Como desconfiaba de las artimañas soviéticas, acudí en primer lugar a la embajada norteamericana para pedir asesoramiento acerca de las solicitudes de matrimonio. El agregado cultural, que hacía también las funciones de consejero del departamento de intercambio estudiantil, me había conocido en el gimnasio de Harvard. La noticia que le di acabó con su espíritu de camaradería. Enseguida me endilgó un sermón impregnado de severidad política y de preocupación personal.
El matrimonio con una muchacha soviética me convertiría en un sospechoso a perpetuidad en los Estados Unidos. Con cualquier muchacha: la KGB tenía autoridad sobre todas ellas. Como un favor personal, ¿accedería a «reconsiderar toda la situación» durante veinticuatro horas? Mientras tanto, él transgrediría las reglas en homenaje a una vieja amistad y demoraría el mensaje a Washington, por si yo decidía «contener» mi impulso juvenil.
Me paseé entre los pensionistas del zoo, preguntándome qué le diría a Anastasia cuando ésta saliera de sus clases. Sentí que la incomodidad del anticlímax de la noche anterior se espesaba en el día de enero como las sombras en una nevera. Después de habernos puesto de acuerdo acerca de nuestra audaz empresa —si eso era lo que habíamos hecho, porque aún distaba mucho de estar absolutamente claro— una conversación vulgar con ella parecería miserable. Quería decir algo que sirviera para impedir que volviéramos a nuestra imperfección anterior.
El desaliento del agregado no contribuiría a ello, desde luego... y mi reacción tampoco ayudaría. En lugar de indignarme por su impasible burocratismo, cosa que haría algún día cuando necesitara transferirle a otro la culpa de mi pusilanimidad, había aceptado su sugerencia. Despreciándome, le di las gracias... e incluso alimenté, en el fondo, la esperanza de que él asumiera mi responsabilidad.
El chirrido de mis botas me erizaba los nervios. Cada hora que pasaba sin ver a Anastasia determinaba que me pareciera más importante darle noticias que estuvieran a la altura de nuestros nuevos pápeles. Decidí esperar hasta poder anunciarle, por lo menos, que los problemas relacionados con mi embajada estaban solucionados. Sabía que ella no me llamaría: me estaba dando tiempo para retractarme.
A la mañana siguiente compartí el ascensor con un funcionario más antiguo de la embajada, quien bromeó acerca de la perspectiva de uncirse el yugo con un doncella soviética. Le pregunté cómo se había enterado.
—Lo leí en los cables despachados a Washington... ¿no es oficial?
Apreté el botón de la planta baja y me fui. La traición del agregado era tan bochornosa, me dije, que no podía hablar con él y menos aún, desde luego, contarle la historia a Anastasia. Al explicar mi reacción en el episodio de Evguenia, acostumbraba a decir que el respeto de los países libres por el individuo no me había preparado para hacer frente a las duplicidades. Lo que deseaba darle a mi esposa era esto, antes que ropas o alimentos. Y la embajada había mancillado mi proyecto. Cuanto menos seguro me sentía de mí mismo, tanto más importaba mi país. Sentí que no podía hacérselo conocer por la vía de la insidia oficial.
Otro día pasado en el limbo. Un nuevo reflujo tras la cresta del Bolshoi. Un presentimiento aún mayor dé que cuanto más prolongado fuera el silencio, más necesario sería romperlo dramáticamente. Con la esperanza de que sus ojos me inspiraran las palabras indispensables, enfilé hacia el instituto. Ella bajó del edificio sola, envuelta en bufandas y pensamientos. El mismo hecho dé ver reflejado en su rostro lo mucho que me necesitaba, me acobardo. Mientras clamaba mentalmente por ella, retrocedí. Si hubieran interrogado a mi voz más meliflua, habría dicho que realmente la quería por esposa, pero no estaba preparado. Si hubieran interrogado a la más sincera, la respuesta habría sido formulada en términos de muchachas y bienes materiales muy tentadores, que no quería sacrificar. Pero nadie me interrogó. Sencillamente intuí que algo nos separaba... y esto fue todo lo que sentí. El resto de mi persona estaba anestesiado. El cabello le caía sobre los ojos.
Estaba tan bella con su vaga melancolía que tuve miedo de perturbarla.
