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Debo hacer algo, debo adoptar una resolución. Vuelve a mí el pánico que experimenté al descubrir que no servía para nada, y que tampoco sería jamás profesor. Toda esperanza de redención gira en torno de la decisión correcta, en tanto que la errónea me privará de su belleza, y anulará toda posibilidad de obtener lo que siempre be anhelado. Anastasia es única, y evidentemente no es bastante buena. Tiene una capacidad incomparable para disfrutar, y le falta inteligencia. Alcanzará un triunfo deslumbrante en Nueva York, y parecía una rústica de segunda categoría. Y la decisión es crucial. Debo conseguir lo mejor porque... No sé por qué, pero en esta cuestión de primer orden yo soy especial y lo merezco, y es por esto, precisamente, que no...

Sé que me casaré una sola vez. Pero si lo hago ahora nunca tendré la oportunidad de hacerlo con las otras. Nunca con Liv Ullmann, la bibliotecaria del museo Frick; ni siquiera con la nueva Tania dé nuestro pabellón, quien me dio a entender que yo no estaba fantaseando: puedo poseerla. Comprometerme con Anastasia implica optar por la belleza real en lugar de la imaginaria... que siempre es más prodigiosa, ¿verdad?

¡Terrible batalla la que se libra en mi cabeza! Y ahora— mi sórdida mezquindad aplica algunos golpes bajos. ¿Tendré qué mantener a Anastasia en los Estados Unidos? Quizá no querrá estudiar, sino conseguir un empleo bien remunerado como modelo. El asco por este egoísmo me impulsa a pensar si ella podrá ser feliz lejos de Rusia. Porque la responsabilidad adicional dé hablar en ruso durante toda la vida —en el ruso de ella, con los retruécanos instantáneos— recaerá sobre mí. Anastasia será mi festín ruso trashumante con el sabor permanente dé la aventura de este año. Y en París, Venecia, Barbados, su sensibilidad aguzará la mía. ¿Qué otra podría reaccionar como lo hace ella ahora, con todas las células dé su ser, frente al cochero de punto que aparece sobre el escenario con las muchachas gitanas?

El repique ensordecedor sé acelera, como si proviniese de un metrónomo gigantesco qué ha roto sus resortes. Sí, no, alivio', espanto, sonrisa triunfal, gemido de derrota. Concertina, balalaika, flautín. Seguramente la bondad y la misericordia me seguirán hasta el fin de mis días, y terminará el suspense. Sí, imploraré su mano. No, no, NO DEBO HACERLO, no durará ni un solo día. Quiero alejarme braceando de la tensión; pero he olvidado en qué dirección está la superficie.

Sin embargo, continúo hipnotizado por el espectáculo, maguetizado por sus singulares características estéticas. La compañía actúa y baila como si quisiera expiar los cuarenta años durante los cuales se ha marginado a Stravinski, Diaghilev y Nijinski, los genios del ballet del siglo XX. Cada refulgente disonancia de la partitura —clarinetes picaros, fagots traviesos, piano tiernamente jazzístico— cosquillea mi imaginación. El oso de la feria retoza sujeto al extremo de su traílla. De pronto entiendo el lugar que los osos ocupan en la conciencia rusa. El viejo prestidigitador da vida a Petrushka, Ballerina y el Moro, con su flauta mágica, y la savia humana que anima sus extremidades fláccidas resucita mis emociones largamente disecadas. ¡Estoy vivo!

Con los sentidos alerta, descubro que el ballet no es otra cosa que un reportaje sobre la vida rusa, más penetrante que un centenar de pesados volúmenes. Los mujiks achispados que concurren a la feria son los mujiks rusos, cuya breve jiga revela todo lo que hay que saber acerca de la alegre resignación campesina, que es la clave del talante dé este país. Los mercaderes gordos, los policías prepotentes, los gitanos alucinantes... estoy absorbiendo la última palabra —¡en música y movimientos!— acerca de sus tipos clásicos. Y no sólo en el Shrovetide de San Petersburg© de los años 1830, sino también en esta misma tarde en la calle Gorki, en Sretenka y el Arbat. Ahora sé qué es lo que siempre han tratado de comunicarme las multitudes de Moscú.

