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El descenso que me alejaba de mi ídolo era siempre peor. Las calles estaban desiertas, exceptuando los raros trabajadores nocturnos que posiblemente me confundían con el mismo agente de paisano que, si se hubieran cumplido mis deseos expresados a medias, me habría arrestado... para poner en marcha el mecanismo de la reconciliación lacrimógena que se produciría cuando ella me visitara en la cárcel. Como un autor de folletines de radioteatro que solloza emocionado al escuchar sus propios episodios, yo tomaba en serio mis juegos personales. Cuando volvía a despuntar el día, el masoquismo de arrojar un ocasional ramo de flores a sus pies mientras se encaminaba hacia la parada del autobús era tanto más intrascendente cuanto que no me costaba nada, excepto una mayor reducción de su estima. Pero ninguna otra cosa podía llenar el vacío.

Sólo me quedaba vagabundear como un cachorro por las calles por donde ella transitaba y derrochar los preciosos momentos que pasaba a su lado, en el trascurso de los cuales sólo atinaba a suplicarle que me concediera más tiempo. El mismo énfasis que Anastasia ponía al decir que volveríamos a vemos ratificaba hasta qué punto estaba racionado el tiempo que pasaba junto a ella. Cuando yo machacaba, me interrumpía en un tono que nunca había utilizado antes.

—Preferiría no tener que decirlo, pero estoy atareada con los exámenes. Y sinceramente, otros tienen prioridad sobre mi tiempo libre.

¿Cómo podría reconquistarla, cuando me negaba la oportunidad para hacerlo? ¿Cómo podría llegar a conocer mi nueva personalidad escarmentada? Mi Soberana Rusa Anastasia recurría a la censura.

Seguí caminando. Con su fulgor extinguido, Moscú estaba tan rígido y remoto como un paisaje lunar. Unos agujeros negros sustituían las manchas de color que a menudo le hacían parpadear. Los chebureji frescos de un quiosco callejero me produjeron náuseas: junto con el aroma, paladeé el recuerdo de lo mucho que le gustaban a Anastasia. ¿Cómo podía haberla defraudado hasta el punto de simular que la rapidez de su «Sí, por supuesto» había emanado de algo que no era su certidumbre?

Sólo Anastasia conocía lo nuestro y, por tanto, la magnitud de mi privación. Pero no estaba allí para consolarme, y me despojaba incluso de esa satisfacción. El hecho de haber perdido a la única persona que necesitaba porque sólo a ella podía hablarle de la tragedia de mi amada, superaba todos los límites de la injusticia razonable.

Sin embargo sabía, igualmente, que no estaba soportando la «cruel injusticia» de mis quejas, sino más bien cosechando los frutos merecidos de mi personalidad. Cuando yo la había abandonado a ella, siguió su curso normal, saludable, en lugar de lloriquear, y ésta era una prueba aún más concluyente de que cuando quedara superada la confusión, esa mujer íntegra que se afirmaba sobre sus propios pies sería digna de convertirse en mi esposa.

También entendía que mi ilusión de que ella vitoreara al héroe conquistador al verlo regresar de su mes de correrías, no era otra cosa que la manifestación más absurda de la insensibilidad que desde el principio me había llevado a olvidarme de lo que ella sentía, de lo que ella deseaba. Esto se relacionaba, de alguna manera, con el hecho de que antes de la ruptura mi interés por ella hubiera disminuido, sólo porque aparecía tan enamorada y tan accesible. Yo tenía suficiente maestría en las poses para atraer a una Anastasia, pero era demasiado egoísta, demasiado sádico en el «juego amoroso» para suministrarle lo que necesitaba después del deslumbrante comienzo.

Mas esta también era una pose. Porque me esforzaba por describirme elocuentemente mi arrepentimiento —y en consecuencia por describírselo a ella— con el mismo propósito de recuperarla: «No se trata de que te haya herido; se trata de que no te merezco.» Sin embargo, esperaba que esta misma confesión le llevara a pensar lo contrario. Transitaba por un viejo círculo vicioso que me impulsaba a fingir cada vez que trataba de descubrir la auténtica, muy auténtica verdad acerca de mi persona. En lugar de esfumarme ya que ahora tenía conciencia de mi indignidad, me convencía de que esta conciencia me capacitaba para hacerla feliz. Ese era yo, con el más falaz de mis disfraces.

Mientras tanto me aferraba a mi herida, rastreando la sabiduría incluso en las baladas de la radio, elevando el «No puedo vivir sin ti» de un Bing Crosby aficionado a la categoría de un modelo de comprensión. «¿Por qué me dejaste antes de que sintiera que podía decirte la verdad?» Buscaba solaz en cada estribillo empalagoso, poniéndome a merced de los otros mensajes de la radio. ¿Doscientos millones de toneladas de acero al concluir el Plan Quinquenal? Espléndido, camaradas, ¿de qué forma puedo colaborar? Debo hacer algo para sumarme al resto de la honrada humanidad laboriosa.

Ahora Anastasia no hace caso de mis telegramas. Cada campanilleo del teléfono en la sala común me sobresaltaba porque podía ser ella que contestaba una de mis llamadas, y después me sobresaltaba con más fuerza aún porque no era ella. Me decidí a realizar mis súplicas por escrito.

 

Notas desde una ventana de la duodécima planta

 

Amanece. Acabo de observar la configuración de los jardines formales que ocupan la entrada al complejo universitario. Generosamente cubierto de nieve, el perímetro es visible, empero, desde esta altura, como viejas trincheras observadas desde un avión. El jardín está tan rígido como una declaración del Comité Central, pero antes yo deseaba que las flores crecieran vigorosamente esta primavera para complacer a Anastasia cuando se asomara a mi ventana. Para que disfrutara del placer estético y para disfrutar yo, al verla.

Fuera silba el viento. Pienso: conozco ese sonido, Anastasia lo escuchaba conmigo. Anastasia está conmigo, escucha el viento. La lavadora tritura mis botones, pulverizándolos, y yo oigo su dulce reproche: «córtalos, cóselos, te ahorrarás disgustos.» Y una frase que se reitera: «Daños hoy nuestro pan cotidiano.»

Sólo quiero decir que estoy aquí. Y que pienso en ti.

¿Pero por qué no te dije esto? Que te amo por tus hombros enfundados en tu traje de «lunes». Por tu único y exclusivo olor, por la forma en que muerdes una manzana como si fuera la última del mundo. Por tu porte... acerca del cual te escribo en inglés porque algún día lo entenderás.

¿Sabes que es a Anastasia a quién necesito? La redondeada tibieza que me brinda belleza y paz; la mujer que es mucho más humana que cualquier otra que haya conocido.

 

Un programa de radio para niños proclama: «Y no olvidéis, bandidos, que a Lenin (suspiro) le encantaba Pushkin. Durante toda su vida de revolucionario, Lenin encontró tiempo para recrearse con este extraordinario poeta ruso.» Violines, seguidos por uno-dos-tres, camaradas: los ejercicios matinales de siempre.