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Sentía deseos dé arrancarla del asiento y llevarla... ¿a dónde? Si por lo menos esa noche no hubiera estado tan hermosa. Demasiado espléndida para perderla, demasiado exasperante para acompañaría. Llena de cualidades singulares qué sólo yo podía apreciar... y de defectos que no debería haber tenido. Se parecía tanto a lo que yo necesitaba. La perfección que casi me brindaba hacía que deseara la relación, y la detestara a ella, tanto más.

Las luces de la sala se apagaron. Geólogos, el segundo ballet, era una obra de propaganda mercenaria acerca de unos tenaces exploradores que descubrían yacimientos minerales para la Madre Patria. Los retorcimientos de Anastasia provocaron la habitual indignación entre los espectadores sentados cerca de nosotros, en tanto que su actitud para conmigo, traducida en la espalda Arqueada y la negativa a mirarme, equivalía a un ligero berrinche por el hedió de que la frenaba con una restricción «sensata».

Durante el segundo entreacto me acompañó a la cafetería, y por primera vez en mi vida pedí champán. Si lo hubiera pensado mejor, lo habría hecho para preparar una reconciliación en gran estilo... para eclipsar a aquellos compatriotas míos que «sabían divertirse». Pero no estaba en condiciones de pensar. Después de las primeras copas, me sentí sucumbir a un hechizó irresistible. Todo lo secundario se disolvió en la lejanía a medida que avanzaba hacia mis auténticos pensamientos.

Era una sensación mucho más próxima a la embriaguez de la marihuana de lo que era capaz de producir el campan, porqué me sentí remontado a la milagrosa situación en que el tiempo se estira sin límites en ambas direcciones. Yo estaba cebado por una psique llena de tomas de conciencia acerca de mí misino, las más honestas y profundas que yo podía generar, y cada minuto parecía durar un día.

Algunas de las reflexiones eran tan penetrantes que me sentí agraciado por un poder de premonición. Sentado a nuestra mesa, descubrí en las manos y el rostro de Anastasia ciertas líneas qué nunca había visto antes. No era sencillamente más bella: había alcanzado un nivel superior de belleza, que yo captaba a través de un nuevo sentimiento de comunión con ella en la medida en que era un semejante que tenía sus propios vínculos con la portentosa fuente de vida universal que fluía hacia mi interior. Cuando vino caminando hada mí lo que vi fue una figura dé dignidad sacrosanta, ataviada con el vestido negro, que la sustituía en su asiento.

El tercer ballet me precipitó hada una dimensión más profunda de las visiones. El primer sonido de flauta de Petrushka me persiguió como si jamás lo hubiera oído antes. Los bailarines de la heterogénea multitud de la escena inicial me impresionaron como si fueran los primeros intérpretes que veía en un teatro. Comprendí inmediatamente que los episodios que me habían pareado fantásticos retrataban, por el contrario, las verdades más hondas de la idiosincrasia nacional, y que lo que yo estaba a punto de ver no era un ballet sino una revelación que emanaba de las más recónditas fuentes inconscientes de los creadores. Dejante de mis ojos desfilaban la historia y el arte de Rusia, todo lo que la hada triste y grandiosa. El músico callejero levantó su concertina. Yo Comprendí por qué el hombre necesita música y dramas religiosos. Él ademán fue inmensamente melancólico y esperanzado, totalmente desconcertante y revelador. Emancipado del tiempo y el espacio, floté hada las causas últimas.

Aunque olvidé la mayoría de las visiones en el mismo micro— segundo de su revelación, algunas señales quedaron grabadas en mi retina, como sucede después de la fulguración de un rayo cósmico, El anciano que invitaba al transeúnte a entrar en el recinto de espectáculos donde actuarían los títeres —siempre en la primera escena, antes de que yo recuperara el aliento— me permitió entender por qué mi abuelo había abandonado el ghetto de Lvov en 1901, hecho éste cuya importancia yo nunca había vislumbrado, hasta el punto de que no me había formulado la pregunta. A continuación, el trajinar de la chusma en la calle de San Petersburgo me demostró que yo y mis fracasos formábamos parte de la humanidad, emparentada de alguna manera con los temas eternos del arte.

