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Se llamaba Anastasia. O Nastia, Nastenka o Nastiusha, según el lugar y el talante. Pero fue la única muchacha rusa que habría de conocer cuyo nombre completo le cuadraba mejor que cualquier diminutivo.

 

—Necesito mear —anuncia, y crispa los dedos en torno de mis muñecas como un esquiador lo haría en torno de su bastón.

Su voz refleja irritación, desesperación, incluso acusación. No le basta con comunicarme su necesidad; también debe quejarse de ella. Seguramente alguien tiene la culpa por el agravio de esa incomodidad.

—Aquí dentro, deprisa. Ponte delante por si entra alguien —agrega.

Me arrastra hasta el patio interior de un edificio de apartamentos, cerca de Arbat, en un barrio comercial muy concurrido. El rumor oceánico de las muchedumbres vespertinas que marchan sobré él cieno de la nieve derretida llega desde una distancia de pocos metros, y estoy nervioso. Anastasia ya se ha desahogado antes en lugares poco habituales, pero éste es demasiado público. Retorciéndose de impaciencia, interrumpe mis objeciones.

—No vale la pena preocuparse, mi potro. Tardaré soló un minuto.

Y en verdad, termina antes de que aparezca alguien en el transitado patio. En cuclillas detrás de un cobertizo, emite un gorjeo para acompañar el siseo del líquido y se pone en pie para ajustar sus ropas... todo en veinte segundos. Luego echa una mirada posesiva a la evacuación: una mancha de color limón aún humeante sobre la nieve.

Seguimos caminando por Arbat, y percibo su exultación. Ha triunfado nuevamente: ha sentido una necesidad, la ha proclamado y la ha satisfecho en el acto. Y se ha salido con la suya, ha desafiado al mundo y sus mezquinas convenciones. Luciendo su sonrisa yo-soy-yo, se recuesta contra mi brazo y examina los escaparates de las tiendas, atenta a los toques de color en medio del gris.

Esta es la cualidad que más amo en ella, y que temo en igual medida. Nunca ha conocido realmente el remordimiento y no le hace falta la aprobación ajena. Le basta con expresar su espíritu auténticamente libre... y con sentir que yo la amo. Es un clisé sólo porque su excentricidad ha hecho que muchos la imaginen: una hembra que no es otra cosa sino lo que parece ser.

Por término medio, Anastasia debe evacuar la vejiga cada hora cuando está a la intemperie y en todos los entreactos del teatro. La necesidad se torna urgente un minuto o dos después de haberse manifestado, y su quisquillosidad agrava el problema. Siente náuseas con sólo ver una letrina pública inevitablemente inmunda, y se niega a entrar en ella. Una vez se introdujo corriendo en un conocidísimo edificio municipal, encontró un corredor vacío en un piso alto, y utilizó un rincón oscuro. Es imposible determinar hasta qué punto su compulsión es el producto de una necesidad puramente física, por contraposición al refinamiento de los instintos que tanto valora. Esta es la imagen de sí misma que le gusta y cultiva: una hija de la naturaleza, hostigada por poderosos apremios naturales y por los ridículos obstáculos con que la sociedad dificulta su satisfacción: falta de cafés, de filmes de Fellini y de paté foie. Al margen de que los caprichos sean reales o no, Anastasia es agudamente sensible al efecto que producen.

—El frío hace orinar —afirma.

Así me explica su conducta, subraya el hecho de que ella la aprueba, y simultáneamente me invita a colaborar con ella para hacer incluso de esto una fuente de jubilosa autoexpresión. O dice:

—Antes de salir oriné premeditadamente. Dos veces. Santo cielo, imagínate lo que ocurriría si no lo hubiera hecho.

Sin embargo, los impulsos son auténticos. La hipocresía, el falso recato y la estupidez burocrática la enferman literalmente. Su cuerpo es un papel de tornasol que registra la salud y la cordura de los ordenamientos sociales. Le tiene una confianza tan ciega, que está convencida de que lo que la irrita a ella prueba que «ellos» son estúpidos. Al diablo con todas las monsergas sociológico-filosófico-ideológicas que proclaman criterios más elevados o más bajos: la sociedad ideal es aquélla en la que puede gratificar fácilmente sus funciones naturales.

