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—¿Qué pruebas tienes? —pregunté, con la esperanza de evitar que mis planes para la jornada se fueran a pique.

—No me des lecciones. No eres mi maestro.

Después de esto, nada de lo que Chinguiz hubiera podido decir durante el día le habría absuelto: Anastasia obedecía a los dictados de su intuición. Por primera vez, comprendí hasta qué punto su fino instinto artístico podía ser desmoralizador en situaciones que exigían objetividad. Con cuánta facilidad censuraba no sólo a los actores que la disgustaban, sino también a los seres humanos. Turbado y avergonzado por ella, cambié de tema.

Chinguiz volvió y la antipatía recíproca de ambos despidió chispas. Pero ninguno quiso ofenderme —¡ay, qué paradoja! ¡si por lo menos lo hubieran hecho!— suspendiendo la excursión. Fuimos a una zona sin urbanizar situada en las afueras de la ciudad, y su mutua hostilidad inexpresada sólo sirvió para aumentar la tensión.

Chinguiz, que era lacónico en sus mejores días, casi no habló durante las primeras horas, y mis esfuerzos por sacarle de su introversión sólo consiguieron paralizarle aún más la mandíbula. Era una mañana penetrante de cristales de nieve aislados y ramas de abetos cargadas de carámbanos refulgentes: el día de invierno más perfecto que yo había visto. Su belleza ahondó nuestra soledad. En el colosal silencio de ese vasto horizonte de campiña incontaminada, el crujido de nuestras seis botas sonaba como en el patio de una prisión.

Una vez más, podía culpar a las circunstancias. Yo había contribuido a la desgracia al violar el código que estipula que los extranjeros no deben presentar entre sí a sus amigos rusos. Por razones obvias, de las cuales la superchería de Evguenia debería haberme hecho tomar plena conciencia, las partes en cuestión no harán sino desconfiar las unas de las otras. Pensé en esto cuando vi que ambos se ponían hoscos, tratando de sondear si la relación del otro conmigo, el norteamericano, era honesta.

Pero también recordé la advertencia de un hombre sabio. «En todo triángulo la base tiene dos ángulos. El tercero corresponde al vértice solitario.» ¿Por qué había resuelto formar ese triángulo mudo? Me aguijoneaba la vaga idea de que había invitado a Chinguiz porque dudaba de mi capacidad para entretener a Anastasia: para condimentar nuestra relación, que ya era menos sustanciosa de lo que habíamos esperado después de nuestros prodigiosos primeros encuentros. Nuestro respeto mutuo también se estaba empañando: Anastasia marchaba delante de nosotros, evadiendo como siempre la responsabilidad de enfrentar las situaciones ingratas. Cada vez que tropezábamos con algo desagradable, aunque fuera como consecuencia de uno de sus caprichos, resolvía el problema alejándose, dejando que yo me arreglara solo.

—Nastinka, le contaba a Chinguiz... ¿recuerdas el día en que vimos la liebre con rabo?

—No.

Siguió caminando, fingiendo que estaba demasiado absorta en la naturaleza para prestarnos atención. Pensé en lo que le habría dicho si hubiéramos estado solos, como en nuestra excursión anterior a una hacienda campesina: «Cuando seamos ricos y famosos no gastaremos nuestro dinero en la compra de un palacio. Contrataremos mujeres para que nos pelen las semillas de girasol.»

De pronto un pájaro se elevó desde un magnífico álamo tembloroso hacia el firmamento increíblemente azul. El sol reverberaba sobre las puntas de sus alas.

—Un alionín —exclamó Chinguiz—. Les amenaza la contaminación.

—En Rusia central, cuando ven un herrerillo generalmente lo reconocen —gritó Anastasia, sin volver la cabeza. Su voz destilaba sarcasmo—. Quizá no los académicos literarios, pero el primer deber del poeta consiste en conocer los animales silvestres.

