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—En realidad, aún no soy sexóloga. Eso es lo que aspiro a ser. Estudio Psicología en la Universidad de Sverdlovsk. Pero el sexo es tan importante... ¿no te parece? Quiero convertirlo en el tema de estudio de toda mi vida.

—¿Teórico o práctico? —pregunta Aliosha, agitando las orejas—. Sabes que Lunacharski sentenció que los estudios en los libros alejan de la vida diaria del pueblo.

—Oh, la práctica también es valiosa. Nunca pensé que Lunacharski también se ocupaba de eso.

Mientras Aliosha busca el número de teléfono de un viejo amigo que tal vez posea un ejemplar prerrevolucionario del tratado de Freud sobre los sueños, ella se desviste, y se mete un dedo en la boca y otro en el sexo... Dos horas más tarde, pide los nombres de otros «condiscípulos» potenciales.

—Sólo dispongo de un par de días en Moscú, y también tengo que encontrar un libro de Avid (¡sic!).

La voluntaria. Una y otra vez promete volver para «cualquier cosa que se nos ocurra», la semana próxima. Pero sencillamente no puede permitir que lo «hagamos» esta noche.

—No, no me quedaré. Ya me he quedado demasiado. ¿Dónde está mi abrigo? Me marcho ahora mismo.

Al día siguiente por la mañana debe ocuparse, a primera hora, de algo tremendamente importante y no debe llegar tarde.

—¿A las ocho de la mañana del domingo?

La pregunta de Aliosha es una polca de escepticismo y jubilosa confianza en el hecho de que el nuevo trofeo —el sueño de un fornicador, con sus pechos y sus nalgas lascivamente tentadores— está al borde de renunciar a su poco verosímil excusa. Su experiencia en diez mil embustes y simulaciones ha aguzado en él un sexto sentido para diferenciar las citas auténticas de las inventadas. Para que sus reclutas puedan asistir a las primeras, es capaz de recorrer cualquier distancia bajo la lluvia, pero es igualmente diestro para desmantelar los argumentos espurios.

—¿Entonces eres católica, cariño? ¿Mañana es el día de tu santa confirmación? No te inquietes. Te endilgaremos un pecadito para confesar, y todos quedaremos contentos.

La incongruencia de su historia —no hay una sola católica practicante entre diez millones de mujeres de su edad— pasa inadvertida a la acróbata aficionada, que se ríe porque la «confirmación» es algo que practican los niños traviesos, y nadie puede decir que eso sea sagrado. Con su pelo color limón y su maquillaje atrevido parece improbable no sólo que acuda a la iglesia sino también que planee algo más decoroso que una picardía para la mañana del domingo.

Pero cuando se levanta temprano e insiste en su súplica de la noche anterior, Aliosha se convence. Apresura la preparación del desayuno, repara el inodoro para que ella lo pueda usar y activa el motor del Volga. Reconfortada al comprobar que por fin la conducen a la dirección que ella ha dado, revela por fin cuál es su compromiso. Es día de elecciones, y ella se ha incorporado como voluntaria a la brigada de agitación y propaganda para movilizar a los electores.

Aprovecho la oportunidad para averiguar algo acerca de la infame «agitprop», repulsiva secuaz del terror en mis libros sobre totalitarismo. No, responde con voz pastosa, claro que ella no se ofreció para hacerlo. Como era la obrera más nueva de su fábrica de empapelados, le ordenaron que se inscribiera como voluntaria, le dijeron dónde debía presentarse. No, no sabía en qué consistiría su trabajo. Algo así como pulsar timbres y recordar a los camaradas que tenían el deber socialista de votar. ¿El candidato? ¿Qué candidato? Oh, aquél por quien ella trabajaba. ¿Qué quería saber de él?

—Para empezar, ¿quién es?

—¿Cómo podría saberlo yo? No me lo dijeron. Además, ¿qué importa? ¿Queréis que vuelva esta tarde?

 

La estrella. La vemos en una tienda de discos. Es la actriz soviética de más fama internacional, ganadora de premios en Carines, e igualmente conocida, en Moscú, por sus visitas a institutos psiquiátricos y su persistente ninfomanía. Es una chillona caricatura de sí misma en sus filmes extraordinariamente populares, y nos injuria desde el momento en que sube al coche.

