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—La actividad sexual no es como el comer. Recibes lo que das.

Un día, una enfermera de un asilo de ancianos me preguntará si eso fue lo mejor que tuve.

—No, pero sí lo más bello.

 

Anastasia adora: la salsa barata de ajo; los recitales de órgano en el Conservatorio Tchaikovski; a los taxistas sarcásticos; la poesía más romántica de Byron; el kasha de alforfón nadando en manteca; el circo; desnudarse para nadar en cueros en ríos semicongelados (nunca se mete en ellos); un formidable filme soviético, casi desconocido, que se titula Sombras de nuestros antepasados olvidados; la destartalada cervecería próxima a la vieja oficina de Aliosha en la Plaza de la Granja Colectiva... Aborrece: el ballet por televisión; el patinaje sobre hielo en televisión (que las masas adoran); a Nikita Krushchev, acerca del cual no sabe casi nada, pero de quien no quiere oír hablar; los ejercicios físicos organizados; el Doctor Zhivago (del cual le hice llegar un ejemplar introducido de contrabando); los filmes soviéticos sobre niños que ganan premios en Occidente; a las mujeres norteamericanas alojadas en los hoteles del Intourist...

También recuerdo su brusquedad para con aquellas amigas con las que se sentía molesta. La evocación de su temperamento, de su puerilidad —que yo no protegía en razón de la mía propia— me lleva a preguntarme si no me atribuyo una responsabilidad excesiva por nuestro fracaso. Además —me digo— muchos de nuestros malentendidos eran inherentes a las circunstancias de nuestras vidas.

Por ejemplo, consideremos el incidente que comenzó con la llamada telefónica de Evguenia, quien me convocó a una entrevista inmediata. Una hora más tarde, nos encontramos en la entrada del hotel Metropole.

—Lo hago únicamente por tu bien —dijo—. Sólo para protegerte de un peligro que no puedes entender.

Su información era absolutamente fidedigna porque provenía de un primo que ocupaba un puesto en la cúspide de «los órganos».

—Bien, se trata, en síntesis, de que tu Anastasia está a sueldo de la KGB.

Sus últimas palabras se empinaron como la cola de un escorpión. Poco importaba que estuviera demostrando que era una embustera infame además de una puta. Había conseguido asestar el golpe y envenenamos. Porque incluso antes de encontrar tiempo para rechazar sus palabras, éstas habían formado una imagen: Anastasia como confidente. La indignación y la náusea que siguieron a la inoculación de ponzoña me dejaron destrozado.

Lo peor se produjo cuando una débil estación de la banda de onda corta de mis pensamientos se preguntó sí la acusación podía ser veraz. Recordé que ése mismo Metropole, prácticamente el único hotel abierto a los extranjeros durante la época de Stalin, siempre había estado infestado de soplones. Una tarde, mientras bailábamos en su restaurante de estilo rococó, Anastasia reflexionó acerca de lo que le habría sucedido si hubiera osado hacer eso mismo «en los viejos tiempos». Incluso entonces me pareció que ese era un comentario extraño.

Quizás era una de aquellas personas que «informaban» de minucias y tonterías sólo para mantener a la KGB, paradójicamente, tan alejada como fuera posible de su vida y sus pensamientos auténticos. Quizá lo había callado para no inquietarme. Aún destrozado, traté de tomar una decisión. Pobre Anastasia, aunque sólo una mínima parte de esta historia fuera cierta... o sobre todo si lo era.

Cuando Aliosha completó Su investigación, la evidencia me demostró que Evguenia había actuado movida por la envidia. Me había visto en restaurantes con Anastasia y estaba resentida— porque no la había invitado a ella después de lo que interpretaba como nuestra noche inaugural. Por fin se le había presentado una oportunidad para Vengarse... lo cual era tanto más fácil de lograr puesto que nosotros mismos sustentábamos la hipótesis indiscutida de que una joven rusa bonita no podía tener relaciones con un norteamericano sin autorización de la KGB. Pero antes de que afloraran estos hechos, yo le expuse el problema a Anastasia. El daño estaba hecho. Ella se marchitó. Mi estómago se crispó como cuando, a los ocho años, envenené accidentalmente a nuestro— coneja.

