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Volvió de Iaroslavl un día después que yo. Sus largas horas de clase en el Segundo Instituto Médico de Moscú nos mantenían frecuentemente separados, pero su tiempo libre era un don compartido. Caminábamos durante horas, alimentándonos con el espectáculo que brindaban los callejones, abriendo nuestro apetito para darnos un banquete con salmón ahumado y shashlik en un restaurante donde se pagaba con divisas fuertes. Empecé a ver reflejada en la morriña otoñal de Moscú la fantasía que me había forjado en mi infancia acerca de la primavera de París. Las hojas desamparadas que se adherían a árboles enclenques determinaban que el Volzhski Boulevard pareciera tan pintoresco como cualquier tarjeta postal del Barrio Latino. El viento y la lluvia de otoño hacían que las últimas hojas recalcitrantes cayeran sobre nuestras gabardinas. La misma trivialidad de mis asociaciones de ideas las tornaban asombrosas: ¿a quién se le habría ocurrido imaginar a Moscú como una ciudad para amantes?

Pero las escenas tristes nos acercaban tanto como los momentos de dicha, lo cual demostraba que nuestra ternura recíproca era la que teñía nuestras sensaciones, y no a la inversa. Los ensayos para el desfile del 7 de noviembre por la Plaza Roja duraban semanas. Una tarde, mientras los rugientes equipos militares estudiaban su ruta, nos encontramos sobre el río, en el puente Krimski, cuyos airosos cables dejaban estampada su marca sobre el cielo malva cada vez más oscuro, en tanto los vehículos negros, que refulgían bajo la llovizna, bramaban a lo largo de la costanera, a nuestros pies. Unidos por la fea belleza —el siniestro esplendor de los tanques, los productos más refinados de la industria local—, ella volvió hacia mí sus facciones laponas en el momento en que yo buscaba sus labios. El río borbotaba debajo de nosotros, el cielo se perló, los tanques aerodinámicos desfilaban atronadoramente uno detrás de otro. Mientras nos abrazábamos fuertemente, nuestra pasión se entrecruzó a través de mis gruesos pantalones y de su espesa falda. Sólo sus ojos estaban maquillados. Sonrió con ellos. Yo nunca había besado así.

Transitamos a menudo por las calles, en parte porque es difícil encontrar refugio. El tío que Anastasia tiene en Iaroslavl, a quien visita dos veces por año, es su pariente más próximo desde el punto de vista geográfico. Sus familiares más próximos viven más al Norte, en una región cenagosa situada cerca de la ciudad de Vologda. Ella, a su vez, comparte la habitación de la residencia con tres condiscípulas. Incluso descartando la guardia inusitadamente severa que vigila la entrada, la presencia de las otras chicas elimina la posibilidad de usar su cama.

Aunque es más fácil colocarse en mi cuarto, no podemos utilizarlo por culpa de ella. La primera vez todo salió como estaba planeado. Le di mi salvoconducto, y ella traspuso el portal mostrando la cubierta mientras apretaba el paso. Yo me reuní con ella después de convencer a las guardianas de que había olvidado el mío en mi cuarto. El fin de semana siguiente, otro equipo de guardia —alertado, sin duda, por el rostro llamativo pero desconocido de Anastasia— le pidió que abriera el salvoconducto. Antes de que pudiera marcharse, nuestra treta había quedado al descubierto.

Cuando se ven en semejante trance, los rusos se excusan servilmente e imploran una única excepción a las reglas, por un caso de vida o muerte, para visitar a un hermano enfermo o para salvar del suicidio a un amigo deprimido. Si Anastasia hubiera seguido el procedimiento habitual, tal vez le habrían permitido entrar, aunque desenmascarada. Pero ella desdeña «el comportamiento sensato». Los funcionarios deben confiar en ella por una cuestión de principios, pero cuando la pillan traicionando precisamente esa confianza, se indigna. Fiel a sus hábitos, armó un escándalo en lugar de disculparse.

