Выбрать главу

 

No pudo verme durante el resto de la semana. En el fin de semana tuvimos nuestra primera disputa. Naturalmente, por una trivialidad.

Ella había perdido su «pasaporte», el documento de identificación que, teóricamente, los rusos siempre deben llevar consigo.

Era la segunda vez que extraviaba el vital documento desde que la conocía, pero esto difícilmente habría bastado para explicar mi irritación. Ella, y no yo, tendría que perder la tarde de un sábado haciendo cola en dependencias policiales para obtener uno nuevo. Le entregué los billetes para pagar la multa, y mi desdén silencioso recayó sobre ella, por su eterno descuido, y sobre mí, por la hipocresía con que desempeñaba mi papel de benefactor. Mi aborrecimiento por mi propia mezquindad volvió a encauzarse hacia su negligencia, sin la cual no se habrían desencadenado mis sórdidas reacciones.

Al día siguiente, la sorprendieron en el autobús sin el billete, y el inspector sumó una arenga a la multa de cincuenta kopeks. Anastasia perdió los estribos.

—Por favor, termine con la cantinela de la «responsabilidad social», porque ya está demasiado gastada.

El inspector llamó a un policía que la llevó a su comisaría, y yo la seguí, preguntándome si mi presencia sería útil o contraproducente. Si no hubiera sido tan bonita tal vez habría pasado quince días en una cárcel pestilente por conducta antisocial.

Salimos rematadamente tarde para una cena en un restaurante a la que nos había invitado Aliosha. Compré dos helados para celebrar su liberación, y esperamos hasta que se serenaron nuestros nervios.

—¿Por qué hiciste esto, avara? Me dijiste que habías pagado el maldito billete.

Siguió caminando, sin contestar.

—¿Qué es lo que tratas de demostrar?

—Oh, déjalo ya —espetó—. No tenía el cambio justo.

—¿Por qué no me lo pediste? Nunca pagas cuando tienes cambio.

—No insistas. No quiero continuar esta discusión.

La perentoria hostilidad de su tono me dejó mudo. Tuve la impresión de que siempre intentaba probar algo con su actitud ostensiblemente libre de inhibiciones. Puesto que no teníamos a dónde ir ni cómo telefonear a Aliosha, nos limitamos a marchar a la deriva... hacia el puente Krimski, según noté, escenario de nuestro primer beso hechizado. Comprendí que mi enojo nos alejaría aún más de esa exultación aparentemente lejana, pero no pude reprimirlo.

—Claro que no insistiré... ahora que he pagado la fianza para sacarte de la comisaría. Ya puedes volver a simular que estás por encima de todo.

Mi acritud me sorprendió. Lo peor no era la indignación por saber que ella me usaba —al aceptar mi ayuda cuando la necesitaba y al rechazar simultáneamente mis consejos— sino el bochorno, presente en alguna parte de mi ser, por la bajeza de mi resentimiento. Y, por supuesto, el primero aumentaba la magnitud del segundo. Permitía que una jovencita me dominara, incluso pedía que lo hiciera; y ella me guardaba rencor, con razón, por mi ruindad.

—¿Por qué te sales de las casillas por los cinco kopeks para el autobús? ¿Por qué no dejas que yo me preocupe por determinar lo que es justo... por saber quién es el que estafa realmente aquí?

—Soy el primero en admitir que, dada la forma en que te defrauda el sistema, te has hecho acreedora a un millón de viajes gratuitos. ¿Pero qué ganas al contraatacar con este tipo de «victorias»? El verdadero motivo es que te encanta jugar a la inocente traviesa.

Se desvió en otra dirección. Cuando la alcancé, estalló, y la disputa hizo aflorar agravios personales que nos desanimaron. Yo escupí mi resentimiento, y vi cada vez más claro que detrás de su cautivante desenfado se ocultaba la indiferencia para con los demás de una chiquilla malcriada.

—Siempre quieres «liberarte» de las «reglas mezquinas» que subyugan a las personas «menos sensibles». Como pagar los viajes o llegar puntualmente a una cita. Elevas el engaño a la categoría de principio... es un recurso espléndido para demostrar tu superioridad.

Me contestó, siseando, que Aliosha jamás se habría rebajado a jactarse de que la había ayudado a salir de la comisaría, pero que eso era típico de mí, puesto que trataba de remedarlo sin tener un ápice de su madurez o su generosidad.

