Y lo mismo se aplica al sueño. Y a la actividad sexual. Cada impulso de sus nervios o de su libido es una manifestación de la voluntad de la naturaleza, y todo lo que entorpece es una infamia moral además de una fuente de zozobra.
La fragilidad física, acostumbra a decir, es tan fundamental para la condición humana que los filósofos descuidan sus implicaciones.
—Primeramente el individuo tiene apetito... y come. Después necesita hacer el amor, y se adormece. A continuación siente otra llamada de la naturaleza, y tiene apetito nuevamente. Debe beber, debe caminar, no puede vivir sin descansar... siempre hay id go que lo manipula, pero él ni siquiera le presta atención en su afán por explicar cosas «más trascendentes». La tregua es ilusoria: no has terminado de desahogar una necesidad, cuando la siguiente ya junta fuerzas para una emboscada interior. Y esto no incluye las necesidades religiosas, que son intensas en este país porque las físicas son muy difíciles de satisfacer. Por ejemplo, ahora necesito tomar una limonada.
El tono con que enuncia estos pensamientos sugiere que está apenada por la tiranía de los apetitos. Pero sus ojos brillan.
—Además, por supuesto, hay que cepillar los dientes después de comer, y hay que lavar los platos... ¿Qué queda para nosotros?
Sólo puedo responder desde la perspectiva del motivo por el cual todo esto le parece tan importante. Aunque el resentimiento contra las convenciones estúpidas y la rutina monótona explica, en parte, su preocupación, también es válido lo contrario: Anastasia trata de inyectar un elemento de goce consciente, incluso de creatividad, en lo que ella denomina «la mitad muerta de la vida».
Dos o tres veces a la semana, estimulamos a la «mitad viva» con un concierto o una pieza teatral. Ansiosa por remontarse a las esferas del arte y del cuento de hadas, Anastasia viene dispuesta a contribuir a su propio disfrute... por lo menos hasta que se levanta el telón.
Cuando esto sucede, a menudo irrita a todos los que le rodean. No controla sus reacciones. Si la actuación es buena, hace comentarios en voz alta, se ríe en mitad de una frase, anuncia el desenlace y palmotea a discreción, no tanto para aplaudir como para alentar, para pedir más. Si es muy buena se empina, se estruja las manos hasta dejarlas exangües, mientras en su garganta se agolpa un gorgoteo típico de placer. Pero estas son las excepciones. Cuando nos endilgan la habitual ramplonería provinciana de la mayor parte del teatro ruso, Anastasia sufre un auténtico malestar físico, y se revuelve en el asiento y gruñe indignada por el agravio moral que implica ese desastre artístico.
—¿Quiere hacer el favor de comportarse correctamente, señorita? —sisean las voces adelante y atrás—. Esto es un teatro.
La increpación es absolutamente seria. No obstante la diversidad de la naturaleza rusa, muchos espectadores teatrales exhiben una pomposidad pequeño burguesa que sólo sobrevive en Viena, si es que sobrevive en algún rincón de Occidente. El teatro es un lugar donde deben imperar los modales sosegados y la veneración por el Arte (escabechado). La mayoría del público está integrado por personas de fuerte sentido religioso, que acuden en busca de esclarecimiento moral y cultural. Cuando se encienden las luces, la incongruencia les produce una segunda conmoción: ¿es posible que su rostro haya emitido esos ruidos groseros?
Sus reacciones críticas también ofenden al público general. Así como es la única clienta en la larga cola de una tienda que protesta porque las cajeras duplican la demora al relevarse mutuamente en lugar de trabajar en parejas, como está estipulado, es también, a menudo, la única disidente entre los espectadores. La ampulosidad destinada a cautivar multitudes, que es el señuelo de tantas producciones, la espanta. Mientras la audiencia aplaudía a un anciano ídolo de las funciones matutinas llamado Evgueni Samoilov —padre de Tatiana Samoilova, la famosa actriz de cine— que tomaba risible el personaje de Hamlet con sus poses escalofriantes, Anastasia se crispaba.
—¿Es posible que eso sea Hamlet? Me iré a casa.
Ella nunca había leído la obra... pero lo sabía.
