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A veces acuden a uno de los bailes de los sábados que se celebran en homenaje al Día de la Amistad Soviético-Birmana, al quincuagesimoquinto aniversario de la Liga de la Juventud Comunista y a otras efemérides análogas de connotación revolucionaria o pacifista y amistosa. La velada comienza en el auditorio principal con discursos políticos, manifestaciones de gratitud de los estudiantes asiáticos y africanos por la magnanimidad de la política exterior soviética, discursos de académicos que citan las últimas metas de producción —¡hacia 1977 se triplicará la fabricación de cemento!— y la repetición de las consignas políticas vigentes, que corre por cuenta de un profesor de literatura. Después llega el plato fuerte, programado en el salón central del edificio, que con sus columnas y su suelo astillado me recuerda la descripción que hacían mis padres de sus bailes de los años 30: una numerosa y torpe orquesta estudiantil que interpreta fox-trots antiguos, muchachos y chicas que exhiben su mejor vestuario dominguero —vestidos purpúreos y corbatas con hilos metálicos— y centenares de parejas que se mecen casi al compás de la música mientras multitudes de jóvenes solitarios intercambian miradas de un extremo al otro del recinto.

—No está mal, la del cinto.

—¿Lo dices en serio? Es más espantosa que la guerra.

—Y complaciente. Le encanta entregarse.

Después de pasar toda la tarde planchando sus blusas y lavándose el pelo, Raia e Ira aparecen menos atractivas que la mayoría de sus compañeras, y se trasladan rápidamente a un rincón. Allí conversan animadamente acerca de los mismos temas que las ocupan durante todo el día, y durante toda la semana, y el tono que emplean también es el mismo. Después de bailar la una con la otra media docena de veces, salen juntas, tomadas del brazo. ¿En los Estados Unidos hay todavía muchachas cómo estás? ¿Jóvenes feas pero afables, que mientras esperan encontrar marido no pronuncian una sola palabra de desaliento, ni se quejan, ni dan, por supuesto, muestras de agresividad? Siempre me siento excesivamente turbado para agradecerles, como me gustaría hacerlo, que muestren su verdadera personalidad, sin afeites.

El hecho de que Masha se entienda maravillosamente con ellas demuestra claramente que los polos opuestos se atraen entre sí. Raia e Ira salen temprano para asistir a clase, tomadas de la mano, y hacen un alto en el camino para desayunar en la cafetería un bollo y un vaso de café lodoso. Masha, en cambio, duerme, si puede, hasta las once (a pesar de que una regla estricta, reforzada por complejos mecanismos destinados a hacerla cumplir al pie de la letra, estipula como obligatoria la asistencia a todas las clases). A continuación Masha golpea mi puerta, bostezando y con la cara abotargada por haber dormido demasiado, y cuando Viktor está en clase entra a desayunar con Nescafé y un cigarrillo norteamericano. Despide un olor fuerte, agrio, que proclama quién es ella en verdad —la hija de un minero— y qué tipo de comidas, muy condimentadas, son las que le gustan ingerir. Se trata de un aroma desconcertante para una persona criada entre el Colgate y el Arrid. Sus pechos, rematados por anchos pezones purpúreos, oscilan pesadamente bajo la gasa del camisón. Masha estudia Geología y es mi amiga rusa más antigua. Dice que cuando era joven le encantaba hacer el amor. Ahora le resulta indiferente hacerlo o no, sin ninguna preferencia personal. El mes que viene cumplirá veinte años.

El día en que Masha y yo rompimos el hielo como vecinos, me habló de su primer amor. Muy desarrollada desde el punto de vista físico, era por lo demás una escolar de uniforme y trenzas, cuyos conocimientos provenían de las novelas castas y de las fantasías de sus condiscípulas. Soñaba con los romances, pero más aún con la Ulanova y la Plisetskaia, porque asistía a una escuela superior especializada en ballet. (¿Masha bailarina? ¿Con esas nalgas caídas y los muslos rusos haciendo juego? Sus fotografías de los dieciséis años, o sea de la época en que sucedió eso, muestran que ya había adquirido su turgencia femenina y que poseía unos miembros inferiores más aptos para esquiar a campo través que para aparecer en escena. Sin embargo, sus profesores le aseguraban que tenía condiciones.)

