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Los clisés brotaban tan profusamente que debía abrirme paso entre las malezas de mis propios pensamientos cursis. Descubrí, con espanto, que nuestra vieja charla romántica de palabras en clave y chistes personales la turbaba, como si le dijera que me proponía ataviarla con ropas robadas de una tienda. Entonces intenté chantajearla con mi deseo, que por supuesto se había reavivado. Cuando volvimos a encontrarnos después del fin de semana que ella pasó en el lago, la rocé con la erección que habitualmente la hacía entrar en éxtasis. Forzó una risita, como para conformar a un conocido que acaba de contar una historia procaz.

Acosada por mis ruegos angustiosos, confirmó que nuestra vida sexual había sido «buena», pero que ella no podía reactivarla como si se tratara de abrir un grifo.

—Y no sirvo para las dobles lealtades. Tú tienes ideas distintas acerca de la pasión.

Además de inconquistable, era insustituible. Descubrí que nuestra relación anterior, que tan insatisfecho me había dejado entonces, encerraba una riqueza que ya no tenía esperanzas de volver a alcanzar, y rogaba que el resto de mis días se trocaran en una semana de nuestra dicha anterior. En síntesis, yo era el amante desdeñoso cuyas tácticas habían resultado contraproducentes y cuyo corazón estallaba de autocompasión. ¡Ahora que Anastasia era inalcanzable, todo resultaba previsible, de mal gusto y egoísta! ¡Y qué inútil era esa toma de conciencia!

Estaba ansioso por extraer algo portentoso de mi desgracia. Releí la escena de Pabellón de cancerosos donde un ex prisionero de un campo de trabajo trata de encontrarle sentido al hecho de que el cliente de una gran tienda pida camisas de seda.

 

A los hombres... los arrojaban en tumbas comunes, zanjas poco profundas excavadas en la tierra congelada. A los hombres los llevaban por primera, segunda y tercera vez a los campos de trabajo, los zarandeaban de estación en estación en los camiones del presidio. Los hombres se consumían trabajando con picos hasta quedar reducidos a nada... ¡y hete aquí a este hombrecillo que recordaba la medida no sólo de su camisa sino también de su cuello!

 

Esta era la imagen de mi remilgada persona, incapaz de emular a las valerosas víctimas de Solyenitsin.

Alimentaba constantemente la fantasía de nacer en una época en la que me obligaran a demostrar mi valor, en lugar de mirar mis neurosis burguesas. Mi indolente generación había experimentado menos tormentos que cualquier otra de la Tierra, y era, al mismo tiempo, la que más había leído acerca de las tragedias ajenas. Yo conocía los terribles sacrificios de la guerra civil española, la alucinante brutalidad de los nazis. En grupos que podía enumerar, se encontraban un millón de los mejores hombres y mujeres del continente, a quienes les pagaban con torturas inenarrables su consagración desinteresada al perfeccionamiento de la humanidad. Aunque mi sufrimiento, por comparación, era ridículo, me compadecía a mí mismo.

Porque no tenía otra cosa. Conocía la literatura, no la vida. Criado entre los melodramas de la clase media, anhelaba el arrojo del padecimiento, y por esto me despreciaba mientras lloraba... y extrañaba doblemente a la única mujer, entre todas las que había conocido, que tenía un elemento de heroísmo, la mujer de la que estaba «incomprensiblemente» desgajado.

El mundo se me aparecía con la palidez de las mañanas que preceden a las tormentas de nieve. Permanecí postrado en mi camastro durante días, temiendo el momento en que tendría que mover las extremidades para prepararme una taza de caldo. Asustado por mis lamentos, Viktor, mi compañero de cuarto, llamó a un médico, quien diagnosticó la gripe que había afectado a la mitad de la Universidad, y me prescribió fomentos de mostaza.

—En el corazón del Hombre hay lugares que aún no existen, y el sufrimiento penetra en ellos para impartirles existencia —recité en inglés.

El médico volvió a auscultarme, pensando que deliraba.

