Y le hizo el amor ferozmente. Nunca, exultó, había conocido tanta pasión. Ciertamente no con su esposa, una rubia atractiva y elegante a la cual, sin embargo, no había amado ni siquiera antes, y que ahora se convertía en una fuente de culpa y resentimiento. Porque por mucho que él se esforzara por seguir comportándose como un marido, y como un buen padre para sus hijos, estaba cada vez más fascinado por Masha y pronto llegó a aborrecer el tiempo que pasaba en su hogar. Aunque era igualmente infiel a Masha y a su esposa —le explicó que no podía evitarlo— sus otras conquistas no pasaban de ser aventuras pasajeras. Para colmo, su economía familiar quedó virtualmente desquiciada, absorbida por las diversiones y por los regalos que le hacía a Masha. No le daba nada a su esposa, que hasta entonces había administrado la totalidad de su sueldo mensual.
El mayor problema lo constituían sus superiores. Para garantizar la imagen pública del funcionario de la KGB como un laborioso y honesto Constructor del Comunismo que marcha a la vanguardia de las campañas políticas e ideológicas, todas las borracheras, los chistes y las fornicaciones se circunscriben escrupulosamente al ámbito privado. El comportamiento del amante de Masha provocó un disgusto cada vez mayor en el cuartel central. La pareja había sido vista en los escasos restaurantes de la ciudad. Su relación era demasiado pública. Se multiplicaban las murmuraciones acerca de su incapacidad para salvaguardar los principios del hombre de familia... y acerca de la edad de Masha. Ni siquiera hizo caso a quienes le aconsejaron afablemente, de forma oficiosa, que la abandonara. El divorcio estaba descartado: el agente que abandona a su esposa, sobre todo para cambiarla por una mujer más joven, es una deshonra para la institución. Había que hacer algo.
A un funcionario menos considerado y competente le habrían destituido. Al amante de Masha le ofrecieron dos alternativas: aceptar el traslado a una ciudad lejana, o renunciar. Masha le suplicó que pensara en su familia y en su carrera... y él aceptó. La última noche que pasaron juntos fue un fracaso. A la mañana siguiente, él partió rumbo a su nuevo puesto, a dos mil kilómetros de Perm, y Masha no volvió a tener noticias suyas. Un año más tarde hubo un epílogo. Masha estuvo en aprietos por haberse vinculado con un joven químico que leía y hacía circular Sobre el realismo socialista, de Andrei Siniavski. Movido por el afecto que le inspiraba su ex protegido, el capitán de la KGB que dirigía la investigación sobreseyó a Masha con una simple advertencia. En su expediente no asentaron nada incriminatorio.
Yo no me había propuesto explayarme tanto acerca de la KGB. Este es el estilo del mundillo diplomático, que machaca sobre sus ideas fijas. (Mi mayor inquina contra la embajada se remonta a la disertación sobre cuestiones de seguridad que me endilgaron al día siguiente de mi llegada, disertación cuyo énfasis en los peligros de la «confraternización sexual» me produjo semanas de frustración y una hora mortificante de impotencia durante mi primera tentativa seria con una atónita muchacha rusa.) Aun ahora, gran parte de la colonia norteamericana permanece constantemente ALERTA, y se niega a pisar un apartamento ruso. En verdad se montan provocaciones, ¿pero qué cosas realmente terribles pueden sucederle a una persona que tiene inmunidad diplomática? Paradójicamente, esta preocupación refleja una verdad parcial acerca de la policía secreta. El mismo aislamiento que resguarda a los funcionarios de la embajada del lado «humano» de la institución —al fin y al cabo los agentes de la KGB son personas; por ejemplo, el amante de Masha— también les impide comprobar directamente hasta qué punto la policía se infiltra en la vida cotidiana.
