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Nuestro plan consiste en pasar el resto del día disfrutando del clima más apacible —el viento esparce el sabor de la tierra que destila jugos debajo de la nieve— con una caminata por la campiña, pero Aliosha quiere consultar antes a un colega acerca del caso de un camionero a quien defendió, y que fue sentenciado a ocho años por homicidio a raíz de un accidente de tráfico. Aliosha se resigna habitualmente a los errores de la Justicia, pero le apena la suerte del condenado. Éste no sólo era inocente sino que: aceptó sin una palabra de protesta que los jueces desalmados lo arruinaran. Aliosha ha pasado meses presentando apelaciones y peticiones de indulto, siempre por iniciativa propia, porque la esposa del detenido no puede distraer un soló kopek del magro ingreso que reúne dificultosamente para mantener a sus hijos. La última esperanza recae sobre el Tribunal Supremo, y puesto que todos los fallos anteriores han menospreciado su cúmulo de evidencias técnicas, quiere preguntar si sería conveniente contactar con uno de sus miembros... consulta ésta que no es aconsejable formular por teléfono.

El anciano abogado nos recibe en su apartamento. Después de la entrevista vamos en el Volga hasta un mercado campesino, donde Aliosha compra un pollo para hoy, cordero para mañana y, no obstante mis protestas, un puñado de tomates a un precio desorbitado.

—Basta de fanfarronadas. Sé que los yanquis no aguantan mucho sin hortalizas frescas y goma de mascar.

Son las tres y no hemos hablado de las mujeres para la noche. Una dependiente de guardapolvos blanco —que en circunstancias normales habría sido una presa perfecta— pasa inadvertida.

Subimos al coche, y después nos apeamos inmediatamente porque no hemos hablado del G. N.: los iconos. Sin levantar la voz, y manteniéndonos a una distancia razonable de los oídos indiscretos, recorremos la vieja empalizaba que oculta el mercado y su chocante espectáculo. El miedo me excita y al mismo tiempo me hace desfallecer. Calculamos nuestro capital, planeamos y verificamos nuestros movimientos, y ensayamos toda la operación, tal como lo hicimos ayer y anteayer.

—...sí, pero verdaderas obras maestras, ¿eh?... hay más falsificaciones que delatores...

—...conoce intermediarios en los monasterios. Es un sacerdote adicto al vodka; en una oportunidad le defendí...

—...sigue siendo el paso crucial. Tengo que llegar a esa valija diplomática...

—...solamente tres viajes... algo más seguro que un turista; han empezado a registrarse en serio... obtendríamos cincuenta m2 dólares, ¿o libras?, en Londres...

Volveré a Moscú e introduciré de contrabando la suma que le corresponde a Aliosha. Cuanto más ganemos en la primera operación, mayores serán las probabilidades de comprar piezas de museo para una «segunda remesa», y mayor será nuestra fortuna definitiva. Pero si no puedo regresar, por lo menos uno de nosotros será rico.

—El que debe serlo, muchacho. No es lógico vivir en un régimen capitalista sin capital... Además, ni siquiera todos los millones de Rockefeller bastarían para cambiar mi' estilo de vida ni mí... eh... domicilio. Tú eres la nueva generación, tú necesitas el caudal .

Dentro de mí, una voz se regodea con la perspectiva de estás riquezas malhabidas. Cuando vuelva a casa —sin Aliosha, sin futuro, sin intereses siquiera, apto únicamente para la nostalgia por ésta, mi gran aventura— estaré solo. Seré distinto de todos. La suma global será mi compensación. La invertiré bien y viviré como un Aliosha en Nueva York...

Sin embargo, él ensueño no hace más que intensificar mi desconfianza por el futuro. En el fondo del alma sé que algo saldrá mal, y además, ¿cómo podremos reunir diez m2 rublos para pagar una pieza de museo, si tenemos que vender un harapo para poder comprar la comida y la bebida de mañana? Los G. N. son puro escapismo... ni siquiera son una auténtica expresión de un deseo, porque en última instancia ni Aliosha ni yo queremos ser ricos. Lo que sí queremos es hacer algo fastuoso él uno por el otro, y coquetear juntos con el peligro, en el proceso. Sus riquezas y las mías serán el único vínculo que nos unirá cuando yo esté en casa y él esté aquí, con un mundo entre los dos. Entretanto, procuramos elevar la conspiración a la altura de un objetivo filantrópico.

