Выбрать главу

En un tribunal de justicia de otro país, su agilidad mental y su lenguaje conciso le habrían hecho acreedor a un éxito brillante. En la Unión Soviética tenía la precaución de utilizar una buena parte de sus aptitudes para controlar a la parte contraria, y evitar que desplegara al máximo su eficacia. Traspuestos ciertos límites, la defensa de un «criminal» sentado en el banquillo no era sólo indecorosa sino también antisoviética. Por tanto, Aliosha debía hacer difíciles equilibrios entre la prosperidad y la codicia cuando trataba con sus clientes, y entre la integridad y la prudencia cuando trataba con los jueces. Como una defensa vigorosa podía irritar al sistema judicial, sobre todo si tiraba por tierra los argumentos de la acusación, él debía disimular sus ataques, aun cuando el sumario estuviera lleno de contradicciones flagrantes o cuando las pruebas de errores policiales o de abusos del fiscal pudieran mitigar la sentencia. Premeditadamente, Aliosha reducía sus alegatos casi al nivel de sus ex condiscípulos, que ahora eran los lerdos representantes de la jurisprudencia soviética en los estrados.

Sin embargo, los clientes de Aliosha confiaban en que él sabría adaptar sus tácticas a las circunstancias. Tenía fama de saber en qué medida cada juez toleraría una dosis de «legalismo» (léase «presentación de hechos previamente inadvertidos, atenuantes») en la argumentación de la defensa, o de «insalubre tendencia general adversa» a una acusación formulada al servido del Partido y del pueblo soviético. El joven abogado de sonrisa fácil, que a veces inspiraba desconfianza pero nunca antipatía, aprendió que la sensibilidad para con los estados de ánimo y la idiosincrasia del juez —o ante las campañas organizadas por el Partido contra tal o cual abuso público— era tan importante en su profesión como el correcto conocimiento de la Ley.

Entre todas las satisfacciones que había tenido como abogado, la que más valoraba Aliosha era el lujo poco común de ser prácticamente su propio patrón. Exceptuando sus comparecencias en el tribunal y los ocasionales trabajos voluntarios en aras de su expediente de buen ciudadano, su subordinación al sistema que monopolizaba el noventa y nueve por ciento de las vidas era casi mínima. Tomaba los juicios —y las vacaciones— que deseaba, y trabajaba un promedio de diez horas semanales: lo suficiente para pagar la comida, la bebida y la gasolina.

A lo largo de los años se hizo cargo de todo tipo de casos, desde robos de bancos y asesinatos hasta disputas por unos centímetros cuadrados de espacio vital entre maridos y mujeres divorciados que debían seguir compartiendo el mismo cuarto, por problemas de vivienda. Pero las consideraciones comerciales le inducían a preferir las querellas penales a las civiles. Los mejores clientes continuaban siendo los desfalcadores y los grandes especuladores, que encontraban terreno abonado en la gran escasez de productos. No obstante los estrechos límites de su ambición, su renombre creció, sobre todo en las poco abundantes filas del foro moscovita. Tenía fama de repartir honestamente los honorarios y de no traicionar nunca a los colegas venales, y le remitían litigios escogidos que otros no podían aceptar por exceso de trabajo.

El hecho de que llegara a hacerse célebre en un área específica del código penal fue tan fortuito como lo había sido su opción por el Derecho como profesión. Un día, un ex cliente le pidió que tomara la defensa de un sobrino suyo acusado de violación. El reo era nada menos que el delantero centro del Dínamo de Moscú, uno de los equipos de fútbol más populares del país. Pero su transgresión no iba a ser discretamente encubierta, siguiendo el procedimiento habitual con las fechorías de los astros del atletismo y de otras actividades de orden público, sino que, aparentemente, le iban a aplicar un severo castigo, como lo había reclamado el Evening Moscow en un artículo sobre el tema. Circulaba el rumor de que anteriormente el héroe del estadio se había tomado libertades con la sobrina de un miembro del Comité Central, y ese era el momento oportuno para aplicarle un drástico escarmiento.