Cuando me harte de la cama, entré en «acción», y cubrí de flores a Anastasia, refinando el contenido empalagoso de las notas que las acompañaban:

 

Tesoro mío, no debería enviarte estas flores. Porque cuando se hayan marchitado., ¿qué pensarás de mi amor)

 

Compré un maletín de médico, entré en su instituto y me agazapé en los corredores para verla transitar de un aula a otra. Era una hazaña digna de ella, y debería haberse reído. Pasó junto a mí, conversando con sus condiscípulos, y me saludó con tina fría inclinación de cabeza. Ni siquiera mi destreza para colarme furtivamente despertó su admiración.

Fui a la cafetería con el gallito Alek, quien la adoraba en secreto desde el primer día de clases en el instituto. Juntos aguardamos una señal de ternura... y mi nuevo conocido me confesó con dolor que probablemente su pequeña estatura le obligaría a esperar a alguien durante el resto de su vida.

Cuando me prohibieron la entrada al viejo edificio, encaucé mis desvelos hacia su residencia, y empecé a vigilar su ventana desde el tejado de una casa de apartamentos vecina. Estas proezas, que resucitaban mis aventuras de adolescente —cuando podía probar mi intrepidez porque la chica ya se había ido— también respondían a mi inclinación a explorar la vida rusa. ¿Qué otro extranjero ha amado a una Helena rusa, y además ha sido rechazado por ella? Mi audacia para encontrar rosas, un imponible en el invierno moscovita, también estimulaba mi engreimiento Cualquier cosa con tal de llamar la atención.

Su mejor amiga de la residencia, una tosca muchacha llamada Svetlana, vino a almorzar y me dio el solaz que yo le suplicaba al pronosticar una pronta separación de la pareja incompatible. Invertí mayores esperanzas en el purgatorio de sentarme cerca del mal aliento de ese mamarracho. Mi entusiasmo desfalleció cuando nuestra conversación se agotó a los quince minutos.

Me dije que lo más parecido a un trabajo de espionaje que un occidental podía atreverse a realizar en ese país, era seguir al cachazudo profesor. Semejante a un Galbraith desgarbado, me conducía, bamboleándose, a su casa de apartamentos. Las noches que pasé frente a ese edificio fueron seguramente tan frías como las de Groenlandia, pero recibí con beneplácito el castigo físico, tomándolo como un complemento del psíquico. Oculto detrás de una mampara del patio, los veía pasar rumbo al apartamento... y ella me resultaba tan inalcanzable, pensaba yo, como los yanquis para Aliosha.

Las yemas heladas dé mis dedos ansiaban tocar a su viejo amigo, el paño de su abrigo. Anastasia tenía los ojos refulgentes e irradiaba una vivacidad increíble, pero también estaba ligeramente incómoda por el distanciamiento de él, que se manifestaba incluso cuando lo tomaba por el brazo. Las tenues ojeras de Anastasia —¿producto de las noches de amor?— terminaron de destrozarme.

Recordé el comentario que hizo Svetlana cuando no se separaron al cabo de una semana, como lo había previsto.

—Él no está hecho para ella... pero Nastia es así cuando se prenda de sus amantes.

Hasta entonces la imagen de sus piernas de modelo sueca instaladas sobre el lecho de él me había parecido descabellada. Ahora tenía la nauseabunda prueba directa de una luz que se encendía, y luego volvía a apagarse, en el apartamento del profesor, en la cuarta planta. Una oscuridad secreta, un enemigo invulnerable. Algún día yo tendría un apartamento mucho más lujoso. Algún día, ese gusano moriría. Pero aunque siguiera pareciendo extraño, estaba más celoso de ella que de él.

Me introduje en el zaguán y subí sigilosamente por la muda escalera hasta la puerta del apartamento, imaginando el milagro que recaería sobre mí cuando diera el —próximo paso, y vacilando antes de darlo. El hierro y la piedra helados contenían un aura de misterio insondable, como si hubiera tropezado con una residencia de Trotski. Era demencial estar allí a esa hora hechicera, y más lo era aún conocer hasta la última protuberancia de la pintura de la vieja escalera, hasta la última palabra de las instrucciones para el uso del teléfono público. Mi estudio de los recovecos de los rellanos constituía un preparativo para volver a capturarla a ella del otro lado de la pared maciza. Nunca un edificio del mundo ha sido tan íntimamente mío. A lo largo de una sucesión de minutas insoportables, revivía la escena que se había desarrollado fuera del instituto cuando ella era mía y yo me había batido en retirada. Era como si hubiese perdido mi primogenitura.