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Lo que la regocija es el simpático retomo del obrero al auténtico lenguaje de su clase, pero este chiste en particular constituye una de las raras referencias que hace a la medicina en la conversación corriente.

Su escaso interés por los estudios se refleja en el extraordinario entusiasmo que manifiesta por casi todo lo demás. La salud de los animales irracionales la preocupa ostensiblemente más que la de los seres humanos. La única vez que la vi excitada por algo remotamente relacionado con la medicina fue cuando una tenaz gata vagabunda que ella se había acostumbrado a alimentar en una de nuestras escaleras, parió gatitos. Lo que más la trastorna en los filmes de guerra es el espectáculo de los caballos heridos. Convencida de que «ninguna especie es más cruel, ni más vil», que el Homo sapiens, a menudo acepta la inhumanidad del hombre para con el hombre, pero rechina los dientes al presenciar las atrocidades que comete con las bestias. Su madre y su padre querían que fuera ingeniero, pues esta profesión constituía para ellos, el paradigma de la virtud social y el éxito personal. La idea de la medicina vino después, pero dudo que alguna profesión pueda conmoverla... y menos aún si exige largas horas «locamente aburridas» de estudio.

Lo que le interesa es la literatura. A rachas, lee tan vorazmente como el —falso— estereotipo del ruso ávido de cultura. Cuando releyó El idiota, mantuvo los ojos clavados en el libro desde el momento en que ingresó en una estación de metro hasta que volvió a salir en el punto de destino... y luego durante el resto del día y la noche, porque faltó a las clases para terminarlo, mientras murmuraba constantemente acerca de la extraña compenetración de Dostoievski con personas que ella conocía.

Los clásicos, incontaminados por el estudio coactivo y la vulgarización política en la escuela, la seducen, sobre todo cuando se trata de los cuentos dé Lermontóv, con sus toques byronianos. Pero el mayor afecto lo reserva para los maestros secundarios, ligeramente excéntricos —Alexander Green, Mijaií Saltiakov-Shchedrin, Alexei Konstantinovich Tolstoi, Andrei Platonov— cuya recreación del espíritu de la vida rusa la seduce aún más porque los autores carecen de fama mundial—. Cuanto más desconocido es el escritor, tanto mayor es la ternura con que ella acoge sus textos.

—Exactamente, y no te retractes.

—No tienes derecho a suponer eso, gracias a Dios hiciste...

—Sí, cien veces . Eres muy inteligente, pero has omitido la parte más importante.

Un poema falsamente heroico la deleita particularmente por el cuadro que pinta de la rutina cotidiana. Titulado «Hogar dulce hogar», fue escrito por un poeta de la década de 1920, prohibido durante mucho tiempo, que se hacía llamar Sasha Chorni («Sasha Negro») por contraposición al gran simbolista dé fines de siglo Andrei Beli («Andrei Blanco»). La escena se desarrolla en un apartamento comunitario de vecinos chillones, sórdidas perspectivas y mezquinas rencillas. Las imágenes son las de un niño indeterminado que trata de aplicarle un enema a un gato, la última gota de vodka que desapareció el día anterior, una cucaracha meditabunda montaba sobre un plato cómo una gran ciruela y una melancólica adolescente con chaqueta de trabajo que aporrea un piano gangoso.

Anastasia recita los versos tragicómicos con los ojos entrecerrados... para poder imaginar mejor, dice, el apartamento de Iaroslavi donde antaño ella y su madre tenían alquilada medía alcoba. Pero el poema también la fascina por el uso festivo que hace de los diminutivos, los términos coloquiales, los apodos, los deslices gramaticales— y los solecismos campesinos que enriquecen y personalizan el lenguaje, confiriéndole ese candor íntimo que es propio del diálogo personal y que se manifiesta en todos los aspectos de la vida privada rusa. La tajante disparidad entre el mundo exterior, público, y el mundo interior dé la familia y los amigos, se refleja en el contraste entre los dos lenguajes. Para expresar su afecto por la jerga cotidiana, los espíritus sensibles, irreverentes, saborean sus sutilezas y sugerencias. El argot inventivo refuerza la sensación de compartir secretos, de mantener la lealtad del «nosotros» contra el «ellos»... e incluso de placer sensual. La propensión de Anastasia por esto —que es lo que Aliosha más amaba— se expresa particularmente en su vivaz estima por las palabras acuñadas.