Cometí el error típico del marido que confiesa su falta. Porque aunque no me pareció que mis palabras encerrarán una crueldad oculta —al fin y al cabo no había renegado de ella, ¿y acaso esa estúpida historia no nos aproximaría aún más?— se sintió herida por el atisbo de incertidumbre que me había inducido a hablar del tema. ¿Cómo yo había podido pensar semejante cosa de ella, aunque sólo fuera por un instante?

Al igual que la esposa que asiste a una prueba de arrepentimiento que no ha pedido, Anastasia ya no podía tomarme la mano con confianza virginal. Yo habría de encontrarme con personas mucho más valiosas que Evguenia, incluidos algunos miembros de la intelligentsia prudentemente rebelde, que traficaban precisamente con ésos chismes de delación... pero el aborrecimiento que les tenía Anastasia era, como tantas otras facetas de su idiosincrasia, tina excepción. Ambos éramos inocentes y ambos nos sentíamos deshonrados.

Las únicas que resultaron heridas fueron nuestras ilusiones» pero habían sido esas mismas ilusiones las que nos habían alentado a ver un mensaje en nuestro vínculo. Nuestra alianza había sido apuntalada por el hecho gratificante de que dos personas que habíamos nacido separadas por una distancia de siete mil quinientos kilómetros, y en dos superculturas antagónicas, reaccionáramos, frente a los estímulos, con más analogías que las que teníamos con los niños junto a los cuales nos habíamos criado. Después de la acusación, hablamos mucho menos de este tema. Saltar el segundo acto de una pieza teatral muy elogiada porque se nos había entumecido el trasero, o «adoptar» a un chiquillo para que nos dejaran entrar en un zoológico infantil, nos pareció súbitamente mucho menos original. Antes, habíamos llevado a cabo nuestras estratagemas con la convicción de que demostrábamos algo acerca de las prioridades necesarias, de que les dábamos una lección a los petulantes del mundo. Ahora éramos dos amigos que tratábamos de idear algo sagaz.

 

A la semana siguiente, invité a Chinguiz para que nos acompañara en un paseo por el campo. Antes de que conociera a Anastasia, mis vagabundeos con él entre pinos y arroyos congelados estaban inspirados por el mismo estado de ánimo. Puesto que los quería a ambos, esperaba que simpatizaran entre sí.

Mientras intercambiábamos saludos en nuestro lugar de encuentro, en una estación de metro, me sentí impresionado por la semejanza que existía entre mis dos amigos estudiantes, tanto en el aspecto de la apostura como del temperamento. Chinguiz vio en un quiosco de la estación un panfleto acerca de su adorado Maiakovski y se excusó para ir a echarle un vistazo. Mientras esperábamos, Anastasia le catalogó como un «hipócrita superficial».

—Créeme, Maiakovski no le interesa en absoluto, como no sea para hacer circular un sentimentalismo autocomplaciente copiado de alguna pandilla universitaria. Y esa historia de que los pastores amaban a su padre comunista... no me hagas reír.

Lo único que sabía acerca del padre de Chinguiz era lo que yo mismo le había contado a lo largo de las semanas. Y en cuanto a su admiración por Maiakovski, la juzgaba sobre la base de un solo comentario que él había formulado al ver el panfleto, a saber, que tal vez el tempestuoso poeta habría encontrado motivos para suicidarse aunque la Revolución no hubiera fracasado. No era de ninguna manera una observación original, pero tampoco resultaba ofensiva. Ella misma podría haber dicho algo parecido. Sin embargo, aprovechó su alejamiento para sentenciar que todo él, con sus actitudes complejas, era un fraude.