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Su aproximación al teléfono me remonta hacia las alturas del éxtasis.

—¡Tú! —exclama, en respuesta a mi breve saludo idolátrico.

Absorbo la dulce modulación con el atisbo de acento norteño, que es la culminación de su magnificencia.

—¿No te parece que deberíamos conocer nuestros respectivos nombres? —digo, repitiendo sus pausas de Iaroslavl junto con sus palabras—. Cuando volvamos a encontramos, el «tuteo» podría ser insuficiente.

Esto lo recibe como si asistiera a una torpe interpretación teatral. Me apresuro a agregar algo aún más cursi.

—Necesito que me devuelvas aquel libro... olvidé escribir la dedicatoria.

—Sin duda dirá que nunca olvidas a los viejos amigos.

—Dirá algo acerca de la eterna pasión por una mujer con instinto. Extraeré un verso adecuado a las circunstancias de uno de los poemas reverentes.

Su tono baja una octava.

—¿Conoces el refrán? «Cuando el tonel está vacío, es tarde para conservar el vino.»

No conozco el refrán y ahora no estoy en condiciones de captar su moraleja. Estoy pasmado por la discreción y el aplomo, nuevos y escalofriantes, que emanan de su voz. Durante todo el interregno, la imaginé envolviéndose la cabeza con el pañuelo rojo y corriendo alegremente a nuestro reencuentro. Es medianoche, la hora ideal para esta fusión. Pero ni siquiera habla de reunirse conmigo.

—Hace cinco minutos alguien dijo «cuando volvamos a encontramos». Me han contado que cuando uno espera el desiderátum durante mucho tiempo, puede llegar a enfermar del corazón.

Ella contesta con el gruñido que merezco, y se mantiene firme. No alega que acaba de lavarse el pelo o que está cansada. Sencillamente no quiere salir ahora. Su tono ratifica que mi actitud de llamarla a esa hora es pueril, no romántica.

—Fijemos una hora y un lugar más adecuados —dice.

Mientras trato de continuar machacando, los gusanos de la duda se multiplican dentro de mí, como sobre la carne que Eisenstein mostró en el Acorazado Potemkin. ¿Qué he hecho con mi aterradora ausencia? De pronto comprendo que debo elevar las apuestas.

—Santo cielo, yo te amo, siempre te he amado, siempre...

Y ella me amará a mí, me interrumpe. Su inflexión sugiere que exagero melodramáticamente mis sentimientos y que su «amor» por mí es el de una primera bailarina por un crítico teatral. Toda la conversación está asquerosamente descentrada.

—Por favor, debo verte aunque sólo sea un minuto. De lo contrario sucederá algo terrible.

Si me parece bien, nos encontraremos al día siguiente después de clase. Lo lamenta, pero a la noche está muy ocupada. No puede ¿reglárselas ni siquiera para asistir a un ballet. Ahora una condiscípula debe usar el teléfono. Espera ansiosamente el día de mañana, a las cinco...

Aunque sabía que mi castigo no tardaría en empezar, sólo me sentí aturdido, como si acabará de recibir una bofetada. La congestión de un deseó insoportable se me subió a la cabeza, y después la sangre se filtró por todo mi Ser desdé el momento en que me convencí de que realmente no vendría. Debía mirarla a la cara. Enlazar mi brazo con el suyo. Saber que me amaba.

 

Después de eso todo quedó oprimido por el peso de una monumental trivialidad. Mis reacciones frente a la conmoción, se amoldaron a algo que había leído: «Cuando la vida llega al colmo del dramatismo, resulta más difícil escapar a la vulgaridad... En los momentos que llamamos excepcionales, todos nos comportamos como personajes de una novelita barata.» Pero la evocación de este pasaje, donde Koestler describe lo que experimentó mientras esperaba la ejecución inminente, en una celda franquista, no me produjo ninguna satisfacción. El dolor seguía dominándome, pero no podía enorgullecerme de él. Debía acostumbrarme a la atroz realidad de que todo lo que experimentaba era un sentimiento harto trillado.