Las conversaciones provocativas sobre el tema se intensificaron marcadamente cuando se celebró el juicio, y la sentencia rigurosa fue divulgada con grandes elogios. Como efecto subsidiario, la aparición del nombre de Aliosha en el diario trajo más publicidad sobre su persona que la que cualquier otro abogado soviético podría haber conseguido si hubiera pasado toda su vida trepado a un mástil. Desde Murmansk hasta los Urales, llovieron sobre él cartas dirigidas al «Letrado de la Defensa A. Aksionov», como se le conocía. Sus firmantes eran los parientes de jóvenes acusados de delitos sexuales. Cuando los padres pertenecían a la alta clase media o a la burguesía del mercado negro, pagaban generosamente. Aliosha omitía mencionar, recatadamente, la curiosa circunstancia de que ahora su experiencia profesional corría pareja con la personal.

—No es en absoluto tan curioso —comentó, cuando yo lo expresé en esos términos—. No cuando sabes qué es lo que les ha sucedido a otros. ¿Acaso conoces un destino que no sea incierto en nuestro feliz país?

Aunque su reputación como especialista en delitos sexuales disminuyó lentamente con el transcurso de los años, Aliosha seguía encargándose de muchos más casos de esa naturaleza que el abogado medio, y recibía constantemente la visita de una variedad increíble de clientes —desde maestras de escuela hasta generales— que solicitaban consejos confidenciales acerca de sus deberes y derechos conyugales. Aliosha los daba con toda objetividad. Con su diestro manejo del humor y de la tolerancia informal por la diversidad humana, también trataba de mitigar el espíritu vengativo de los jueces puritanos, pero jamás defendía concretamente la liberación sexual, ni siquiera dentro de los límites aceptados. Su actitud respecto de la obtención de placer se resumía en una coplilla que le gustaba repetir: «Kolia jode a alguien / alguien jode a Kolia / ¿y a ti qué te importa Kolia?» Pero aunque esto suponía satirizar todo el conjunto de intromisiones soviéticas en la vida privada —la necedad de organizar ejércitos de inspectores para investigar «qué piensa El Pueblo cuando mea»— le parecía más sensato fingir un distanciamiento profesional respecto de todos los problemas de mayor envergadura.

Su ocupación tampoco reforzaba o debilitaba su propia satiriasis. Separaba prudentemente el trabajo de la diversión (excepto cuando se bailaba tras la puerta cerrada con llave de su despacho, en la nueva Oficina de Consultas Jurídicas). Los juicios eran una cosa, las francachelas otra. Y así continúa hasta hoy. A cincuenta metros del tribunal donde ha defendido a un hombre acusado de prácticas antinaturales, recluta nuevas chicas para una velada en la que se practicarán muchos de esos mismos actos sodomíticos, Sólo la existencia de una cantidad desusada de ex amantes produce una confluencia ocasional entre el trabajo y el placer. Un cliente, por ejemplo, fue procesado por primera vez, hace seis años, por violar a una vieja amiga de Aliosha, y luego a otra ex amante, poco después de su liberación. Una víctima muy guapa, ex mecanógrafa de un funcionario de menor categoría, consiguió que condenaran a su jefe por «obligar a una mujer en situación de dependencia económica a entablar relaciones sexuales», pero cuando Aliosha la entrevistó, como abogado defensor, se declaró dispuesta a retirar la denuncia en consideración a la semana feliz que su madre había pasado con él, con Aliosha, después de la guerra. La representante de la Juventud Comunista de una fábrica de zapatos solicitó, en nombre de «todo su grupo colectivo», y con frases de excelsa moralidad socialista, que impusieran una sentencia rigurosa a uno de sus trabajadores acusados de violación... ocultando, por supuesto, que pocas semanas antes ella había llevado a dos encoladoras adolescentes de la misma fábrica para que compartieran el lecho de Aliosha.