A menudo eres un imitador... artificial. No te dejas gobernar por tus sentimientos, sino por cómo piensas que éstos deben ser. Por eso siempre reaccionas ante las cuestiones secundarias: las entradas de teatro y las tarifas de autobús, y no la gente. Como careces de instintos reales, tratas de guiarte... ¡qué asco!... por lo que has leído.

¡Santo cielo, cuánta razón tenía! Cuánto anhelaba poder reírme junto con ella del sargento de policía y de la multa por el pasaporte. Pero simulaba que mi pomposidad estaba ligada a una parte mejor de mi persona que, por lo menos, intentaba entender los argumentos ajenos. La prueba de que yo me guiaba por lo que pensaba que debía sentir, tal como ella lo había percibido, fue que me contuve y traté de concertar las paces, felicitándome por no haber caído en un acceso de furia como el de ella.

Dejé que disparara su última andanada, y luego la cogí por el brazo, que ella apretó sorpresivamente contra su costado. Seguimos caminando al azar. Una de sus mayores virtudes consistía en su capacidad para apaciguarse casi instantáneamente después de un estallido. Pero yo ya no sentía que debía amarla: empezaba a verla como una persona común y corriente. Y aunque quizás ella podría ayudarme a trasponer la barrera de mis abominables poses y defensas, cuanto más nos aproximábamos a nuestros núcleos interiores, tanto más intensamente percibía yo nuestras disparidades esenciales. Llegamos a la margen de un río y ella misma sintetizó una de las más importantes.

—La diferencia reside en que yo sólo ambiciono ver lo que me sucede a mí. Sería feliz tomando el sol aquí durante todo un verano. Tú te pondrías nervioso porque no estabas consiguiendo nada... y ésta es la razón por la cual algún día lo harás.

—La diferencia reside en que tú te has tendido en menos playas. Naturalmente quieres compensar esa falta.

Pero esta era una verdad a medias, enunciada para evitar discusiones ulteriores. Éramos producto de sociedades distintas. Era lógico que, por haberse criado en la suya, Anastasia creyera que la libertad consistía en hacer algo impunemente, y la buena vida en holgazanear en una playa. No era justo que me sintiera constantemente inferior. Yo tenía algo que decirle a ella acerca de los objetivos de la vida, pero no quería escucharme.

La paradoja de que yo la incitara a ser una mejor ciudadana soviética formaba parte de eso. Lo que quería decirle era que la solución no consistía en desentenderse de las cosas. Y que mi irritación por su travesura del autobús estaba relacionada con la idea de que el auténtico individualismo debe manifestarse en términos de mayor dignidad.

«Escucha, Nastiusha —repetía constantemente... para mis adentros—. Cuando se lleva a cabo la rebelión, debe ser útil para la humanidad, y no puede reducirse a tus picaduras de mosquito.»

Esta retórica me convertía en un hazmerreír, como yo quería, pero la postura desbocada de Anastasia seguía siendo obsoleta. Se parecía un poco a Zelda, que hacía todo lo que estaba a su delicioso alcance para abrumar a Scott Fitzgerald. Por muy insignificante que yo fuera, comparado con él, a veces anhelaba ser yo mismo y no la variante más audaz pero menos auténtica que fingía ser en presencia de Anastasia.

Necesitábamos seguir caminando. Era un trance curiosamente asexual, como si el hecho de haberme sincerado, aunque poco, con Anastasia, hubiese drenado mi potencia. Llegamos a una zona de cabañas de madera y de pronto pensé en la casa de Brooklyn donde había vivido hasta los cuatro años. Cada vez que volvía de alguna parte, su imagen me reconfortaba, pero la ansiedad surgía casi inmediatamente y temía entrar en ella. Decía sollozando que se derrumbaría el techo; tal vez en ese mismo instante las termitas estaban socavando los cimientos de madera. No podía confiar en esa casa donde me autoaborrecía por desear que mis padres se gritaran entre ellos en lugar de reñirme a mí. Esa estructura aparentemente sólida que podría descalabrarse delante de mis ojos... Cuán difícil era acostumbrarse a los defectos de Anastasia, que ya debilitaban nuestras vigas. ¡Cómo deseaba que su fortaleza estuviera a la altura de su belleza!