Pero de pronto el fantasma de Petrushka aparece sobre la casilla, blandiendo el puño en un ademán de venganza triunfal ¡Éste no es el fin!
Veo a los espectadores, en alguna parte, rígidos como estatuas por un momento, y después prorrumpiendo en burras. Busco la mano de Anastasia. Ella también se ha quedado sentada. Nuestros dedos se entrelazan. Somos las dos únicas personas que se resisten a profanar la experiencia con aplausos.
La evacuación de la sala nos deja serenamente emocionados. Los equipos de Empieza aparecen con estropajos de fabricación casera, sellando nuestro vínculo con el teatro. Sé que debo hablar mientras aún estamos dentro, pero por lo demás no siento necesidad de apresurarme. Mi decisión se materializó mientras caía el telón.
Anastasia se demora en el vestíbulo vacío. Pienso que incluso ha adivinado. El abrigo y el pañuelo rojo para la cabeza han vuelto a transformar a la elegante princesa en joven campesina. Me pregunto cuál será la mejor forma de presentar mi alegato, evitando las ampulosidades. Por fin puedo dar.
El blanco y el negro del suelo del vestíbulo llegan a su fin. Mi declaración es brusca pero apacible.
—¿Quieres ser mi esposa?
Antes de que tenga tiempo de prepararme para él suspense, incluso de escuchar el eco de las ominosas palabras, ella ya ha contestado.
—Sí, por supuesto.
Las tres palabras surgen como si fueran una sola, y están tan desprovistas de sorpresa y tensión que deseo volver a formular la pregunta.
Entre todo lo que habré de cavilar, a ese episodio le corresponderá un lugar de privilegio. Después de la revelación religiosa que impulsó mi decisión, la suprema naturalidad de su reacción parece augurar toda una vida de anticlímax. «Sí, por supuesto», como si le hubiera preguntado si quiere barquillos con su helado. Y he tenido mucho cuidado de no sobreactuar el elemento dramático que ella debía aportar. Nos han defraudado.
Ésta es la razón por la cual la interrogo. Juro que al principio estoy tan convencido como estaba antes. Lo único que pretendo obtener, con mi interpelación, es algún indicio de que valora la importancia de este trance. En una oportunidad me regañó por ser demasiado locuaz respecto del amor. «Si sabemos que existe, ¿por qué debemos proclamarlo?» ¿Pero no es justó que veamos, además de sentir, la emoción que produce el hecho de forjar esta unión maravillosa?
Sabe lo que significa para mí, porque he dicho a menudo que me propongo perseverar en la soltería. Y sé que está contenta. ¿Por qué no me echa los brazos alrededor del cuello, manifestando la euforia que seguramente debe experimentar? ¿Y por qué debo esperar que ella tome la iniciativa?
Salimos. Nos detenemos en lo alto de la escalinata, fugazmente iluminados junto a nuestras columnas; luego caminamos por la plaza que se abre ante nosotros, donde concertamos nuestro primer encuentro después del episodio de Iaroslavl. Ella marcha muy erguida, pero con una muy vaga insinuación de que dejará que yo la guíe, en su papel de desposada.
Tengo la precaución de hablar de sus graves problemas y tío de mi decepción. De la incertidumbre de que obtenga un visado de salida, aun después de la boda, y de la posibilidad de que impidan: incluso el matrimonio. Pienso en Maia, de la Biblioteca Lenin, y en Barbara, la enfermera de Joe Sourian, dos testimonios de que lo peor que le podría ocurrir a ella sería solicitar autorización para casarse con un extranjero y encontrarse con una negativa. Juro vehementemente que podrá contar conmigo hasta el fin.
¿Pero ella está absolutamente segura de que desea correr estos peligros conmigo!
—Sí, panterita mía. Un marinero al que le gusta el jugo de mango: todos los presagios son favorables.
Infla las mejillas sonrojadas y exhala un resoplido.
—¿Podrás soportar mis defectos? No conoces la mitad de ellos. Quiero que lo sepas, en aras de nuestro futuro. Y que no sé qué haré, ni dónde viviremos.
