El fresco de la tarde y nuestro apetito por el pollo del mercado nos hacen sentir ansias de volver al apartamento. Pero al acercamos al Volga vemos un coche negro aparcado veinte metros más atrás: se trata de uno de los equipos de la KGB que nos signen ocasionalmente, en virtud de un plan que no alcanzamos a comprender. Esta pareja está somnolienta, sin duda porque tiene la calefacción al máximo, y Aliosha simula ejecutar un movimiento torpe para hacer sonar su bocina mientras se instala en el asiento.
—Hola, queridos... he aquí a los buenos chicos, no, quiero decir los elementos sospechosos —parodia, en dirección a los agentes corpulentos.
Entre los aires de una canción patriótica, que tiene por objeto anestesiar el micrófono, me susurra que si nos fuéramos sin ser vistos merodearían por el apartamento durante una semana.
—El hecho de que a nuestros sabuesos no les guste ser burlados presta una contribución maravillosa al bien común. La nación aguza su ingenio, porque está obligada a aprender a comportarse más estúpidamente que ellos.
Cuando nos detenemos para telefonear a Gacela Galia, Aliosha abre con el pie la puerta de la cabina, para que las expresiones exageradas de sus embelecos y arrumacos sean más visibles. Así les demuestra patentemente a los detectives que está hablando con una chica y no con espías extranjeros.
Galia no está en casa, pero ha tomado el teléfono su hermana menor.
—¿Qué has dicho? —exclama Aliosha, quien intuye que su cháchara lisonjera está a punto de dar un nuevo fruto—. Pero tal Vez te sientes como si tuvieras dieciséis. ¿Qué importa un año entré viejos amigos? En las partidas de nacimiento se cuelan errores, ¿sabes? ¿Qué podemos hacer entonces, Natashinka? Esperaré.
Mientras le miro maniobrar, pienso en sus cualidades inimitables. Estoy convencido de que cuando la quinceañera Natasha llegue, el año próximo, a la mayoría de edad para cuestiones sexuales, Aliosha se acordará de llamarla, después de haber tenido cien amoríos y de haber realizado mil diligencias. Y entre esas cualidades inimitables también se cuentan su generosidad impulsiva con los rublos prestados y la autocaricatura que hace de él una metáfora de la humanidad transitando por su eterna ruta, y la nariz de mascota y su cuerpo ligeramente esmirriado... que le confiere a su donjuanismo un toque ligeramente cómico.
—La Madre Naturaleza no quiso que todo fuera perfecto—suspira, cuando contempla sus defectos en el espejo—. Incluso el sol tiene manchas.
También me interrogo introspectivamente porque no quiero; engañarme respecto de él. ¿Me sentiría igualmente conmovido por su hospitalidad si no fuera porque pocos rusos se atreven a invitarme aunque sólo sea por una noche? En fin, ¿lo que le agradezco es, en verdad, su aceptación... o el hedió de que ésta me haya dado la contraseña para abrir las puertas secretas de la vida rusa? ¿Esta amistad se habría materializado, o el mismo Aliosha se habría gestado, en otro país, o todo es un producto exclusivo de un lugar donde la atmósfera está cargada de lobreguez y fatalismo, y donde día tras día debemos consagramos a nosotros mismos y a nuestros intereses particulares? En otras palabras, ¿Alexei Aksionov es un neto fenómeno de la naturaleza, o es uno de esos hombres que revelan más que cien individuos medios acerca de la vida común?
¿Es raro o lógico que mi mejor amigo sea ruso, y que a siete mil quinientos kilómetros y a un eón político de Nueva York, me sienta como en mi casa? Me formulo estos interrogantes. Y no puedo decidir si el derrumbe de mis planes es la razón de qué le necesite a él como personificación de la salud y el dinamismo; o si él fue el culpable de mi colapso académico. Él, que me hace sentir como si estuviera presenciando un filme de deudas naturales acerca del milagro de la creación y la energía vital.