Los títeres emprenden una danza popular Devoro el cotidiano gazpacho tuso de alegría y despreocupación, de mezquindad y melancolía. La infinitud de la pena que subyace en el regocijo del mercado, los espectros que se desprenden de la misma humildad de las bulliciosas escenas callejeras. Así como Chagall captó el espíritu de la aldea rusa en forma de figuras que se remontan sobre el cieno y la luna, los creadores de Petrushka descubrieron los rasgos fantasmagóricos —el mundo interior de los títeres— en su mercado aparentemente menesteroso. No es necesario explicar cómo Petrushka, Ballerina y el Moro pueden ser consumidos por el amor y los celos. En este teatro, más que en cualquier otro, semejantes «absurdos» son verdades inefables, y ahora que tengo a mi lado, rígida, a una mujer a quien le encantan las historias de «Érase una vez», revelan el lugar que ocupan en el temperamento y la filosofía del país... y de ella. Qué grave error cometí al juzgarla por el hecho de que olvida las citas, siguiendo las pautas del racionalismo mezquino. Ella está hecha de la pasta de los soñadores, o sea, de la pasta rusa.

La jarana de la «calle Peterskaia Baja» hace subir, en mí, el afecto por Rusia, tal como la luna hace subir las mareas. Pero debo recordar que sus rasgos más exasperantes, su negligente a-mí-qué-me-importa, también son rusos. Por fin estoy sobre el filo del verdadero interrogante. ¿Somos compatibles? Debo saber si nos ayudaremos o nos hundiremos el uno al otro. ¿Entenderá que tengo el potencial para lograr algo, que puedo ser menos ruin de lo que parezco? ¿Y yo le permitiré disfrutar de su individualidad? Todas las otras menudencias son triviales.

¡Bang! La puerta del cuarto de Petrushka se abre violentamente. Expulsado por la fuerza, busca solaz en su amor por Ballerina. Yo veo, me conduelo. Comprendo. Privado de mis ambiciones académicas y mis presunciones norteamericanas, también he buscado consuelo en el amor por una Princesa. Pero Ballerina se muestra indiferente, y el humilde Petrushka entona su famoso lamento. Llora, sufre, muere de angustiada adoración. Al diablo, con la compatibilidad. Tengo que permanecer con Anastasia a cualquier precio. Debo sofocar la tendencia a cargar sobre mis hombros la desolación de Petrushka. Mirad cómo él se regocija, tiembla de alegría, cuando ella le dedica una mirada apenas cordial.

Si no soluciono el problema esta noche, Anastasia irá a la fiesta del corresponsal. No quiero que mi Anastasia sea corrompida por este tipo de lisonjas norteamericanas. Es cierto que estoy celoso, pero también lo hago por su bien. Comprendo que es supersticioso atribuir algo a los signos que veo en el padecimiento de Petrushka, y sin embargo les doy crédito porque confirman verdades objetivas.

Una fanfarria me interrumpe. Un trémolo alarmante de cuerdas. Petrushka y el Moro están riñendo mientras Ballerina se desvanece. ¿Hasta qué punto mi percepción rencorosamente admirativa exagera los excesos del instinto de Anastasia? ¿En qué medida ella sólo brilla por contraste con los dientes de acero de las opacas masas rusas? No debo juzgar utilizando los patrones de medidas de Rusia, donde incluso yo sobresalgo como miembro de una raza más alta, más bella. Debo dejar de juzgar, sencillamente, y limitarme a hacer lo que es correcto.

¡Estoy tan pavorosamente exhausto! ¿Cuánto tiempo podrá durar este ciego festival de la casilla de espectáculos? Petrushka sale corriendo de su interior, pero el Moro le persigue y le mata con su espada. El buscador de belleza, traicionado y castigado, que era tan inocentemente bueno, yace con la cabeza destrozada. El prestidigitador recoge al muñeco, lastimosamente muerto en ausencia del amor, y vuelve a la casilla en tanto la multitud se dispersa como si no hubiera sucedido nada.