—¿Queréis joderme? Muy bien, jodedme. Todos los machos quieren joderme. Pero bajaos y llamad un taxi. Un taxi decoroso, una limousine. ¿O acaso pensáis que voy a viajar en esta mierda, lamecoños?

El mes pasado vi por tercera vez el filme que la convirtió en un ídolo popular, y me conmoví tanto como la primera y la segunda. Representaba el papel de una muchacha de obsesiva pureza que pierde a su enamorado en la guerra. Ahora, rumbo al apartamento de Aliosha, exige cigarrillos y vodka.

—Cigarrillos occidentales, malditos. Y una botella para mí sola. Podéis joderme por el culo. Eso es lo que queréis, basuras. Pero traedme vodka Stolichnaia y no barniz para ataúdes, bastardos tacaños.

Con su aplomo un poco deteriorado, Aliosha compra dos botellas del mejor vodka y las sirve en el apartamento sobre una bandeja en la que reposan vasos relucientes. Ella estrella el suyo contra la pared y bebe directamente de su botella. Después de eructar ruidosamente, la baja a sus otros labios e inserta el pico, gruñendo con placer forzado como una ex diva. Más tarde bufa como un disco hilarante, vomita en el lavabo y nos maldice por haberle hecho beber alcohol desnaturalizado. Todavía en el paroxismo de las náuseas, exige champán.

La sexualidad, parodiada de un cabaret de Hamburgo, ha sido tan degradante que Aliosha y yo necesitamos dar un largo paseo por la nieve después de que ella se recupera lo suficiente como para partir. Al apearse trastabillando del Volga para enfilar hacia la entrada de un edificio de apartamentos reservado a los próceres del Partido y la cultura, nos advierte que nos denunciará a la policía por haberla seducido.

—Os enviaré a un campo de trabajo, hijos de puta. Vuestras tretas os costarán caras.

Ahora que ha encontrado a alguien capaz de competir con él, Aliosha parte como un asaltante de bancos en fuga.

—Te dije que vemos demasiados filmes —murmura—. Nos volvemos tan fantasiosos que no sabemos enfrentar los desafíos de la vida real.

Después de un descanso entablamos relación con dos empleadas de los archivos del correo, a quienes enganchamos un sábado por la tarde en una heladería. Dicen que el lunes deberán atestiguar en un juicio. Aliosha también estará en el tribunal ese día. Como se trata de un caso difícil —aparentemente el acusado y sus amigos georgianos desvalijaron y violaron a dos chicas rusas que se resistían a entregárseles— los padres le han prometido seiscientos rublos bajo cuerda. Pero estamos muy lejos de pensar en estos problemas porque, durante los parsimoniosos preparativos para la fiesta, exploramos los encantos que nuestras invitadas exhiben de buen grado. La mesa adquiere poco a poco su habitual aspecto caótico, mientras las dos chicas mordisquean aceitunas y juegan con el mono relleno de Aliosha.

—No tengo apetito —dice débilmente Alia, respondiendo al aroma de la carne asada.

—¿Tenéis buenos discos? —pregunta Olia—. Conozco a un chico que estuvo en Francia y vio a los Rolling Stones.

—La audiencia se celebrará a primera hora —musita Alla, mencionando de nuevo su compromiso del lunes por la mañana—. Si concluye en un par de horas, como dijeron, ¿tendremos que ir a trabajar por la tarde?

Aliosha y yo tragamos apresuradamente el resto de nuestra cerveza para poder lanzar dos simultáneas exclamaciones de asombro. El descubrimiento de que nuestras visitantes son nada menos que las víctimas de la violación, con quienes Aliosha se deberá enfrentar en la sala de audiencias dos días más tarde, nos cae como un mazazo. Habrá que cancelar la francachela: no se justifica sacrificar ni siquiera cien rublos por los favores de dos simpáticas pero absolutamente vulgares empleadas de correo... precisamente de esas que son capaces de besar y luego contarlo en el tribunal. A un abogado pueden expulsarlo definitivamente del foro por haberse acostado en la víspera del juicio con el principal testigo de la acusación.