Todo se agolpa: sus cualidades, aquellas cualidades mías que responden a su franqueza protectora, la relación entre estos aspectos personales y lo que Rusia da y quita. Cuando sea un veterano, lanzando miradas retrospectivas, completaré las ecuaciones. Mientras tanto, teniéndolo cerca, no debo preocuparme por lo que seré o lo que haré. Sé que cuando me ataque la morriña, él lo abandonará todo para venir a buscarme a la puerta de la Universidad, No importa que su remedio clásico —una tarde de orgía— sea cada vez menos eficaz. Si lo que deseo es una distracción intrascendente, estará dispuesto a soportar incluso un documental de televisión. Si le pido que esta noche haga indagaciones acerca de algún secreto de Estado o me lleve a Siberia, llenará el tanque de gasolina y se pondrá en marcha. (Ya ha elaborado planes para obtener microfilmes de ciertos folletos jurídicos revolucionarios que descansan en un archivo cerrado. Es el material que necesito, afirma, para redactar rápidamente la tesis que debo completar, aunque de todas maneras los iconos me harán rico.) Poco importa, también, que cuando yo ejecuto alguna faena él forme una gran alharaca por mi habilidad para sobreponerme a la vida rusa: cuando me ve completar una llamada telefónica o abrirme paso hasta el mostrador de los licores antes de la hora de cierre, exhibe una sonrisa de orgullo y afecto... así como celebra con grandes carcajadas mis chistes menos inspirados. Al margen de todo lo que pueda haber de incompleto en él, su rasgo sobresaliente de afecto indiscriminado e incondicional es lo que faltaba en mi educación moderna: Aliosha está comprometido conmigo, no con lo que yo hago o sé.
Sí, le amo en última instancia, porque él me ama a mí. Los Otros atributos, incluido su ápice de genialidad chaplinesca, vienen por añadidura. Mañana no iremos a Siberia, claro está, sino que daremos vueltas y vueltas en aras de nuestra francachela permanente. Nuestras limitaciones y autoengaños nos acompañarán, pero de todos modos nos sentiremos tan libres como los heroicos vagabundos de John Dos Passos. Si a una determinada tienda especializada ha llegado la primera partida de langostinos de primavera, me homenajeará hirviendo una olla llena, para qué después los devoremos por docenas regados con la mejor cerveza. Sobre la mesa descansará la tapa del cubó de una rueda de coche, llena de naranjas inhallables, porque una vez, presa de un resfriado espantoso, comenté que echaba de menos los cítricos. Después de entregar el certificado médico para la «novia» dé Edik, me llevará a un funeral —de un jerarca del Partido, para que haya más pompa— sólo porque me aguijonea la curiosidad.
Le regalaré un jersey japonés con cuello de cisne que compré en una tienda donde se paga con ’ divisas fuertes, y él se lo pondrá inmediatamente, según su costumbre, y no usará otra prenda hasta que esté llena de agujeros. (Después de lavarlo volverá a ponérselo sin que se haya secado por completo, pero seguirá siendo invulnerable al frío y a la epidemia de gripe.) Cuando le siga la pista a una nueva damisela intentaré disuadirle... no porque yo no la desee también, ni porque su actual agenda esté llena de números de teléfono a los que no hemos tenido tiempo de llamar, sino porque las medidas necesarias para acomodar a una tercera persona abrirían una mínima brecha entre nosotros. Pero si la chica prefiere pasar una hora a solas conmigo, o si yo quiero disfrutar de un momento de intimidad con ella, Aliosha buscará una excusa para salir del apartamento, informándonos qué es lo más tentador que hay en la nevera y disculpándose por las sábanas sin planchar.
Mientras espero un autobús que pasa cerca del apartamento, a menudo las penumbras se iluminan con imágenes de lo que aguarda. Me dará la bienvenida, me alimentará, me entretendrá con frases en clave —«¡Descansa en paz, camarada, cumpliremos el plan!»— y con nuevas historias. Las chicas, que parecen las actrices secundarias de un filme de espías se sentirán impresionadas por mi estatura tan poco rusa y mi vestuario y se acostarán conmigo sin poner objeciones. El hedió de que ésa pueda ser la tarde en que hará su irrupción la KGB sólo sirve para intensificar mi excitación. Él hedió de que Anastasia pueda enterarse de nuestras juergas la intensifica aún más, aunque ya no sé si esto es bueno o malo. Al día siguiente, experimentaré el placer de no hacer nada, en un estado de agotamiento total... En la parada del autobús, la congelación despeja el aire, pero cuando respiro profundamente al divisar el vehículo, la ansiedad me produce vértigos, como si mis pulmones se estuvieran llenando de incienso.