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– Ay, coño -volvió a decir. El Conde sonrió, relajado. Aquel sueño había sido tan satisfactorio y veraz como un acto de amor bien consumado y no había nada de qué lamentarse, salvo de su brevedad. Porque le hubiera gustado prolongar un par de minutos más aquella orgía y conocer cómo era templarse a Ava Gardner, de pie, contra el borde de una piscina y oírla susurrar a su oído: «Sigue, Papa, sigue», mientras sus manos la aferraban por las nalgas y uno de sus dedos, el más aguerrido y audaz, penetraba por la puerta trasera de aquel castillo encantado.

El sueño lo había sorprendido después de ducharse. Dispuesto a tocar el fondo de aquella historia, había pospuesto su enésima lectura de El guardián entre el centeno, la escuálida e inagotable novela de Sa-linger que, desde hacía varios años, atenazaba su inteligencia y sus envidias literarias, y se decidió en cambio a repasar una vieja biografía de Hemingway adquirida en sus trasiegos mercantiles. Con el libro bajo el brazo abrió todas las ventanas, encendió el ventilador de techo y se tiró desnudo en la cama. Cuando sintió contra sus nalgas el roce de la tela, el recuerdo de Támara, ausente desde hacía demasiado tiempo, lo atenazó y convirtió su escroto en una fruta arrugada: entre los deseos crecientes de volver a hacer el amor con ella y el miedo de no volver a hacerlo nunca más, había vencido el miedo. ¿Y si Támara no volvía? La sola idea de perder a la única mujer que no quería perder lo hacía sentirse enfermo. Ya eran muchas las pérdidas sufridas para ahora también resistir aquélla. «No me hagas esa mierda, Támara», dijo en voz alta y abrió el libro. Quería revivir los años finales del escritor, meterse en sus miedos y obsesiones, hurgar en las razones que le colocaron la escopeta de caza en la boca. Pero apenas leídas unas quince páginas en las que se insistía en el miedo a la locura que por años había arrastrado el escritor, lo asaltó una modorra perniciosa y lo venció el sueño, como sí su abstinencia obligatoria y la obsesión por un blúmer negro de Ava Gardner que no había visto, lo obligaran a dormir para entregarle una recompensa inesperada. Era tal el desastre que debió regresar a la ducha. El agua fría le arrancó suciedades y remanentes del deseo, y lo colocó ante la evidencia de lo que había leído antes de dormirse: el temor enfermizo a la locura y aquel delirio de persecución capaz de asolar la inteligencia de Hemingway en los años finales de su vida, quizás había sido la causa principal de su suicidio. Dos años antes de matarse había comenzado a sentir aquella presencia persecutoria, empecinada en aguijonearlo, y que él solía atribuir a una acción de los federales a partir de ciertas sospechas de evasión de impuestos. La debilidad rampante de aquel argumento reforzaba la tesis de Manolo: porque había algo más, algo que, incluso, era todavía un secreto. En el expediente que el FBI le siguiera a Hemingway desde los días de la Guerra Civil española, y sobre todo desde su aventurera cacería de submarinos alemanes en la operación de inteligencia llamada Crook Factory -más o menos una pandilla de truhanes borrachos, navegando con gasolina gratis en días de racionamiento-, habían sido censuradas quince páginas «por razones de defensa nacional». ¿Qué se sabrían, mutuamente, el FBI y Hemingway?, ¿cuál podía ser aquella información tan dramática, capaz de obligar a unos a guardar eternamente un secreto y al otro a sentirse asediado y perseguido?, ¿tendría que ver con las indagaciones de Hemingway sobre el reabastecimiento de combustible de los submarinos nazis en el Caribe o sería posible que toda la historia girara alrededor de aquel cadáver perdido y una chapa policial enterrada con él? Cada vez más al Conde le parecía que aquella insignia con tres letras era un dedo acusatorio en busca de un pecho al cual apuntar. Pero no se acababa de acomodar en su elucubración el hecho de que la única vez que Hemingway matara a un hombre, ocurriera precisamente con un miembro del FBI y en los predios de su territorio privado.

En calzoncillos, el Conde fue a la cocina, coló café, encendió un cigarro y observó la portada de la biografía, donde un Hemingway todavía sólido y seguro lo miraba desde una ventana de Finca Vigía. «Dime, muchacho, ¿lo mataste o no lo mataste?», le preguntó. Cualquiera que hubiese sido la intervención del escritor en esa muerte, aquél parecía haber sido el principio del terrible desenlace: sintiéndose acosado por el FBI y convencido de que lo acechaban la miseria y hasta un cáncer, el hombre duro flaqueó al fin y, como un pobre tipo cualquiera atacado de psicosis y depresión, cayó en una clínica en la cual, para hacerlo olvidar sus supuestos delirios y sus rampantes obsesiones -por Dios, tembló el Conde: ¿qué cosa es un escritor sin sus obsesiones?-, le aplicaron una tanda de quince electroshocks capaces de calcinar cualquier cerebro, lo llenaron hasta el cuello de ansiolíticos y antidepresivos, lo sometieron a una dieta inhumana e iniciaron su definitivo y brutal desplome. No era extraño que un personaje siempre ufano de sus heridas de guerra y acción escondiera su nombre al ingresar por primera vez en la clínica Mayo: ni un ápice de heroicidad había en aquella estancia hospitalaria, sino la evidencia de una devastación, empeñada en derribar hasta la única fortuna de aquel hombre: su inteligencia.