—No te apresures a vender. Tal vez convenga un coleccionista privado en lugar de las subastas. Ahí es donde debe intervenir tu sentido común... Recuerda que ellos cuentan con el pánico y la confesión. Si fallara algo, nos atendremos estrictamente a nuestras historias.

—Correcto. Y no sueltes esos libros de arte. Hasta que encontremos las mercaderías justas, todas serán ilusiones vanas. ¿Qué te parece si vamos ahora mismo al museo? No, será mejor que no nos vean juntos...

Con las provisiones bien guardadas en el maletero, nos queda una agenda reducida— de diligencias dominicales. Visitamos una tintorería, para que Aliosha tenga su traje listo por la mañana. Pasamos fugazmente por la casa de Volodia Z. para admirar su nuevo cachorro boxer.

Pero nos olvidamos del resto, y Aliosha no asiste a la conferencia sobre el código de circulación, a la que un polizonte vengativo le ordenó que concurriera como castigo por haber cruzado una línea de demarcación, la semana anterior. Es que el cielo se ha despejado súbitamente y ha asomado un temprano sol dé primavera. Abandonamos todo y emprendemos la habitual carrera hada los grandes espacios abiertos. El aire renovado es tan importante, por lo menos, como la renovación de los militantes.

En las primeras semanas de nuestra relación, cuando yo aún visitaba la biblioteca, Aliosha deploraba el «pesimismo» que me inducía a permanecer dentro del sombrío edificio aunque brillara él sol.

—Desperdiciar semejante oportunidad es un delito contra la ley consuetudinaria —gemía apenas se insinuaba el comienzo del buen tiempo.

Y yo me reía de ese orden de prioridades pueril, hasta que adopté su escala de valores y empecé a venerar cada hora radiante como si se tratara de un don personal.

—Cuando asoma el sol, escucha la llamada del deber. ¡Pronto, a la campiña!

Después de nuestra tardía movilización, elegimos el parque más próximo que nos parece razonablemente libre de multitudes dominicales. Allí el sol se refleja sobre un millón de gotas de nieve derretida. No obstante el cieno que se introduce en los zapatos de Aliosha, caminamos durante horas por senderos sinuosos y conversamos acerca de una ex amante elegida pata un papel estelar, y acerca de otra cuyas confesiones indiscretas a un periodista holandés la llevaron a un instituto psiquiátrico, y acerca de nuestro plan de casamos con dos hermanas que trabajan en la planta de electricidad para que yo pueda invitarle a él, como pariente, a visitar Nueva York. Admirado por mí «hazaña», Aliosha me interroga acerca de la forma en que recorrí Europa, durante unas vacaciones de verano que me tomé en la Universidad, sin guías y sin rutas previamente programadas. Hemos enfilado hacia el coche cuando se oye un gritó:

—¡Aksionov! Eh, Aksionov... Mi Dios, ¡eres un espectáculo!

La mujer que corre detrás de nosotros como un ganso despavorido también es un espectáculo. Hace un cuarto de siglo, cuando pesaba veinte kilos menos, fue la favorita de Aliosha. durante un invierno. Ahora es abuela: éste —descubre la carita arrebujaba del bebe que lleva en brazos— es el hijo de su hija. ¿Alguien podía imaginar que la vida pasaría tan pronto?

—Es estupendo verte —exclama Aliosha—. Tanechka querida, no has cambiado en absoluto.

Exultante porque la han reconocido, Tania, que ese es en verdad su nombre, comenta que ha seguido el progreso amatorio de Aliosha a través de los rumores, y advierte que ella misma estudia la posibilidad de hacerle una visita para «reavivar» viejos recuerdos. Satisfecha consigo misma, se aleja con la criatura.