Después empecé a abandonar mi cuarto a primera hora de la mañana, y para no pensar en lo que debía hacer, pasaba mis horas de vigilia con Aliosha. Sabía que un día Anastasia y yo nos reiríamos de ese estúpido funcionario denominado representante cultural. Le daríamos las gracias, además... por haber suministrado el telón de fondo de su ruin sentimiento de lealtad burocrática, contra el cual la importancia y la belleza de nuestra lealtad brillaría con más fulgor. Mientras tanto, me preguntaba cuál sería el mejor sistema para protegerla de las represalias cuando nos presentáramos en la oficina de matrimonios, cosa que haríamos pronto. Y también me preguntaba de qué manera yo, tan. poco imaginativo, podría estar a su altura no sólo en las rutilantes veladas teatrales, sino durante toda una vida de días pasados en común.
Pronto intuí que mi ausencia bastaba para arreglarlo todo. Nuestra comunión era tan resistente que no haría falta decir cuándo volvería, ni siquiera cuando estaba lejos. Su conciencia del tiempo dramático le haría entender que una separación temporal ahora no haría sino aumentar la tensión romántica, reforzar nuestra dependencia mutua y enternecer aún más mi corazón.
Y no obstante este autoengaño destinado a encubrir mí abyecta retirada, por lo menos una de mis premoniciones había sido correcta: hacia el fin de semana, la adoro más que nunca. La conozco tan íntimamente, estoy tan seguro de la afinidad de nuestras reacciones, que siento que su devoción crece a la par de la mía.
Obtengo una prueba de esto: preocupada por mi paradero, telefonea discretamente a Aliosha. Accediendo a mi petición, él sólo contesta que estoy bien... y caviloso.
Seguramente, Anastasia sigue pensando que trato de imitar a Aliosha, y que esto es un error. Por el contrario, Aliosha, cada vez más convencido de que somos gemelos sexuales, no puede entender mi interés «hipertenso» en ella, «cuando al fin lo único que conseguirás será derretirte de hastío». Lo cierto es que ninguno de los dos tiene razón. Hace mucho qué anhelo tener dos vidas: una para consagrarla a la familia y a la perseverancia total,
y la otra para dedicarla, en el extremo opuesto, al paroxismo del desenfreno y la lascivia. Anastasia y Aliosha se han manifestado como las dos cúspides que debo alcanzar, pero un dios benévolo —que mi remordimiento bautiza con el nombre de duplicidad
ha decretado que sea posible comprimirlos a ambos en un solo período vital.
Más aún: el uno me preparará para el otro. Porque ahora estoy enviciado con la sucesión embriagante de orgías, y razono que el libertinaje, lejos de incapacitarme para mi único amor auténtico, me purifica para él. Cuando me haya saciado de cuerpos anónimos, seré el hombre que ella merece: más bueno, capaz de tributarle una lealtad incondicional. Apto para alcanzar la devoción suprema con que siempre he soñado.
La inquietud que ella le transmite a Aliosha sobre mi paradero, refuerza todo lo que siento acerca de nosotros dos. Transcurren dos semanas durante las cuales mi amor por ella crece. Me duele la dulzura de mi separación y tengo el consuelo de saber que volveremos a estar juntos, más unidos que nunca.
Cuando circulo por los barrios que sé que le gustarían, salto del Volga para llamarla... y vuelvo a colgar los auriculares en media docena de cabinas telefónicas. Deseo intensificar aún más la expectación. Mientras tanto, la confianza y la bondad de Aliosha para con las mujeres me enriquece, y también nos ayuda a ambos. Así es como enfrento las imágenes de Anastasia que se pasean por mi mente durante las orgías.
Transcurre rápidamente otra semana. Aunque la amo por la forma en que me añora, mi remordimiento por lo que sospecho respecto de mi autoengaño se acerca al nivel de la válvula de seguridad. Bebo a solas y voy a la cabina telefónica situada en la acera de enfrente de su residencia. Mi suspenso es cautivante después de tan largo lapso. El alcohol atomiza el miedo que experimento cuando me pregunto cuál será su reacción ante mi crueldad. No puede haberse ofendido: está segura de que hago lo que debo hacer. Imagino mis respuestas seductoras, ingeniosas, tiernas, a sus preguntas. Todas ellas exaltarán la devoción que merece por su paciente espera. No me interrogará acerca de mi desaparición misteriosa ni acerca del cariño que me ha impulsado a llamarla ahora, como siempre sabía que lo haría cuando concluyera mi misión. Por primera vez, le hablo con absoluta fluidez.