En homenaje a mí, produce centenares además de las ya conocidas —«mi dicha», «mi adorado y único»— que resultarían insustancialmente chocantes en inglés. Una semana, soy diversos matices de «conejito»... no sólo él habitual zaichík, riño media docena de variantes semánticas, todas mutables, pero no intercambiables, y acordes con su estado de ánimo, O soy diez matices de «garito», o, últimamente, de «zarpa de garito»: lapuska, lapinka, lapunik, lapunia, lapusik y lapushka.

—Pero lapa es cualquier tipo de zarpa —simulo protestar—. ¿Cómo sé que soy un garito y no un tigre?

—¿Es que no adviertes la forma en que lo digo, mi tigroinok (feroz y dulce tigrecito)?

O se trata de una palabra absurda, que cambia diariamente, a veces de hora en hora, concordando con el tiempo o con la runa de una golosina recién engullida. Es tan proclive a las dulces naderías como al hedonismo y la pasión.

 

Estamos él uno en Brazos del otro, en el sofá de Aliosha, esperando mi recuperación. La habitación que pronto conoceré tan bien, iluminada a través de la ventana por una evanescente blancura crepuscular, parece suspendida en el espacio. El mismo Aliosha, que aún no es otra cosa que el viejo y un poco misterioso amigo de Anastasia, ha inventado un compromiso urgente en otra parte para dejarnos solos, y se ha disculpado con afectada seudocontrición porque no podrá volver antes de que anochezca. Durante una pausa, le pido a Anastasia que me hable de su primer amante.

Pronto renunciaré a esto: algo débil se encubre detrás de mí argumento de que la vieja adoración refuerza la hueva. Pero a veces me siento turbado durante la espera, y a mi secreta esperanza de que las reminiscencias de Anastasia contribuyan a abreviarla sumo en este caso la excusa de que estoy investigando las costumbres rusas. Aguardo, en parte, que Anastasia ponga objeciones, pero después de un fugaz titubeo responde con naturalidad.

El primero fue un ingeniero checo que desempeñaba un cargo en Moscú. Él tenía treinta y dos años; ella —que visitaba la capital con sus compañeras de curso de la escuela de segunda" enseñanza— acababa de cumplir quince. Él se fijó en ella cuando se hallaba en compañía de sus condiscípulas y Anastasia le dijo que tenía dieciocho años y esa noche salió furtivamente del albergue donde dormía el grupo, para ir a reunirse con él en la metrópoli iluminada por la luna. Cuando volvió a su aldea a la tarde siguiente, la aguardaba un telegrama de él. Durante todo ese año recibió desde Moscú —y durante los dos años ulteriores desde Praga— un diluvio de obsequios semanales, fotografías y cartas, donde le suplicaba que se casara con él.

La pausa de Anastasia se convierte en un punto final.

—¿Es todo lo que tienes que decir acerca de él?

—Por ahora, sí.

—¿Cómo se llamaba?

—Mirek.

—¿Pero qué sentías tú?

Me alivia que él no la haya ganado para sí, y al mismo tiempo experimento una extraña simpatía por esta historia... y un acceso de masoquismo por el placer que me produce su desenlace. ¿Cómo pudo haber sido tan insensible? Una parte de mi ser queda horrorizada por su crueldad adolescente, y otra parte comprende que protesto demasiado y que deseo padecer a mi vez ese mismo tormento mezquino, como cuando me quejo porque ella llega tarde a las citas.