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En la oscuridad que precedía al amanecer, me acompañó hasta el hotel, donde me aguardaba una jomada de visitas colectivas a monumentos y a una fábrica de neumáticos. En un mercado campesino castigado por la intemperie, persuadimos a una mujer de que nos vendiera su pirozki humeante antes de la hora de apertura, y allí conocí su devoción por la comida. Si hubiera tenido suficientes cojones, la habría amado tanto como el caballero (y a ratos ella conseguía que me sintiera como si fuese eso, un caballero) que había tropezado con su princesa rusa. Pero eran precisamente estos símbolos, que la noche dramática y yo habíamos forjado, los que me impedían ser auténtico.

 

No obstante sus asociaciones con el linaje de los Romanov y con el Palacio de Invierno, el suyo es un nombre campesino, y ella es aldeana. En consecuencia, me pregunto dónde germinó su garboso individualismo. Su actitud respecto de la religión, por ejemplo, no gira alrededor de la Iglesia o el Estado, sino que es típicamente egocéntrica. Aunque desprecia a la Iglesia Ortodoxa en general, y repudia sobre todo el criterio oscurantista con que subyuga a los creyentes —le indigna el espectáculo de las mujeres harapientas prosternadas con sus frentes sobre el suelo resquebrajado de una sacristía—, se siente atraída por las catedrales sombrías, por el misticismo de las velas que titilan en los iconos y de los coros que entonan su cautivante disonancia; y cada vez que tiene una oportunidad me arrastra a una iglesia oscura próxima a su residencia. Espantada por las actitudes de servil reverencia, celebra simultáneamente que las fuerzas primordiales rusas dominen una parte insondable de su ser.

La misma ambigüedad rodea sus propios orígenes. Se siente horrorizada —y excitada— por el lodo y el vodka de la vida aldeana, y a menudo me lleva caminando desde la última parada del metro para absorber la estimulación psíquica y la extraña ofrenda de paz que emana de la campiña. Marchamos durante horas a lo largo de los senderos sinuosos y de los lechos erosionados de los arroyos, apenados y complacidos por el atraso rural y la resistencia campesina al cambio. Incluso los estanques contaminados y las pilas de viejas tuberías refuerzan la desolación espectral.

Los sentimientos de Anastasia respecto de la misma Rusia: experimentan cambios violentos. Generalmente, la cataloga como un lugar tosco, sórdido, ideal para que en ella se cumpla la máxima de Dostoievski de que la desgracia es tan importante como la dicha para la raza humana. Menosprecia a las masas supersticiosas, pasivas, que aclaman a sus opresores, y ese menosprecio es casi tan cáustico como el que dedica a las artimañas de los dirigentes. No recuerda en qué lugar del Volga nació Lenin, ni el significado del crucero Aurora, que disparó el primer cañonazo de la revolución... a pesar de que éstos son datos que se repiten diariamente, docenas de veces, por todas las emisoras de radio... para suplir las deficiencias de quien haya perdido los centenares de clases que se dictan en las escuelas.

Habitualmente no mira siquiera los diarios ni las revistas populares. Aburrida de esperar un tren en una estación suburbana, en una oportunidad cogió el Pravda e intentó leerlo, pero el tono de «avancemos hacia el comunismo» la disuadió tan enfáticamente como el espectáculo de la mutilación de Hamlet, ejecutada por Samoilov. Después de ojear los títulos de varios artículos, me pasó el diario y cerró los ojos para dormitar. Su ceño fruncido indicaba que no volvería a repetir ese error hasta, por lo menos, dentro de un año.

Su reacción ante este tipo de cosas no deriva de un interés por la política, sino de su intuición de que el régimen soviético es «un gran incordio» porque le impide saborear las delicias del mundo: la taza de café espresso, una visita a Roma.

—¿Bananas con crema? —le dije en una oportunidad, contestando una pregunta acerca de la frase que había encontrado en sus lecturas—. Es una expresión que conocemos desde la infancia. Como comed beef con repollo, o jamón con huevos.

—Claro que sí —respondió con súbito fastidio—. En Rusia también tenemos una expresión análoga. Pan con manteca de cerdo.

El verdadero defecto del sistema, o la maldición del país, consiste en que la priva de tantos placeres del estómago y la vista. ¡No hay un restaurante francés en Moscú ni en todo el país!

Lo extraño es que estos sentimientos se alojen en la cabeza de una rústica nata. Generalmente, suelen acudir a la mente de los intelectuales moscovitas descontentos —y relativamente ricos— que les dan una connotación más política. También en el caso de su higiene personal —escrupulosa hasta el punto de que «ese lugar» siempre huele tan bien como su pelo— es la excepción que confirma la regla: es una mutación de la especie de la chica aldeana.

Pero aunque deplora la situación del país, debo tener la precaución de no «difamar». Ocasionalmente, sus arranques de pasión por la tierra rusa son más vehementes que los de una docena de Viktors. En una oportunidad estábamos en una aldea y yo meneaba la cabeza —con conmiseración, no con menosprecio— al ver a un campesino cuya cara corroída por la congelación, y cuyas anchas orejeras, delataban una vida de trabajo animal, y cuya cabaña era un himno al desaliño.

—Estoy mortalmente harta de que la gente denigre a Rusia. Occidentales remilgados que nunca entenderán la verdad acerca de este país, que no conocen sus padecimientos, ni sus placeres, porque están aislados de la vida real... incluso de la suya propia. ¿Qué patrón de medida te hace suponer que eres superior a ese hombre?

—¿Qué significa esto, Piernas Largas? Coincido contigo respecto a la campiña... incluso respecto del país. No tengo nada contra él, y sabes que no soy remilgado.

Se apaciguó con la misma rapidez.

—Supongo que no, pero he oído a demasiada gente que lo critica todo. Rusia es el blanco de todos. Su humillación ya es suficientemente grande sin que os burléis de ella.

Si le hubiera dicho que ella era la más propensa a «criticarlo todo», sólo habría conseguido reavivar su ira. Además, eso habría sido cierto únicamente desde un punto de vista literal, como acababa de recordármelo. En términos más amplios, la verdad es que si bien sus comentarios expresos acerca de Rusia son consistentemente críticos, lo que deja tácito tiene una gran dosis de afecto. Esto se resumió en su observación de que los extranjeros no sólo parecen mucho más felices que los rusos, sino que parecen entrenados para tener un aspecto feliz. Y no obstante su aversión a la propaganda, llora a moco tendido cuando ve los filmes sobre la invasión nazi que se repiten incesantemente. Me pregunto qué efecto tendrá esto cuando llegue el momento dramático y deba pensar en abandonar el país.

 

Sí, irse conmigo: desde el comienzo mismo una voz susurró la palabra prohibida «casamiento». Sabía que si alguna vez me decidía a tomar esposa, ésta debía ser rusa. Mientras tanto, ella me brindó mucho más que una introducción a las costumbres locales, según la receta tradicional acerca del mejor sistema que puede emplear un joven para conocer un país. Acudir al teatro con mi maravillosa acompañante rusa era un triunfo además de una oportunidad. Las lisonjas que me tributaba a mí mismo oscurecían mis pensamientos acerca de ella. Anastasia puso fin a mi aislamiento —aún corría el mes de noviembre, cuando Aliosha sólo era alguien que a veces nos prestaba su cuarto— y también inició mi anhelado romance.