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Enumero intencionadamente los problemas antes de confirmar que ella era en verdad la chica que siempre había anhelado, porque deseo fijarla en mi propia mente en la forma menos sentimental posible. La extraña frialdad con que aceptaba los regalos, incluso aquellos artículos, como un reloj suizo o una gabardina inglesa, con los cuales jamás había soñado. (También esto lo entendí más tarde. No era circunspección sino un producto de nuestra intimidad. Claro que debía recibir obsequios míos, así como ella me ofrecía todo lo que poseía y sabía. El dar y el recibir no merecían alharaca.) La forma en que podía asumir súbitamente el aspecto de una campesina: con un cuadrilátero de seda Liberty atado en torno de la cabeza, sus botas demasiado holgadas para «vadear mierda», como ella las denominaba, encerrando sus esbeltas pantorrillas, y con un mohín porque acababa de terminar su helado... era una criatura tan singular y vivaz que nunca me cansaba de abrazarla. El mohín mismo, una combinación de sentimiento espontáneo y de utilización inmediata de sus posibilidades dramáticas, complementado, como siempre, por un breve parpadeo inocente.

Su perversa negativa a anotar siquiera los datos más esenciales en una agenda de bolsillo, y la furia con que hurgaba su bolso y sus cajones en busca de un número telefónico crucial que había apuntado en una vieja servilleta. Una y otra vez reiteraba este homenaje ruso a la anarquía, y se encolerizaba aún más cuando le rogaba, por su propio bien, que tratara de esmerarse por lo menos en esto. Cualquiera que fuese la frecuencia con que se atrasaba o la identidad de las personas a las que dejaba plantadas una vez extravió la tarjeta del director que le pidió que hiciera una prueba para una obra de televisión sobre los estudiantes de medicina— no aceptaba someterse al tedioso sentido común.

La forma en que se trocaba en un abrir y cerrar de ojos de la refinada amante sueca de un magnate del cine en la granjera devota de la leche sin pasterizar... estas dos facetas de su personalidad parecían una ilusión óptica. El lunar que tiene sobre la clavícula. El perfil de su espalda mientras esperaba, acostada boca abajo y sosteniendo sus pechos de maniquí. Su frágil transparencia en una jomada calurosa cuando, por puro gusto, recorrimos la Exposición de Realizaciones Económicas Soviéticas, y entre esos kilómetros cuadrados de aplanadoras y modelos espaciales, me acometió la nostalgia por ella, como si la estuviera viendo desde la perspectiva de veinte años en el futuro.

Esto es lo que deseo recordar: ella como ser soberano, al margen de su relación conmigo. Debo evitar que se mezclen: por un lado, la semblanza de Anastasia Seriguina, y por otro, la historia de nuestro fracaso.

En el mes que siguió a nuestro primer encuentro ocurrieron muchas cosas que me indujeron a aceptar que nunca volvería a verla. Luego se produjo el segundo encuentro, producto de una coincidencia que, por lo estrafalaria, no demuestra nada, y que sin embargo entra de lleno en la categoría de las que me acontecen continuamente aquí. Ah —como dice Aliosha con una inflexión muy distinta—, ¡si pudiera volver a vivir esa dulce noche!

En octubre, un autobús cargado de estudiantes extranjeros salió de Moscú rumbo a Iaroslav, orgullosa capital de los antiguos rus. Al cabo de siete horas de traqueteo hacia el Norte entramos en su vacuidad provinciana y en su lóbrega apariencia industrial de fines de siglo. Una membrana de hielo mugriento cubría a la Madre Volga. El gris del invierno sofocaba, al promediar la tarde, casi todos los movimientos. Después de recorrer el maravilloso Kremlin del siglo XVI, nos refugiamos en un restaurante de la calle Libertad, cuyo cartel de neón ponía un toque urbano.

A medianoche salí del hotel para respirar un poco de aire fresco, y me sentí fagocitado por un álbum de estampas prerrevolucionarias. Cabañas de troncos ennegrecidos, un par de obreros borrachos que se tambaleaban sobre la nieve, un perro vagabundo solitario que exploraba un callejón... En busca de algo para beber, me encaminé hacia la estación de ferrocarril, donde los campesinos cubrían los bancos de la sala de espera, como cadáveres recogidos en un campo de batalla. Mi corazón palpitaba en medio del desamparo de esa avanzada de la civilización. Una criatura lloró, y después se prendió a la teta. Una gran tristeza reforzó el abrazo del aislamiento provinciano.