Al día siguiente, a las cinco —¡Anastasia llego puntualmente!—, su presencia interrumpió mi añoranza. Mientras estuvo conmigo, me convencí de que nunca se había ido, o de que el antiguo magnetismo que ejercía sobre ella volvería a atraerla rápidamente. Incluso cuando explicó, me sentí vivificado y no deprimido. Estábamos los dos juntos, y mejor que en los viejos tiempos porque nuestra discusión era urgente. Ella llevaba el mismo suéter verde, sorbía el mismo té sin azúcar. La cafetería cotidiana asumió un aire enigmático. Las terribles novedades qué me comunicó habían sido extraídas de la misma novelita barata de la que pronto nos reiríamos, para luego olvidarla.

Dos semanas atrás, en un día de mucho abatimiento, estaba tratando de terminar un experimento. Un miembro del personal del instituto entró en el laboratorio y la vio llorar. Ella no quiso que la consolara, pero conversaron... y volvieron a conversar después de completar el experimento. Al caminar hacia la residencia con él, sintió que cada pasó la separaba de nosotros, pero sólo en ese momento, animada por la inteligencia de él, comprendió hasta qué punto había estado sola en mi ausencia.

No, no lo amaba. Pero no podía abandonarlo. Su toma y daca era muy distinto del nuestro, pero no debía pisoteado.

Le imploré que me acompañara en un viaje de fin de semana. A Leningrado, a Sochi, lo mejor del país. Utilizaría cualquier estratagema, ofrecería cualquier soborno a cambio de una autorización para viajar juntos. No, iba a ir con él a un albergue universitario en un lago próximo. Y ahora debía dejarme.

Pasé la triste tarde de enero en medio de Ja intensa atmósfera de Sobresaltado aburrimiento que reinaba en el café, y sentí que entendía la desesperación de sus borrachos plañideros. Eso ya no era una francachela: necesitaba anestesiarme.

A la mañana siguiente, fuera del instituto, me encontré con un estudiante pequeño y pendenciero llamado Alek, que a veces nos había acompañado a Anastasia y a mí, después de dase, para conversar acerca de los coches norteamericanos, que eran su pasión. Identificó al hombre como un profesor de neurología, casado tres veces, que atraía a las lindas estudiantes a pesar de su aspecto escuálido. Él, Alek, se preguntaba qué veían en él... sobre todo Anastasia, que me había amado tanto.

La noticia me conmovió hasta el punto de que sentí deseos de arrojarme al suelo. La amaba... como a ninguna otra. Lo demás —incluyendo mis juegos crueles y mi mezquindad emocional— era únicamente fortuito. El corazón y el alma de Anastasia estaban tan próximos a los míos —pero siendo mucho mejores que los míos— que no podía permanecer solo.

Trascurrieron dos días. La idea de pasar toda una vida sin ella me resultaba insoportable. Si por lo menos no hubiera conocido su ternura desbordante, su apoyo, su afecto, que me habían convertido en algo cien veces mejor que un fornicador desaprensivo. No podía aceptar que ya no volvería a jugar con el asa gastada de su bolso mientras ella estaba en el aseo de algún restaurante, de donde más tarde saldría para zigzaguear entre todas las otras mesas en dirección a la mía. Que su susurro exultante no sonaría en mi oído mientras marchábamos por la calle, convirtiéndome en un hombre que yo podía admirar.

Recordé la descripción que había hecho de Moscú, recientemente, un inglés bonachón que estaba deprimido por la sordidez y el clima tenebroso, pero que nunca se había sentido tan feliz de sentirse tan triste. Esto me pareció muy lúcido hasta que la desdicha concreta que yo había atraído sobre mí mismo empezó a arrastrarme hacia el fondo del abismo.