Los parches dejaron oír un redoble agorero: algo fatal iba a ocurrir en esta escena. Un viejo prestidigitador, símbolo de la magia de la feria, asumió el control del teatro. Tomé conciencia, lentamente, de que había empezado una contienda titánica entre mis fuerzas pro-Anastasia y anti-Anastasia, contienda que se hacía rápidamente más encarnizada en el contexto del apocalipsis mayor. Apenas comprendí lo que les iba a suceder al pobre Petrushka y a la casquivana Ballerina, me di cuenta también de que Anastasia y yo no deberíamos dejar las cosas como estaban. No había fórmulas intermedias para un ruso y un extranjero; el único remedio era... el MATRIMONIO.

El matrimonio, el santo himeneo, la unión eterna: quería su absolución. ¿Pero no sería quizás el remedio peor que la enfermedad?

El mundo estaba allí, sobre el escenario hipnótico. El prestidigitador jugaba con él; los sones de su flauta encantada me decían que esa era la decisión capital de mi vida, y sólo el presagio de que algo que inferiría de sus malabarismos me ayudaría a encontrar la respuesta, me salvó de lanzar un gemido de tensión.

Cuando comprendí que del veredicto dependería que yo fuera un falso calavera hasta el fin de mis días, o un hombre normal, se sumaron a la batalla distintas fuerzas de mi personalidad, virulentamente antagónicas. Mi tendencia a la soltería perenne siempre había derivado de la sospecha de que una mujer como Anastasia nunca podría amarse —lo cual era, a la vez, una trampa para no confesar que yo me sentía incapaz de amar— y esto había reforzado el miedo a comprometerme. Ahora podría vencer dicho miedo. ¿Pero esta criatura excéntrica merecía que quemara por ella todas las naves?

Se trataba de jugar a todo o nada. No casarme implicaba perderla para siempre. No podría volar desde Nueva York para visitarla los fines de semana. No se trataba de un matrimonio sino de una ruptura irreversible con el pasado... también para ella, porque debería trasladarse a un mundo nuevo.

Tal vez el viaje sería contraproducente. Su extravagancia podría ser desastrosa en Occidente: una hija de la naturaleza que perdía constantemente su pasaporte quizá se resistiría a recibir los mensajes telefónicos, arrojaría mis escritos a la basura, descubriría un principio para justificar las raterías en los supermercados. ¿No sería una locura que yo, con mi pusilánime sentido de la lealtad, asumiera ese triple riesgo?

Sin embargo, sólo un matrimonio que entrañara un desafío extraordinario podría tentarme a correr el riesgo. La atracción residía precisamente en lo inusitado. Me había escabullido de una docena de compromisos con alumnas de Wellesley a las que presuntamente estaba destinado. Nunca formularía un juramento si éste no contenía la entrega total que yo necesitaba.

La contienda bulle en mi cráneo como una riña de taberna de los filmes de Hopalong Cassidy. Las fuerzas adversas conquistan una victoria espectacular. La idea de semejante boda es tan ridícula que sólo yo, empeñado en avanzar a tientas, sin ninguna meta prefijada, podría haberla alimentado. La tentación ha sido superada definitivamente: ella es mi favorita en la etapa de Moscú, pero nada más que eso. El colosal alivio que me produce esta certidumbre dura apenas el lapso que un bailarín necesita para atravesar brincando el escenario. Ya ha sido socavada por las dudas, la añoranza y la tristeza que me provoca mi pérdida, cuando las tropas de asalto del bando pro-Anastasia asestan un golpe tremendo. De pronto descubro signos incontestables de que Anastasia es única para mí. Renunciar a ella supondría el mayor acto posible de autodestrucción. Gracias a Dios he visto la luz a tiempo, ¡gracias a Dios la decisión está tomada! Saboreo el alivio, mientras el próximo contraataque se aproxima desde los abismos de mi cerebro.