La sensación de impotencia y desvalimiento que debió de sentir el viejo escritor conmovían al Conde de un modo alarmante. Y pensó: así no da gusto. Era como pelear por la corona contra un punching bag: aquel saco inerte podía resistir algunos golpes, muchos quizás, pero era incapaz de responder a la agresión. Al menos para un trance así él prefería al americano grande y sucio, malhablado y borracho, prepotente y bravucón, que mientras se inventaba para sí mismo aventuras épicas, escribía historias de perdedores, afiladas y endurecidas, y ganaba con ellas miles de dólares, buenos para tener yate, finca en La Habana, cacerías en África y vacaciones en París y Venecia. Él quería enfrentarse al dios tronante, y no al anciano enflaquecido, desmemoriado por los electroshocks, a quien se le negaba todo lo que había sido en su vida y hasta lo que más había amado: incluso el alcohol y la literatura. Y con eso no se juega, concluyó el Conde, quien por sus propias afinidades y creencias no podía evitar ser solidario con los escritores, los locos y los borrachos.

Lo peor era que su poca lucidez, atormentada y final, Hemingway la dedicara a reprocharse derrotas y limitaciones. En sus últimas conversaciones de cuerdo asomaba una creciente tristeza por haber fracasado en la construcción de su propio mito, al punto de llegar a pedirle a sus editores, unos años antes, que eliminaran de las cubiertas de sus libros las menciones a sus actos heroicos o aventureros. La cíclica incapacidad sexual que lo agredía en los últimos tiempos también lo atormentaba, sobre todo cuando descubrió que entre Adriana Ivancich y la frustración debía optar por el olvido, y que era preferible ver pasar por su lado, sin lanzarse al ataque, la juventud pelirroja e inquietante de Valerie Damby-Smith… Pero además lo asediaba la culpa de haber preferido siempre la vida a la literatura, la aventura al encierro creador, con lo cual había traicionado su propio ideal de dedicación total a su arte, mientras en el mundo lo celebraban y lo conocían por ser una masa de músculos y cicatrices en perenne exhibición, capaz de posar entre modelos de Vogue y anunciar una marca de ginebra, de convertir su casa en viril escala turística para los marines de paso por La Habana, de vivir a la sombra de una fama equivocada y fútil, más propia de una vedette de la violencia en eterno safari que de un hombre dedicado a luchar contra un enemigo tan empecinado e inmune a las balas como son las palabras. Y ahora al campeón le faltaba el valor para resistir la vida en el mundo que él se había creado: al fin y al cabo, él mismo era un perdedor. Entonces empezó a hablar del suicidio, precisamente él, que había estigmatizado la memoria de su padre cuando éste optó por buscar la muerte con sus propias manos. El paladar: el paladar es el punto más débil de la cabeza. Un disparo en el paladar no puede fallar, y con la Mannlicher Schoenauer 256 en la boca comenzó a ensayar su propio final, a darle publicidad antes de su llegada. En sus años de policía al Conde le gustaba enredarse en casos como éste, donde se sumergía hasta perder la respiración y casi la conciencia, expedientes en los cuales se perdía al extremo de convertirlos en su propia piel. Después de todo, alguna vez había sido un buen policía, a pesar de su aversión por las armas, la violencia, la represión y la potestad otorgada a los de aquel oficio para aplastar y manipular a los otros a través del miedo y los mecanismos macabros de todo aparato de poder. Pero ahora, ya lo sabía, era la caricatura de un cabrón detective privado en un país sin detectives ni privados, o sea, una mala metáfora de una extraña realidad: era, debía admitirlo, un pobre tipo más, viviendo su vida pequeña, en una ciudad llena de tipos corrientes y de existencias anodinas, sin ningún ingrediente poético y cada vez más desprovistas de ilusiones. Por eso la posibilidad siempre latente de no llegar nunca a la verdad ni siquiera le molestaba: a esas alturas parecía ya imposible saber si Hemingway era o no el asesino, y en un sitio recóndito de su cerebro el Conde tenía la certeza de que sólo le importaba saberlo para satisfacer un persistente sentido de la justicia. Todo, en aquella historia, había llegado demasiado tarde, y lo más grave era que el último en llegar había sido él, Mario Conde.