La semana pasada, una ex condiscípula de Raía pasó por Moscú, en viaje desde su ciudad natal, y le relató la historia del infortunio de una familia vecina. Empezó cuando su cabaña ardió hasta los cimientos, de manera tal que el fuego consumió hasta el último libro y la última cuchara de madera. Desesperada, la madre viuda de tres criaturas solicitó asistencia a la Cruz Roja local, y su tenacidad fue recompensada con quince rublos: alimentos para una semana. «Pero se supone que la Cruz Roja debe ayudar; se supone que ha sido creada para los casos como el mío», escribió en tono de apacible protesta... y en una petición dirigida al Soviet local agregó que durante los doce años como miembro voluntario de tal institución en su fábrica, su aportación excedía tan mezquina donación. El resultado fue una visita de la KGB y la advertencia de que si continuaba intentando «provocar disturbios», su actitud sería considerada como un acto antisocial. «¿Qué provecho obtendrán sus hijos si usted va a la cárcel?», le preguntó el funcionario de turno.
Mi error consistía en pensar que la KGB sólo actuaba para sofocar la disconformidad política, pero lo cierto es que cualquier exhibición insignificante de independencia basta para irritarla. Al mismo tiempo, existe un área de duda y una capacidad de maniobra mayores de lo que yo había pensado. Cuando se la conoce es menos siniestra y más deprimente.
Es cómodo tener en la residencia estudiantes de sexo femenino. Los cuartos se distribuyen al azar muy en el estilo ruso, y a menudo los varones y las mujeres ocupan habitaciones contiguas. En la década de 1960, durante cuatro años, las mujeres vivieron segregadas en un pabellón especialmente custodiado del edificio principal. Ahora que nuevamente conviven ambos sexos, como corresponde, se especula acerca de las causas que determinaron su separación y el posterior cambio de política. Predominan tres teorías. Se dice que los estudiantes extranjeros, que empezaron a llegar en masa a fines de los años 50, no podían aceptar con naturalidad los alojamientos mixtos: sus travesuras y risas advirtieron a las autoridades que la reputación de la Universidad estaba amenazada. Asimismo se alega que una cantidad alarmante de abortos (gratuitos y legales) demostró la necesidad de adoptar medidas correctivas. Pero más tarde se comprobó que la segregación no había reducido notablemente el trabajo de la clínica de la Universidad, quizá porque centenares de alumnos varones se las ingeniaban para dormir todas las noches en el pabellón de las mujeres. (Desde luego, para impedir estas transgresiones existía otro sistema complejo de control de entradas y salidas, con guardianas que se apostaban en las puertas y con patrullas nocturnas que registraban los cuartos. ¿Pero en qué otro país es más fácil engañar o sobornar a los guardianes, ya sea distrayendo su atención, cambiando los documentos o deslizando una barra de chocolate en el bolsillo de una matrona? ¿Y dónde es más fácil zafarse con súplicas —«Me pongo a su merced, por favor, por favor no sea cruel conmigo»— cuando a uno lo atrapan? Las autoridades soviéticas de rango inferior son a menudo babushkas campesinas, de convicciones políticas inexorables e impermeables a la lógica, pero con un corazón que anhela ser conmovido para poder perdonar a los pupilos descarriados. Sea como fuere, se llegó a la conclusión de que la perturbación que causaban las hordas de hombres al entrar en la sección femenina era mayor que la que había que sufrir bajo el sistema anterior.)
Pero ahora empieza a predominar una nueva teoría que concierne al primer secretario de la organización del Partido en la Universidad. Georgiano y obsesionado, como la mayoría de sus compatriotas de sexo masculino, por el tema de la virtud femenina en su familia, se angustió cuando su propia hijita querida tenía que ingresar en la Universidad. Obviamente, la organización tradicional del pensionado no era apropiada para ella. Con un solemne preámbulo acerca de la moral comunista, promulgó el decreto de segregación. Fue en vano que la Liga de Jóvenes Comunistas de la Universidad protestara por razones de humanitarismo, y que varios decanos lo hicieran por razones burocráticas: la dispersión de alumnos de las mismas Facultades recargaba el papeleo. Trascurrieron unos años desdichados, que concluyeron finalmente con el feliz descubrimiento de que el georgiano había estado robando y revendiendo libros de texto y artículos de oficina (o, según otra versión, con el descubrimiento de que insistía en hablar bien de Krushchev). Destituido después de una investigación confidencial del Partido, fue enviado para ocupar un oscuro puesto en Siberia, mientras se reimplantaba discretamente el antiguo sistema. Sic in Muscovy res geruntur. Sic, al menos, es la naturaleza de los rumores.