—Vaya sistema. Vivimos en un país socialista y se supone que ésta es la Universidad del pueblo. Quítenme las manos de encima, voy a entrar.

Enfurecidas, las beligerantes guardianas la cogieron por los brazos, regocijándose como si hubieran atrapado a un carterista. Dos corpulentos agentes de seguridad salieron corriendo de su oficina estratégicamente situada y se la llevaron. La expulsaron finalmente después de interrogarla agresivamente durante una hora. Anastasia siguió mascullando que si era necesario entraría a hurtadillas en el despacho de Brezhnev, pero no volvió a la Universidad durante muchos meses.

Por consiguiente permanecemos en las calles. Si yo fuera ruso, la responsabilidad de encontrar un cuarto vacío, que es la condición crucial del varón para tener amoríos en Moscú, recaería sobre mis hombros. Anastasia la asume, cuando puede, pidiéndole las llaves al escultor o llevándome al apartamento de Aliosha. Y conformándose con improvisaciones. A medida que avanza el invierno, exploramos las escaleras de mohosas casas de apartamentos próximos a su instituto. En los subsuelos o en los rellanos superiores, se entrega sobre la baranda. Sus bragas descansan en mi bolsillo. Su cuerpo está inmaculado, después de su última lánguida ensoñación en la bañera. Contra el fondo de la mugre de la escalera, la ligera delgadez de sus piernas se trueca en la gracia de una sílfide. Dada la naturaleza insólita de nuestras posturas, me estruja fuertemente con ellas, tan orgullosa del dominio que ejerce sobre esos músculos como de todas sus necesidades físicas.

La húmeda frigidez de la escalera entumece nuestras mejillas. El edificio donde entramos se parece a una casa desahuciada del Bronx: neoyorquino próxima a integrarse a un arrabal negro. El patio por donde hemos pasado al entrar está sembrado de maderas podridas y de trastos. Los ruidos domésticos —de filmes de televisión, ollas, cuerdas vocales irritadas— nos llegan a través de las delgadas paredes, y a veces resuenan pisadas sobre las escaleras polvorientas, arrastrándose ocasionalmente, porque los borrachos vuelven a esta hora de la noche. Cuando hacemos una pausa, nuestros corazones palpitan con la Benzedrina de la aprensión y la pasión; cuando reanudamos el ritmo, seguimos conteniendo el aliento. Entonces ella arquea la espalda y me embiste. Tiene los ojos abiertos. La intensidad de su deseo da alas a mi narcisismo.

Se vuelve y se alza. Más tarde, para evitar riesgos, o para satisfacer nuestro gusto por las variaciones, nos mudamos a una escalera de una calle paralela.

—Otra vez, por favor —reclama.

Estamos tentando al destino. Nuestro temor de que nos descubran aumenta. Para compensar el hecho de que no estamos desnudos, Anastasia utiliza los dedos, y los levanta de vez en cuando con su habitual apetito por los sabores exóticos.

—Ahora siéntate tú —susurra—. Toma, despliega mi abrigo. ¿No te gusta invertir los papeles?

La libertad para materializar nuestras fantasías nos hace pensar que nada importante queda fuera de nuestro alcance. «Oh, qué amor era ése —dijo Zhivago—. Absolutamente libre, único, sin par en la tierra.»

 

Le encantan los chistes, sobre todo acerca de la resistencia a trabajar, acerca de los mensajes sociales torcidamente interpretados para justificar los desfalcos, y acerca de las torpezas burocráticas. Uno de sus favoritos gira en torno del obrero enfermo al que le dicen que produzca un espécimen de sus materias fecales. Intimidado por el extraño lenguaje médico, trae el material en el recipiente habitual, pero la creciente turbación le impide preguntar a quién debe entregárselo. Por fin, interpela a una enfermera: «¿Dónde hay que dejar la mierda para el cagadero?»