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Aliosha mira tiernamente, como un payaso melancólico, a sus presas inalcanzables, quienes, ajenas aún a lo que sucede, distribuyen trocitos de arenque sobre grandes rebanadas de pan. Ni siquiera mi argumentación de que no todo está perdido para siempre —al fin y al cabo podemos invitarlas después de la audiencia, dentro de cuarenta y ocho horas que no serán insoportables— consigue disipar la congoja sensiblera de sus ojos. Estrujando a Alia por un lado y a Olia por el otro, pronuncia un discurso patético sobre las presiones demoledoras de la vida moderna, en la cual los crueles negocios «siempre» matan el placer.

Luego se somete a la lógica de su propia parodia.

—Qué diablos, algunos dicen que sólo se es joven una vez —exclama gozosamente, mientras libera una de sus manos para proponer un brindis—. Tenemos el deber de combatir las iniquidades de la tentación... que asumen la forma del miserable lucro. Quiero decir... Sea como fuere, dividamos por dos —palmea cariñosamente a cada chica entre las piernas—, y no son más que trescientos rublos por cabeza, ¿verdad, muchacho?

Esta es su forma de decir que quiere sacrificar el pago extra a cambio de los favores de Alia y Olia. La influencia de este loco derroche —seiscientos rublos son el salario de un obrero durante medio año— transforma lo que hasta ese momento había sido una juerga vulgar en una orgía fastuosa, y comunica a nuestras compañeras un aura de excepcional atractivo, como si fueran cal girls exorbitantemente costosas. Sé que Aliosha lo ha hecho en parte para enriquecer mi fin de semana. Ahora nada —y menos un placer que tanto nos ha costado— es para él solo. Todos los descubrimientos y los desencantos, todas las historias que cuenta cualquier nueva amiga, sirven para nutrir nuestra amistad. Y son ofrendas para apaciguar al omnisciente skuka, dios del Abrumador Aburrimiento.

Pasamos el fin de semana juntos, entre festejos y breves salidas. El lunes por la mañana, vamos al tribunal t Alia y Olia para declarar tal como ha quedado convenido, Aliosha para solicitar que le eximan de intervenir en el caso, argumentando —vehementemente, pues debe vencer la indiferencia del juez— que se siente personalmente comprometido porque estaba cenando en la mesa contigua a aquella donde se tramó la violación.

Bajo la tenue claridad de la tarde del lunes, Aliosha decide vender el nuevo samovar para pagar las deudas apremiantes que pensaba saldar con la fortuna georgiana. Pero no siente remordimientos por el fin de semana, ni siquiera ahora que ha concluido.

 

El mismo domingo en que Agitprop Tania contribuye a la movilización de votantes, Aliosha también cumple con su deber cívico. Para quitarse el mal gusto de la boca «antes de que estropee el descanso semanal», prefiere votar temprano. En el corredor de una escuela próxima a su casa, se aparta de la mesa de los funcionarios, donde le han entregado su papeleta ya marcada, y con el mismo movimiento la deja caer en la urna sin siquiera mirarla.

Me alejo deprisa porque presumiblemente no debo ser testigo de este espectáculo, y además temo que mi expresión me traicione. La misma vulgaridad de este fugacísimo rito de control totalitario lo hace más mortífero de lo que yo pensaba, y la mueca de Aliosha no oculta su humillación ni su asco.

—Una ciudadanía instruida sabe elegir con celeridad y determinación —comenta, en la escalinata de la escuela—. Descansa en paz; los resultados de la elección serán gratificantes. ¿Y qué hay de nuevo? ¿Kovo ebat budiem?

«Descansa en paz» es nuestra clave para designar el contenido insustancial de la propaganda. Deriva de la historia de un orador póstumo que despide al director de su fábrica cuando le están bajando a la tumba: «Descansa en paz, querido camarada; cumpliremos el plan.» Esta sátira contra la imagen tradicional de los líderes soviéticos, que despiden a sus «camaradas de armas» con discursos enérgicos, en los que prometen reforzar la inconmovible unidad del Partido y aumentar la productividad, nos trae el recuerdo del influyente padre de Edik, y telefoneamos al hijo pródigo desde una cabina. Pide que nos reunamos con él al día siguiente. Para que a sus amigas les excusen las ausencias al trabajo, Aliosha les consigue a menudo un documento donde se certifica que comparecieron como testigos en un juicio. Ahora Edik necesita esta certificación para una maestra que faltó dos días a clase porque estaba jodiendo con él.

Nuestra parada siguiente es la clínica donde trabaja una ex amante de Aliosha que le entrega certificados médicos, con el mismo fin, cuando sus secretarias de juzgado favoritas no están disponibles. La clínica forma parte de un inmenso complejo de oncología y medicina interna, pero Aliosha no revela qué asunto le trae aquí, e incluso dice que será mejor que no entre con él.

—Con mucho gusto, hombre2 ¿Qué atractivo puede tener una clínica para cancerosos en domingo?

—Los médicos jefes están ausentes y a las camaradas enfermeras les gusta hacer travesuras. La calefacción funciona. Volveré enseguida.

Pero tarda una hora, está demacrado cuando reaparece —saliendo de otro edificio— y se disculpa con extraña formalidad.

—¿No estás enfermo, verdad, señor? 3 —pregunto.

—Enfermo de invierno. Iremos un rato a casa. Preparare sopa.

Mi favorito es un caldo hecho con setas salvajes, secos. Empezamos a revolver cuando llaman a la puerta. Abro y me encuentro con una mujer adornada con una sonrisa estereotipada y que lleva un abrigo sucio. Creo reconocerla. Es Aksiona, nuestra amiga de la estación de ferrocarril, la que había desaparecido.

—Lo sé. Necesité armarme con todo mi valor para volver a enfrentaros. Pero os explicaré todo. ¿Puedo entrar?

Devora las sobras junto con la sopa y no explica nada pero nos pide veinticinco rublos prestados. Después de amonestarla severamente por robar a los individuos cuando tiene un Estado inmenso a su disposición, Aliosha le entrega trece rublos en billetes de uno. Aksiona se da un largo baño, más al comprobar que sus favores no están muy solicitados, se va con la promesa de regresar «cuando sienta que puedo contarlo todo».

Nos tendemos juntos sobre la cama, para descansar. Los cartapacios que contienen los últimos casos de Aliosha rematan pilas de otros papeles menos importantes dispersos por todas partes, y como siempre, hablamos en voz baja porque la mitad de nuestros temas —trueques de dólares por rublos, mis posibilidades de conseguir «Pall Mails» y un libro de Siniavski para unos conocidos de Aliosha, los problemas de Palestina y de las chicas— son tabúes o ilegales. Ahora estas conspiraciones forman parte de la espontaneidad. La extraña paz que experimento, a pesar del temor subyacente, cuando sucumbo en el limbo de ser Tonto en compañía de él, el Llanero Solitario, se intensifica los domingos. He puesto fin a la simulación de que trabajo en la biblioteca, y esto me produce un gran alivio. Ahora es posible que las autoridades me expulsen por haber abandonado los estudios, o con cualquier otro pretexto. Tanta más razón para pasar aquí mis horas contadas.

Enciendo la radio y sintonizo una selección de canciones folklóricas oh-tan-rusas, en el arreglo superpatriótico de un coro provinciano.

—Música para acompañar la votación —comenta Aliosha secamente, y conecta la cinta de Ray Charles para «interferir» esta jornada electoral.