Rusia podía estar o no más enferma que en 1939, como obviamente lo estaba en el plano físico, pero a juicio de Aliosha el empeoramiento era general. La portentosa estructura de tensión, aislamiento y perversión ideológica —las apologías a quienes destruían y arruinaban vidas— le parecía menos hipócrita que demencia! Sin embargo, incluso personas inteligentes fingían no advertirlo. Para perpetuarse en el poder, las autoridades habían creado un sistema centralizado de terror y depresión permanente. Toda una nación trabajaba para hacer más difícil su propia vida, guiándose por una antifilosofía kafkiana cuyo principio rector consistía en alejar lo más posible a la sociedad de lo que era normal. Por contraste, incluso la Alemania devastada que había atravesado con su tanque parecía un oasis de esclarecimientos y comodidad. Ahora estaba claro que en ese océano de abyecta pobreza le aguardaba toda una vida de inadaptación. Sin embargo, cuando se le había presentado una oportunidad para huir, no la había aprovechado inmediatamente. ¿Por qué no había corrido el riesgo, con un premio tan tentador?

En 1946 trabajó en el periódico mural de una línea en construcción del metro de Moscú, y para lograr la altisonancia adecuada utilizó las lecciones de la Gloriosa Victoria que había aprendido durante la guerra. Después se convirtió fugazmente en ayudante en el cuarto oscuro de un fotógrafo. No obstante todas sus cavilaciones, fue el azar el que hizo de él un abogado. La joven ambiciosa con la que se casó en 1947 —ella ya había conseguido colocarse a medias en la reducida clase alta de personajes influyentes que actuaban en la capital— era una alumna judía del Instituto Jurídico de Moscú, donde él también se inscribió. Era con ella con quien pronto habría de compartir el lecho, mientras su miembro estaba dolorosamente congestionado por otras.

Para no desentonar con el papel que tenía reservado en la teoría marxista-leninista y en la práctica gubernamental soviética, el Derecho se había convertido en la menos intelectual de las disciplinas. Estudiando en sus horas libres, Aliosha terminó el curso de tres años en menos de dos. El programa había sido confeccionado para los jóvenes inflexiblemente proletarios (como mi compañero de cuarto Viktor) que no tardarían en convertirse en los jueces, fiscales y funcionarios del ministerio de Justicia de la nación. Menos estúpidos que los oficiales provincianos del ejército, muchos eran, sin embargo, incapaces de asimilar incluso los textos elementales que reducían toda la teoría jurídica a fórmulas fáciles de memorizar y automáticamente aplicables a todos los casos.

—Los profesores entonaban los párrafos escritos en negrita, y nosotros coreábamos las respuestas. Sin música. Era una Misa recitada.

Aliosha volvió a descubrir que el hecho de subestimar la necedad de los funcionarios oficiales era tan peligroso para la supervivencia y el bienestar personales como podía serlo la falta de suficiente cautela. El curso les enseñó a esos jóvenes cosmopolitas, futuros abogados prósperos de Moscú, que el motor del progreso consiste en la explotación de la apatía y la ignorancia generalizadas.

Por estas razones, el Derecho resultó ser una opción feliz. En la mitad del tiempo que necesitaban la mayoría de sus colegas —la quinta parte de la semana soviética media de trabajo— Aliosha se aseguró un ingreso relativamente atractivo: suficiente, en el primer mes de ejercicio de la profesión, para pagar cenas en restaurantes y regalos para sus enamoradas. Al cabo de un año, había conocido a especuladores georgianos y otros «hombres de negocios», la flor y nata de la clientela del abogado penalista. Su largo romance con la sociedad selecta de Moscú había empezado.

Al igual que casi todos sus colegas prósperos, Aliosha cobraba honorarios adicionales a sus clientes o a los familiares de estos. Pero a diferencia de otros, se conformaba con sumas razonables, y por esta razón los hermanos y tíos de los ladrones y desfalca— dores que había defendido recurrían a él cuando ellos a su vez estaban en aprietos. Esto sucedía incluso cuando dichos ladrones y desfalcadores habían sido condenados y fusilados, porque a veces los mejores alegatos de Aliosha caían en el vacío, aun en aquellos poquísimos casos en que consideraba inocentes a sus defendidos.