Pero también estoy desolado porque su tardanza le da otra ventaja sobre mí. Su apatía respecto de las entradas demuestra que en tanto que yo no tengo nada importante para hacer en todo el día —la verdad es que no me fue necesario abandonar ninguna actividad para meterme en ese torbellino— su vida es un cúmulo de trabajo, vehemencias y optimismo. Y la razón más profunda, en la que no quiero hacer hincapié, es su libertad de espíritu. Durante mucho tiempo he proclamado que no estoy sometido a las convenciones, pero la que verdaderamente no lo está es ella. ¿Desperdiciar las entradas para una función importante? ¿Perder el dinero? (Casi siempre se trata del mío, pero es igualmente negligente con el suyo.) Nunca podría hacer esos desplantes sin sentir escrúpulos burgueses. A ella realmente no le importa.
El punto débil de nuestra relación es la envidia que me inspira este desenfado, envidia que corre pareja con mi orgullo herido cuando Anastasia no aparece. Aborrezco la tonta posición intermedia en que yo quedo en tal cosa. Mis amigos me conocen a mí como el hombre impulsivo que se aparta radicalmente de las convenciones de la escuela graduada. Yo también hago propaganda en favor de la gratificación instantánea: copular con Anastasia en el planetario y perder el segundo acto del Príncipe Igor para ir a tomar un vaso de jugo de mango. Pero ella sabe que mis inhibiciones, más fuertes, determinarán que sea el primero en desistir de lo verdaderamente atroz. Me obliga a representar el papel de adulto sensato. La misma libertad que pregono ante los demás me coloca a la defensiva, y actúa sobre mí como símbolo no sólo de su encanto, sino también de la discrepancia entre mi personalidad y la imagen que tengo de mí mismo.
Cada episodio de este tipo encierra la promesa de un nuevo comienzo. La telefoneo triunfalmente.
—¡Lo hemos conseguido! El administrador dijo que era «inconcebible», pero estamos en la cuarta fila.
—Estupendo. Me muero de ganas de disfrutar de un buen espectáculo.
—¿A qué hora llegarás?
—A las seis y cuarto —una pausa—. Lo prometo.
—Siempre lo prometes.
—No siempre tengo algo que decirte. Quedemos a las seis.
Llegó a las seis menos diez, con un ramillete de campanillas blancas, y ansioso por oír sus noticias. A las seis y media repica el tercer timbre, y los últimos rezagados se apresuran a entrar. Los buscadores de entradas de última hora se dispersan, como los testigos de un accidente cuyos despojos ya han sido retirados, y me quedo a solas con mi resentimiento. He pasado todo el día haciendo las gestiones precisas para complacerla con estas entradas. Lo único que pido es que llegue puntualmente... y que me demuestre un poco de gratitud.
Mientras espero, trato de parecer impasible. Envidio no sólo a quienes ya están dentro, sino también a los transeúntes nocturnos. Sí, son hombres caídos y excluidos, pero tienen dignidad. Están preocupados por la madura búsqueda de alimento calórico e intelectual, no por lo que otros pueden pensar de ellos porque su pareja se ha demorado. Recios semblantes rusos: admiro incluso su solemnidad.
Llega por fin. Con una mano aprieta los guantes, y con la otra la bolsa de celofán donde lleva sus zapatos de gala. Trae el bolso completamente abierto y se ha quedado sin aliento, porque salió corriendo de su residencia universitaria hace pocos minutos... cuando ya era tarde.
—Vamos, date prisa, pronto. Llegaremos justo antes de que caiga el telón. Yo... no pude conseguir un taxi.
Si logro persuadir al acomodador para que nos deje entrar, el primer acto —que generalmente dura una hora y media, según la tradición rusa— y la satisfacción de tener su belleza a mi lado, mitigan mi enojo. Durante el entreacto confiesa la verdadera razón de su demora. Estaba en la bañera, el agua tan caliente y una paz tan deliciosa, que no tuvo fuerzas para arrancarse de su interior. (¿Cómo se las arregla para ocupar la bañera a las horas punta todas las noches, cuando debe compartirla con otras veinte muchachas? La mayoría de las chicas rusas comparten de buen grado, por instinto, pero en su trato con sus condiscípulas y conmigo, Anastasia da por supuesto que ella merece lo mejor.) O estaba escuchando un preludio de Bach por la radio, y éste es un placer tan raro que no pudo renunciar a él. Me jacto ante mis amigos de estas respuestas cautivantes, pero también me siento maltratado.
A veces su excusa es más descarnada. Cuando llegó la hora de vestirse, tuvo una «ensoñación». Por alguna razón, no le «apetecía» salir como lo había programado. O estaba lloviendo y ella se encontraba «divinamente» cómoda en su cuarto. Me dice todo esto con la mayor naturalidad, como si su estado de ánimo fuera una explicación incontestable. No merece amonestaciones, sino una felicitación por su fino sentido de la responsabilidad. Porque en esos trances difíciles, ¿acaso su voluntad no acababa triunfando sobre su languidez, sobre esa fuerza portentosa de la naturaleza? Desde luego, la batalla determinaba que se atrasara varios minutos, lo cual era una minucia en comparación con los obstáculos superados.
En la noche que siguió a nuestras primeras horas de copulación realmente despreocupada, no apareció en absoluto. Estábamos en el estudio de un escultor viajero, que ella había conseguido merced a los buenos oficios de la amante del propietario. Más tarde nos dormimos en las tinieblas vespertinas del cuarto, pero a mí me despertó el recuerdo de los planes que habíamos trazado para la noche. Me deslicé de debajo del edredón, me vestí silenciosamente y me fui para hacer la última gestión en la compra de las entradas. Anastasia murmuró que se reuniría conmigo frente al teatro. Allí no hacía frío, pero nunca me había sentido tan humillado. Lo único que podía hacer era esperarla: el estudio no tenía teléfono y había olvidado la dirección. Después de una hora entré a la sala para presenciar el segundo acto, soportando la ignominia de que todo el auditorio viera que a mi lado había un asiento vacío. Una muchacha a la que acababa de hacerle el amor me había abandonado públicamente.
En una oportunidad le pregunté a una alumna de Radcliffe si esa noche prefería ir a la cama o a un concierto.
—Oh, al concierto —respondió, satisfecha. Pero Anastasia era el extremo opuesto, y mi educación en el marco de una cultura distinta me hizo insensible a una docena de insinuaciones suyas. Mi partida la había ofendido, y no podía traicionar su instinto asistiendo a la función. Sin embargo, ¿cómo podría haber imaginado, entonces, que nuestro placer personal era más importante que una velada en el teatro, algo que generalmente la entusiasmaba? Más tarde me enteré de que había dormido en el estudio hasta la mañana, y de que había vuelto a su residencia hambrienta y triste.