Pocas semanas más tarde, el Ballet de la Ciudad de Nueva York, que llegó en el curso de una gira, desilusionó a la inmensa multitud reunida en el Palacio de los Congresos. El público moscovita, acostumbrado a la fastuosidad del Bolshoi —cien bailarines sobre el escenario, suntuosamente vestidos, ofreciendo un espectáculo aparatoso al estilo de Mille— rechazó los esbozos ascéticos y vanguardistas de Balanchine. Pero Anastasia intuyó el mérito del espectáculo, y sus aclamaciones arrancaron una nueva llamada a escena. Después, quedó extasiada: había descubierto una nueva forma de arte.
Es en el teatro donde se revela públicamente como una criatura que obedece a sus instintos, que no está sujeta a la educación, a la imitación o al entrenamiento cultural, sino a sus propios reflejos. Capta instantáneamente lo que es auténtico y lo que es espurio en cada obra, y reacciona en consecuencia. Lo que la conmueve no es la verdad material sino la artística; algunas de sus narraciones favoritas empiezan diciendo: «Habíase una vez», y la vigésima lectura de un cuento de Lermontov puede producirle placer. Cuando el mendigo de Boris Godunov entona su triste aria, las lágrimas hacen correr el rimmel por sus mejillas lechosas. Ese aria, solloza, refleja el padecimiento de su pueblo. Yo la adoro por esto.
Sin embargo, el teatro también deja al descubierto sus peores defectos. La función empieza a las seis y media, y nuestro pacto estipula que debemos encontramos en la entrada con quince minutos de antelación. Camino en torno de las columnas, abriéndome paso entre el bosque de abrigos negros y escudriñando los rostros arrebolados por la escarcha o, cuando el frío es demasiado intenso, me quedo en el vestíbulo escrutando la marea de nuevos espectadores. Ha jurado solemnemente que esta vez no llegará tarde. Trato de considerar su promesa en el contexto de la indiferencia general de los rusos por las citas. «¿Y qué? —arguyen las personas que han incumplido su compromiso. Afuera hacía frío. Supuse que no esperarías eternamente.» Pero incluso medido con este patrón, su desdén hacia la primera de las reglas de convivencia social es exasperante.
Los segundos restantes se evaporan, suena la segunda campanilla, un centenar de parejas normales intercambia saludos y enfilan presurosamente hacía sus asientos... y mi resentimiento crece. La multitud festiva se ha ido, dejándome en compañía de la media docena de desgraciados que por alguna razón no pueden asistir al espectáculo y deben vender sus entradas. ¿Me dejará plantado nuevamente? En el mejor de los casos, habremos perdido la primera escena. ¿Por qué me coloca en esta posición humillante? Nunca piensa en los demás, nunca da muestras de consideración. Pero la tendencia a llegar tarde a todas partes también es intrínseca a su personalidad. Y una parte de su sentido crítico aplaude la pose del Noble Salvaje.
Estoy furioso porque fue ella misma quien primero manifestó interés por presenciar esa obra, y por esa razón abandoné todas mis actividades y pasé el día arengando, sobornando e implorando para conseguir las entradas. He tenido que trasponer un caos de llamadas telefónicas a una taquilla beligerante, he tenido que flirtear con secretarias y trasladarme hasta la oficina de entretenimiento de Intourist instalada en un hotel, o hasta el teatro mismo cuando comprendí que el teléfono resultaba inútil. He vencido la resistencia de la mujer que custodiaba la entrada, he soportado con paciencia que me dijeran que los «patrones» no estaban en sus despachos, y le he arrancado los billetes al administrador en persona, mediante súplicas desvergonzadas, condimentadas con la mentira inocente de que partiré de Moscú al día siguiente, de modo que ésta es mi última oportunidad de ver su obra capital. (Sé tan bien como él que tiene reservada una fila de los mejores asientos por si algún jerarca del Partido hace una petición a última hora.) No obstante la pérdida de tiempo y el desgaste nervioso que implica semejante procedimiento, las ventajas del extranjero para obtener todo lo que reviste valor en este país abarcan también a la asistencia al teatro. Anastasia, por sí sola, no habría tenido la menor posibilidad.