Su apetito de comida es la más extravagante y tiránica de sus compulsiones. De pronto tiene un hambre feroz, y no es posible decir, pensar o hacer otra cosa hasta que su estómago se haya apaciguado. Busca los alimentos —o los prepara, o azuza a quienes los están preparando— con impaciencia y desazón desmedidas. Su ración debe ser deliciosa o insólita: esta oportunidad de gratificarse no se repetirá, y poco importa que unas horas antes haya aprovechado otra parecida, pero no idéntica. Cuando iba a la escuela, era consecuentemente incapaz de resolver problemas tales como: «La semilla de girasol rinde el 50 por ciento de aceite y los cacahuetes rinden el 40 por ciento; si una granja colectiva planta 100 hectáreas del primero...» No podía librarse de las fantasías que le inspiraban las sabrosas semillas, para concentrarse en las ecuaciones.

Moscú protagoniza una conspiración contra su apetito. No puede soportar las cafeterías económicas con sus colas de veinte minutos, ni la hora de espera en los lugares tolerables. Cuando la aguijonea el hambre, es capaz de mentir, de fingirse enferma, de incurrir en la ira de quienes hacen cola, con tal de entrar rápidamente en un restaurante. Y cuando dejamos todas nuestras ocupa— dones para correr a un café, y lo encontramos clausurado —la tercera parte de las dispersas casas de comida de Moscú están cerradas en un día determinado por reparaciones, inventario u «operaciones sanitarias»— sucumbe a la cólera. Sus disputas con los porteros pueden alcanzar el nivel de estridencia necesario para atraer multitudes... y a veces a la policía.

—No soy ridícula, hermanos de selva, sino que apelo a la razón. Es hora de que exista un restaurante civilizado donde la gente pueda comer en paz.

Luego sugiere que nos introduzcamos subrepticiamente en el club de la Unión de Periodistas para disfrutar de un biftec reservado a los socios.

Es peligroso estar con ella cuando la acomete el gran apetito, o incluso un capricho de menor envergadura. Hemos perdido horas vagando inútilmente por el frío porque, en medio de una conversación acerca de los muebles antiguos, sintió súbitamente que se moría por una taza de café. La búsqueda del líquido vital nos lleva caminando de un establecimiento a otro situado a medio kilómetro de distancia. En vano: aquí se ha roto la máquina del espresso, allí se ha agotado la provisión de granos, el personal de un tercer establecimiento está descansando, y la mayoría de los locales sólo ofrecen un lodo lechoso. (Por mucho que porfíes no podrás conseguir que te sirvan café negro: la lista del Trust de Restaurantes del Soviet de la Ciudad de Moscú estipula que 150 gramos de café con leche cuestan ocho kopeks.) Allí donde venden el café que buscamos, la cola es inexpugnable, y Anastasia amenaza con ponerse agresiva. Una mañana saltó a un tranvía y se fue, sin despedirse. No volvió a mencionar el incidente, y menos aún contó dónde y por qué se había ido. Cuando volvimos a encontrarnos por la noche, hacía mucho que su irritación había sido reemplazada por el entusiasmo que le inspiraba un libro sobre frescos de monasterios, que acababa de comprar.

Pero el reverso de su impaciencia es un sentido muy desarrollado del placer. Cuando por fin se lo sirven, el alimento le produce un goce extraordinario. Engulle con absoluta concentración, degustando con chasquidos de deleite y autocomplacencia. (Un filme de ciencias naturales que vimos por televisión, y que mostraba a una leona que parecía acariciar con gran ternura a una cebra recién muerta, antes de devorarla, le produjo una reacción sentimental sobre la inmensa deuda que todos los seres han contraído con su alimento.) Platos extravagantes a horas extrañas: una tajada de biftec correoso con patatas fritas cuando se despierta, bacalao frito y frío con pepinos encurtidos en medio de la noche. Los comensales de los restaurantes dejan sus cuchillos y tenedores para contemplarla cuando limpia los huesos de una rodaja de salmón: el espectáculo que ella brinda con su porción es más interesante que la degustación de la propia. El volumen total se debe calcular por la frecuencia —cinco sustanciosas comidas por día, término medio— y no por la magnitud de la ingestión. Embucha hasta el último resto, saborea el triunfo durante un rato y dos horas más tarde está nuevamente famélica.