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Nos separamos antes de la cena y fui solo a la casa de Aliosha. Las comodidades y distracciones de su morada aumentaban diariamente. Tenía una botella de vodka polaco. Lo que resultaba más importante olvidar era por qué, tan pocos días después de haber presenciado mi procacidad desde la cocina, ella estaba de talante para gritarle a un inspector de autobuses. El comentario de Anastasia que vibraba con más fuerza en mis oídos era el que había formulado acerca de «quién es el que estafa realmente aquí».

Aliosha y yo fuimos al cine. Anastasia siguió desentendiéndose de las alcancías donde había que depositar el precio de los billetes, en autobuses y tranvías. Por una cuestión de principio.

Durante las semanas siguientes el tiempo fue desolador. Los días pasaban como una columna de prisioneros uniformados en un campo de trabajo. Una combinación de frío normal y humedad inusitada nos dejaba doloridos los dedos de las manos y de los pies, por mucho que nos abrigáramos. La sustancia que había en el aire y sobre las aceras era el sliakot ruso en lugar del «légamo» o el «cieno» habituales. Era poco el alivio que podíamos encontrar bajo techo. Los filmes y las obras de teatro eran malas: ya habíamos visto todo lo que revestía interés. El retorno al circo fue un desastre. Y los restaurantes se tornaron deprimentes.

Las mismas comidas en el mismo reducido número de lugares habían perdido toda su emoción. La razón objetiva era la declinación invernal de la gastronomía rusa. Incluso en el The Berlin, nuestro favorito del «Viejo Mundo», la atención nos destrozaba los nervios. Durante la sudorosa hora de espera que transcurría entre un plato y otro, ocasionalmente debía tragar la bilis de frustración cuyo gusto había predominado en los restaurantes del Intourist que frecuentaba antes de conocer a Anastasia. La música nos producía jaquecas, las sillas se nos hincaban en los muslos. Generalmente renunciábamos a esas veladas cuando estábamos en la mitad, pero ahora nos quedábamos, prolongando nuestra desdicha. Las minucias actuaban a la inversa. Nuestras miradas se cruzaban cuando volvían de escudriñar otras mesas y se estremecían conjuntamente al presenciar el cuadro tácito de la fragilidad de nuestras relaciones... basadas, cada vez más, sobre el lujo grosero de esos burdeles socialistas. Su conexión con la auténtica vida rusa consistía en suministrar tres calamitosas horas de evasión respecto de su calamidad más profunda.

—¡Si por lo menos tuviéramos nuestro apartamento propio! —les impetraba entre dientes a los desconocidos que compartían nuestra mesa. El de Anastasia, el de su tío, el mío. Cualquiera donde pudiéramos estar en bata, a solas con un libro o viendo un filme de la televisión. La artificialidad de esas largas veladas que pasábamos fuera se evaporaría. Seríamos nosotros mismos... o sea, aún, los mejores amigos, a pesar de que la pasión era menos intensa. Mientras tanto, nos sentíamos víctimas del invierno y de las circunstancias soviéticas, y esperábamos los mimos de la primavera.

Pronto volvimos a ver por segunda vez nuestras piezas favoritas. Su espontaneidad en el auditorio seguía aguzando mis sentidos, y experimentaba el placer adicional de exhibirme llevándola del brazo. La mitad de la platea de los mejores teatros está ocupada por miembros de la colonia occidental que sólo conocen a unos pocos rusos, especialmente autorizados, con los que se han vinculado en el trabajo, y valoran el contacto social más fortuito con el ciudadano común menos atractivo como un testimonio de inserción en la vida real del país. La belleza obviamente rusa de Anastasia arrancaba susurros y miradas gratificantes. El invierno y las circunstancias soviéticas eran los mismos, pero el mismo yo, con el bloqueo que me impedía alcanzar mayor profundidad, disfrutaba el placer superficial del halago a mi vanidad.

Una noche, a fines de enero, fuimos a presenciar tres ballets de un acto en el Bolshoi, teatro que amábamos más que a todos los otros juntos, incluidos los nuevos y más deslumbrantes. Visto desde fuera, el edificio es más pequeño y menos portentoso de lo que da a entender su nombre, y el desorden general ruso se impone aun aquí para agrietar el techo y proyectar vetas descendentes desde los canalones herrumbrados y a lo largo del yeso amarillo. Pero el interior irradia una magia sobrenatural. Los rusos marcharían descalzos por la nieve para llegar a su exuberancia.

Era el único lugar de Moscú que me permitía olvidar que estaba allí. El espeso terciopelo escarlata, los oropeles amigos, la fusión de opulencia e intimidad, generan más calor que el espectáculo mismo en una tenebrosa noche de invierno. Apenas entrábamos, nos remontábamos de la desidia y la tristeza para ingresar en el reino de la ilusión.

En ese entorno volvía a amar a Anastasia. Lucía un vestido de jersey negro, que yo le había comprado a un diplomático francés, y que destacaba la blancura de su piel y el brillo de su pelo. Estaba más bella que nunca, tan etérea como un personaje de fábula. Caminé por el pasillo detrás de Anastasia, hasta su asiento, con la premonición de que iba a ocurrir algo excepcional. El primer ballet era El teniente Kije, de Prokofiev. La partitura, silenciada durante buena parte de la era de Stalin, ayudó a convertirlo, con sus ecos del jazz sardónico de Kurt Weill, en un favorito de la vanguardia cuando se reestrenó cuarenta años más tarde. La compañía, encantada con la tregua que le permitía olvidar la rutina de El lago de los cisnes — Silfides — Giselle, enriqueció con vigor su habitual virtuosismo técnico. Anastasia ronroneó.

Durante el entreacto fui a buscar algo para beber. Anastasia me decepcionó al insistir en quedarse en su asiento. Cuando volví, estaba en el otro extremo de nuestro pasillo, riendo con Joe Sourian.

—Nos ha invitado a acompañarle después de la función —dijo, cuando volvió a ocupar su asiento—. A casa de un corresponsal norteamericano. Han organizado una fiesta.

—¿Cómo conoces a Joe?

—¿Quién no lo conoce? —respondió, con una risita.

Tuve otro acceso de irritación. O de celos... ¿pero de Joe Sourian?

—¿Qué fiesta? No creo que debamos ir.

—¿Por qué siempre supones que puedes decidir por los dos? Aún te imaginas dispensando regalos a las chicas nativas. Programando sus movimientos.

Siempre se equivocaba respecto de la intención, tanteando mis puntos débiles para menospreciar mis consejos. Pero estaba en lo cierto cuando se trataba de mí. Ahí estábamos, tratando de olvidar nuestra última riña, pero iniciando otra nueva... que podría ser la última.

—Por favor, no tengamos una discusión esta noche. Sencillamente pienso que sería tonto que se sepa que frecuentas a otros norteamericanos. Uno solo ya entraña suficientes riesgos.

—Pamplinas.

—Sabes que lo que digo es prudente.

—Pero no es el verdadero motivo. Tienes algo contra Joe.

¿Tal vez ha desbaratado el «monopolio» que ejercías sobre los amigos rusos?

—Oh, por favor, Nastia.

—Yo acepté. Hace siglos que no bailo. Algunos de tus compatriotas saben divertirse.

No contesté. No tenía respuesta a su «última palabra» sobre la cuestión: que yo exageraba intencionadamente el peligro de los delatores. Ella conocía su propio país, y no había más que decir. Pero nunca había estado cerca de un enclave diplomático, y estaba aún más lejos de saber lo que era la vigilancia allí.