—¿Acaso no viviremos juntos?
—Cariño, toma las cosas en serio por un momento. Para empezar, el instituto te expulsará. ¿Te interesa tu carrera?
—Debo pensar en eso. Hablo en serio: estos asuntos no son mi fuerte.
—¿Y qué opinas del hecho de irte de Rusia?
—Estos no son los problemas más importantes, ¿sabes?
—Claro que no, pero muchos inmigrantes sufren. ¿Podrás ser feliz en los Estados Unidos?
—Ese no es el problema fundamental.
Aunque lo sé, y estoy resuelto a abordar ese problema fundamental —lo que se me ha escapado desde Iaroslavl así como en esta conversación—, nos evadimos por otra tangente: mis planes para los primeros pasos del día siguiente y la abnegación que ella necesitará para soportar las presiones de la KGB. Seguimos caminando porque un homosexual nos espía desde la fuente de la plaza. Un patético cartel de Aeroflot me hace volver al mundo cotidiano. «Económico, Veloz, Confortable...» y el anémico letrero de neón fulgura sobre soportes montados en lo alto del hotel Metropole, que profanara Evguenia. Las calles lóbregas, desiertas, son una imagen pasajera de nuestra vacuidad reciente. Como si quisiera aportar la avidez que esperaba de ella, me descubro disertando acerca de la importancia del matrimonio en general y la naturaleza prodigiosa del nuestro en particular. Pero tengo conciencia de que esto es muy distinto de lo que había imaginado. ¡Qué extraña inversión de papeles! Y sé, en el fondo de mi ser, que ella espera que complete mi propuesta. ¿Por qué no puedo franquearme clara y sencillamente y decirle que la amo, que nada más importa?
De pronto me toma la cabeza entre las manos. Por fin siento, a través de los guantes, la ternura esperada.
—Este es un paso descomunal para ti —murmura—. ¿Estás seguro de que quieres asumir semejante responsabilidad?
La misma previsibilidad de mi respuesta demuestra que es vulnerable. Las dudas que creía definitivamente silenciadas ya vuelven a aflorar, como una versión enloquecida del fantasma de Petrushka,
—No seas tonta. Eres tú quien da un paso gigantesco... Nunca he sido más feliz. Estoy orgulloso de haberme declarado, orgulloso de que me hayas aceptado, orgulloso de ti.
La recompensa me llega en sus labios enfriados por la noche. Siento un temblor en su boca. Ahora estamos ansiosos por tener un refugio propio, pero nos limitamos a pasar por debajo de la Prospekt Marx para contornear el Metropole, y la pringosidad del túnel subterráneo nos une y al mismo tiempo nos separa.
—Si no fuera rusa —dice—. Si no fuera rusa, ¿habrías pensado dos veces en mí como esposa?
Ahora pienso dos veces.
—Pero agradezco a Dios que seas rusa. Si no, habrías sido algo distinto. Tú eres tú, la única.
—De todas maneras, un viejo proverbio ruso dice: «Mide siete veces antes de cortar el paño.»
¡Qué extrañas suenan estas palabras en sus labios impulsivos! Cuánto la admiro por darme esta escapatoria, por pensar en mis intereses más que en los suyos, en este momento crucial. ¿Qué mejor prueba de que no es indiferente a los demás? Este es el testamento definitivo de su bondad y del acierto de mi decisión.
Sin embargo, lo más extraño de toda la singularidad de esta noche es la ligera ambigüedad en que me sume precisamente este sabio consejo. He roto mi barrera emocional. He pedido y he sido aceptado. Me he ofrecido para enfrentar los trámites burocráticos de mañana. Sin embargo, esto es mucho menos definitivo de lo que había supuesto. Estoy menos cambiado de lo que podría esperar.
¿Estamos comprometidos? Hace demasiado frío para caminar, es demasiado difícil conseguir un taxi, es demasiado tarde para encontrar una plaza en un restaurante. ¿Cómo podemos organizar una celebración acorde con las circunstancias?