Estalló una disputa repugnante, que sólo la sobriedad de Chinguiz mantuvo por encima del nivel del comentario de Anastasia: la referencia a Rusia central en presencia del semicalmuco Chinguiz era una manifestación de racismo apenas disimulado. Yo había visto mejor el pájaro y pensaba que era un humilde gorrión, pero traté de hacerlos reír jurando que era un pelícano. La tentativa fracasó lamentablemente. Volví a la residencia con Chinguiz, porque Anastasia se fue sola, sin dejarme otra alternativa.

Si la presencia de terceros quita intimidad al lenguaje especial de toda pareja, era comprensible que el nuestro, fundado sobre la premisa de que expresaba una extraña compatibilidad entre dos personas de orígenes distintos, resultara especialmente perjudicado. Pero ese lúgubre paseo nos hizo aún más daño. Implantó la vil sospecha de que si Chinguiz podía reducimos a la condición de extraños, no sólo nuestro lenguaje fulgurante de observaciones y asociaciones compartidas, sino nuestra misma afinidad, era una baratija de feria.

Lógicamente, esa incapacidad para salvaguardar la dichosa libertad de nuestra propia compañía en presencia de Chinguiz debería habernos inducido a valorarla aún más... pero no fue así. Nuestra sensación de que éramos singulares cuando viajábamos en un autobús bullicioso o cuando veíamos una mala película desde los viejos asientos de madera terciada, experimentó un nuevo deterioro.

 

Sólo cuando estábamos con Aliosha podíamos conservar nuestra personalidad, a pesar de que yo aún apenas le conocía. Si queríamos, nos freía un biftec, y después se iba con una excusa grotesca. Ese era el único apartamento que le gustaba a Anastasia, en una ciudad con ocho millones de habitantes, y también era el único donde no nos sentíamos comprometidos.

Estábamos allí una tarde cuando entró con dos chicas, luego de emitir un alegre silbido de advertencia. Después de bailar un poco, los tres treparon a la cama mientras Anastasia y yo estirábamos el colchón de caucho sobre el suelo de la cocina. Pronto nos llegó el estrépito de su retozar, y me senté para espiar por una rendija de la puerta. Estos juegos aún eran nuevos para mí. Anastasia me siguió a tiempo para ver que la más bonita de las chicas me invitaba, con una seña, a hacerle compañía. Notó, asimismo, que el ademán me devolvía las fuerzas, a pesar de que habíamos terminado de copular un momento antes.

—Aliosha está ocupado y la que sigue hambrienta pide auxilio —susurró Anastasia—. ¿Por qué la desprecias?

—¿Hablas en serio?

Esperaba que sí. O que no. Sobre todo, quería que lo dijera claramente. Pero su sonrisa era en verdad enigmática. Me pareció que expresaba lo que yo estaba aprendiendo solo al asistir al desfile de chicas por el apartamento de Aliosha: ¿qué importa si me acoplo con otra para un simple acto sexual?

—¿Por qué habría de molestarme? No te lo arrancará —agregó—. Vete con ella. Pero vuelve pronto a mí.

Me urgió para que me pusiera en pie. La súbita evocación de la historia de los dos georgianos que la habían poseído nueve veces me convenció de que no bromeaba. Al fin y al cabo, ella misma me había descrito su época de promiscuidad. Marché hacia la cama. La muchacha se dio vuelta y separó sus cálidas piernas para recibirme.

Cuando regresé a la cocina, Anastasia dormía. Meses más tarde, cuando Aliosha me informó que ella había fingido dormir, y que había presenciado mi actuación con una pena y un odio feroces, comprendí que había interpretado mal todas las cosas. Incluso la razón por la que había accedido a hablar de sus anteriores amantes. Todo lo había hecho para poder observar mi reacción: ya sospechaba que marchaba por el mismo camino que Aliosha en lo que concernía a la cama.

Aparentemente te amaba —dijo Aliosha, respondiendo a mi acoso—. Yo no lo sabía. Hubo de tragarse mucho orgullo para seguir contigo después de la prueba a la que te sometió esa noche.

Lo increíble no fue que yo necesitara que otra persona me explicase que me había comportado como un cerdo, sino que incluso entonces, cuando mi insensibilidad me reverberaba en los oídos, simulara ignorar lo que le estaba haciendo, mientras se lo hacía. Había sido «un simple acto sexual».