Vi cerveza en el mostrador y me sumé a la cola. El chal marrón que cubría la espalda de la mujer que estaba de pie delante de mí parecía tan anacrónico como la sala de espera, y cuando empezó a girar su cara hacia la mía, me pregunté distraídamente qué podía querer de mí esa desconocida. Antes de que terminara de desarrollar el pensamiento, esos ojos volvieron a fijarse en los míos.

Una corriente eléctrica me cosquilleó en la piel. El vasto recinto se quedó sin aire.

—¡Tú! —exclamé, con un aullido melodramático. Y me acometió un acceso de dicha porque su rostro radiante era tal como lo recordaba. Un icono moderno enmarcado por el chal... y resultaba tiernamente familiar, ya mío.

La danza de su risa a través de la penumbra circundante me produjo una segunda oleada de placer. Contuvo las palabras que afloraban a sus labios. Cuando al fin las pronunció, su voz resultó estar una octava más abajo de lo que había imaginado.

—Has sido muy astuto al encontrarme aquí. ¿Pero no te parece que deberíamos conocer nuestros respectivos nombres? Si volvemos a encontramos, tal vez no baste con decir «tú».

—No puedo creerlo.

—Yo casi tampoco lo puedo creer, a menos que hayas venido a buscar tu libro... ¿Lees a Bunin? La gente afortunada empieza a creer que encama una virtud especial.

Me pareció que la nuestra era la cháchara intrascendente de personas frívolas achispadas con champán. Volví a pensar en El Maestro y Margarita.

—¿Lees a Bulgakov? —contraataqué, pero volví a esperar antes de explayarme.

Hablamos del azar y los viajes. Ella aceptó mi condición de extranjero con tanta impasibilidad como el vaso de cerveza que le ofrecí, y no me preguntó por qué estaba en Rusia ni qué hacía en esa remota estación de ferrocarril. Se comportó como si se tratara de una costumbre normal tomar allí un trago de fin de semana... en medio de la noche, cuando, exceptuando la estación, toda la ciudad dormía desde hacía largo rato.

—¿Estás cansada?

Me pareció natural formularle esa pregunta.

—No como anoche... ¿Por qué tantos hombres navegan solos por el mundo? —preguntó, mirando la partida de los trenes—. ¿Piensas que la gente trata de amparar sus fantasías contra una comunidad universal?

—¿Eres una solitaria? —pregunté a mi vez.

—Cualquier cosa menos eso. Mi osito cuida de mí.

—Pero proteges tus pensamientos íntimos.

Volvió a examinar mis ojos.

—Menos que tú, mi amigo adusto. Mucho menos que tú.

Compartimos más cerveza, y después un coñac a modo de anticongelante. Me condujo a través de la noche gélida hasta la habitación de su tío, la mitad de una cabaña de troncos aún más rústica que las que había visto anteriormente, porque ésta se levantaba aislada, en un arrabal semejante a una aldea. Mientras bebía el vino dulce que Anastasia había ido a buscar a la estación, el veterano miraba fijamente la lámpara de aceite, graznando un monólogo acerca del piloto que se había incinerado en un Liberator mientras transportaba provisiones a su unidad, durante la guerra.

Nunca habría creído que durante el viaje vería algo más alejado de mi mundo que el plenilunio del Volga y la tétrica lobreguez de la estación, pero la cabaña y su estado de desquiciamiento eran aún más feéricos.

El tío enclenque me acusó de no haberle ayudado la semana anterior en sus faenas, y después me abrazó, perdonándome, mientras repetía el viejo aforismo ruso según el cual todos somos pecadores.

Anastasia me guió por una escalera casera hasta una buhardilla que contenía una cómoda y una cama. No fue una «noche de amor» porque sólo quedaban unas horas antes de que tuviera que contestar la llamada de nuestro «cicerone» en el hotel, y también porque estuvo demasiado llena de atónita admiración: por la tersura de su piel, por la ligereza de sus extremidades, por su provocativa naturalidad. Yo estaba demasiado sobresaltado por el entorno extraño, por el peligro que corríamos de ser descubiertos, por el compromiso de descollar. Ella olía a naranjas sevillanas. Aunque su tío dormía durante el día y cavilaba por la noche, me aseguró que era sordo. Incluso cuando me entrelacé por primera vez con sus largas piernas, noté que aceptaba nuestra aventura tal como sobrevenía, concentrándose en sus sensaciones físicas, mientras mis pensamientos rebotaban en compartimientos destinados a analizar fenómenos extraños y a evaluar mis reacciones. ¿Qué significaba el hecho de que estuviera con ella en esa situación increíble?