Выбрать главу

No obstante mi fascinación por todo esto, me sentiré igualmente dichoso si no aparece una chica y salimos solos a dar nuestro paseo nocturno. Apenas me quedan unos pocos meses en Moscú. ¿Quién habría adivinado que un período de tiempo, pata pasarlo juntos, podría ser tan tentador como unos pechos y unos muslos complacientes? ¡Qué suerte loca la mía por haberle conocido!

5

 

ANASTASIA

HACIA tres semanas que yo había llegado a Moscú cuando la vi por primera vez. Ella viajaba en la parte trasera de un autobús que se había detenido en la Lenin Prospekt y al que me disponía a subir. Eran poco más de las nueve de la mañana, y él autobús estaba lleno como la rampa de un corral de ganado... cosa que, entre paréntesis, les sucede a muchos de ellos a cualquier hora del día. Y en medio de la multitud de talantes solemnes que la rodeaban, de rostros curtidos por el clima y los tiempos difíciles, por demasiadas patatas y la carencia de éstas, el de ella era un junquillo. Esto parecía tanto más extraño en el oprimente otoño ruso, pero lo primero que cruzó por mi mente fue la imagen de un junquillo. Era un rostro relacionado con todo lo que florecía en primavera: blanco, dorado, terso, limpio. Y sus ojazos tenían una mirada ligeramente atónita, como si el descubrimiento de la feminidad hubiera despertado en ella el ansia de hallar deleites similares en el estúpido bulevar.

Casualmente yo llevaba en la mano un delgado volumen de poesía lírica, comprado no para disfrutar de los versos —entonces mi dominio del ruso no me permitía disfrutar de semejantes placeres— sino para emular a mis colegas más decididos que se esmeraban por acopiar bibliotecas personales de literatura clásica. Cuando el autobús se detuvo patinando y sus puertas se abrieron con un crujido, la presión de la muchedumbre hacinada expulsó a varios cuerpos. Sólo dos de entre las docenas de personas que esperaban delante de mi consiguieron subir, abriéndose paso a empujones. Entonces la muchacha se volvió hacia sus gruñidos y le llamó la atención la joto del joven y amado Esenin que ilustraba la sobrecubierta de mi libro. La miró, luego me miró a mí, e hizo un mohín pícaro que sugirió: «Arrójame tus poemas de amor, si te atreves.»

Cuando las puertas se estaban cerrando violentamente, lancé el libro por encima de los sombreros raídos y las cabezas hirsutas. Ella levantó ambos brazos por encima de la triturante marea y lo cogió, riendo por su éxito. Mientras el motor roncaba, preparándose para la partida, ella fijó sus ojos en los míos y sonrió. El mazapán de la dulzura y la provocación desencadenó dentro de mí un estallido de felicidad, atemperado sólo por la necesidad de recordar dónde había experimentado anteriormente su fuente. Para mayor exultación, lo recordé. «Y de pronto —decía él texto de Bulgakov que habla leído en el avión, y que describía cómo el Maestro había visto a Margarita por primera vez entre una muchedumbre de Moscú—, de manera totalmente inesperada, comprendí que durante toda mi vida había amado precisamente a esa mujer. Vaya broma, ¿eh? Ustedes dirán que estoy loco, por supuesto».

Durante toda mi vida, había soñado con encontrar a mi desconocida y estar a la altura de la ocasión. Ella se había comportado tal como lo estipulaba mi guión.

Las advertencias de la embajada acerca de los peligros que entrañaban las mujeres sólo sirvieron para intensificar mi júbilo. Si me habían seguido durante las primeras semanas de mi estancia en Moscú, ¿semejante conducta resultaría peligrosa en mi expediente? ¿Había violado alguna ley municipal? En diversos lugares se exhibían largas listas de reglas para el empleo de los medios de transporte público, y a veces los policías de tumo sacaban del metro a los transgresores involuntarios. Pero no había a la vista ningún uniforme gris de la policía, y una adolescente que lucía la indumentaria azul más clara de la escuela de segunda enseñanza me saludó con un gesto comprensivo. En la sombría aglomeración de la parada de autobús, nadie permitió que mi éxito alterara las preocupaciones de esa mañana de trabajo.

Me abrí paso hasta el autobús siguiente, y defendí mi puesto junto a la puerta con la insensibilidad propia de un veterano. Ya había observado la costumbre varias veces: cuando los rusos son separados por una multitud o por un conductor vengativo, el que ha subido al vehículo espera en la parada siguiente al amigo que ha quedado abajo. Generalmente esta parada estaba setecientos metros más adelante, y hacia ella enfiló mi espasmódico armatoste a velocidad exasperante. Yo no estaba en trance; ni tan aturdido como para no lamentar el hecho de no haberme puesto una camisa más elegante. Pero todavía era presa del acceso de instinto puro, que disolvía casi todas las dudas acerca de mi identidad y de lo que hacía en esa latitud y longitud. La contemplación por fin de mi imagen ancestral de la mujer bella y sin embargo natural, bastaba para explicar mi decisión de venir a Rusia, que anteriormente me había sorprendido incluso a mí. Mi ternura se extendió a todos los pasajeros del autobús. Apretujados en una masa ininterrumpida de carne, respirando un aire humedecido por las ropas viejas y las exhalaciones, se comportaban con indulgencia y dignidad rusas. Amaba a todos mis compañeros de viajé,

Pero la razón de mi dicha no esperaba en la parada siguiente. No sé encontraba entre ninguno de los enjambres humanos que esperaban a los diversos autobuses y tranvías que pasaban por allí, ni en la placita situada frente a la boca del metro. Era una cálida mañana de septiembre. Recuerdo haber visto manchas de sudor en los sobacos de las blusas de zaraza mientras inspeccionaba las colas alineadas frente a los quioscos donde vendían tarjetas postales, uvas y toscos tarros de crema fría. Una robusta matrona que ofrecía kvass al pie de un camión-cisterna dijo que no había visto a nadie que respondiera a esas señas; un hombre al que le faltaba una pierna estaba demasiado borracho para contestar. Me asomé al interior de una pastelería y de una maloliente pescadería situadas del otro lado de la plaza, y después corrí hasta el fresco vestíbulo de mármol del metro para echar una segunda mirada a las personas que tenían concertadas citas debajo de un recargado mosaico de la época de Stalin. Quizás ése era el juego de ella. O de las jóvenes rusas en general. Pero si y ó había imaginado su gesto, ¿por qué había cogido el libro?

Entonces comprendí. La chica, avispada, había vuelto a la parada de nuestro encuentro. Tardaría menos tiempo si corría que si esperaba otro autobús. Pero llegué demasiado tarde. Guando abandoné la búsqueda en el lugar de la parada original, ya había transcurrido casi una hora desde el momento en qué tíos habíamos visto por primera vez. Consagré otra hora a viajar hasta el fin del recorrido y a explorar los patios de la vieja Universidad y los puntos de acceso a la Plaza Roja. Me senté en un banco y evoqué el prisma de su mejilla.

A la semana siguiente, estuve en nuestra parada a las nueve de la mañana. Pero no encontré su rostro luminoso ni su figura cimbreante. Había visto justo lo suficiente para saber que mi mujer existía realmente. Aquélla cuyo pañuelo de cabeza podía ser un trapo campesino Ó un elegante cuadrilátero de seda; aquélla cuya belleza era tan natural que nunca nos atascaríamos en el intelectualismo o la simulación. Aquélla que, di igual que yo, era diferente, y que me habría ayudado a ser especial di tiempo que ponía fin a mi soledad.