Estudiaba en Perm, su ciudad natal, centro fabril de los Urales centrales que está vedado a los extranjeros debido a la existencia de industrias bélicas e instalaciones militares. En estas ciudades «prohibidas», la policía secreta desempeñaba un papel mucho más importante que en el resto de Rusia, lo cual equivale a decir que dicho papel es realmente de primera magnitud. La KGB vigila atentamente todos los aspectos de la vida municipaclass="underline" los caminos que conducen a la ciudad, los aeropuertos, calles y plazas, y todas las instituciones de esas mismas calles y plazas. El cuartel central para el numeroso personal que debe ocuparse de estas actividades polifacéticas se hallaba instalado en un enorme edificio, a unos cincuenta metros de la escuela de Masha.

Contaba con una cafetería para el personal, desde luego. Todas las instituciones soviéticas tienen una cafetería en el subsuelo, y ésta es una de las muchas razones por las que las ciudades están tan desprovistas de restaurantes para los ciudadanos particulares. Cuando la cafetería del cuartel central fue clausurada porque había llegado el momento de repararla y pintarla, varios agentes de menor jerarquía se dirigieron, para almorzar, al edificio vecino, o sea a la cantina del teatro de ópera. Un día, la clase de Masha, que había estado ensayando para un recital en el escenario del teatro, también se quedó a comer allí. Y cuando la adolescente lozana, con el rostro congestionado por las piruetas, formaba fila frente al mostrador, se le aproximó un hombre joven que, empero, no le pareció en absoluto joven a la muchacha de dieciséis años. Era el más guapo de los agentes.

—Tienes un formidable par de tetas, chiquilla... y un culo divino. ¿Quieres que esta tarde probemos cómo funciona?

No era la primera vez que Masha oía semejantes palabras. Como la mayoría de las muchachas criadas en la ciudad, se había acostumbrado muy pronto a las propuestas y las obscenidades que siseaban los gandules instalados en los patios y callejones. Pero ningún hombre le había mirado jamás a los ojos mientras mencionaba sus partes pudendas. ¡Y menos un hombre tan simpático, de pelo rubio y bien peinado y de rostro franco! ¿Por qué le hablaba así? ¿Acaso suponía que ya había dejado de ser virgen?

Masha se ruborizó violentamente y se preguntó dónde podría esconderse. Pero entonces sucedió algo totalmente inesperado y aún más agradable: él se sonrojó igual que ella. Era obvio (le explicó él más tarde) que se había equivocado al juzgarla, y lamentaba su insulto. Al principio ni siquiera había estudiado su rostro... sólo el cuerpo, que ciertamente parecía con edad y experiencia suficiente para ensayar actividades en la cama.

Siempre intrigado, él adoptó una estrategia totalmente distinta. Le llevó la bandeja hasta la mesa, y se retiró inmediatamente para no abochornarla delante de sus amigos. Se apartó de sus amigos, la esperó fuera de la cantina y la persuadió para que se reuniera con él después de dase. La acompañó hasta la casa de ella, y la hizo reír en el trayecto. Trascurrió una semana antes de que se acostaran juntos: siete días y tardes de flirteo plácido, de incitaciones, de apaciguamientos y buenos ratos, poblados de todos los filmes y comidas en común para los que encontraron tiempo. Para entonces él sentía ya gran aprecio por ella, y ella, es superfino aclararlo, le amaba apasionadamente. Era un individuo muy sociable, apreciado por los jóvenes prósperos de la ciudad, entre otras cosas porque tenía un nutrido repertorio de anécdotas políticas. (¿Un agente de la KGB que bromeaba acerca del sistema soviético? Sí, y menos improbable que las ambiciones de danzarina que alimentaba Masha.) De carácter cautivador y excepcionalmente enérgico, bebía poco, gastaba con prodigalidad y trataba a Masha con ternura y respeto.