Los ladridos exigentes lo sorprendieron en aquel foso de cavilaciones. Se ajustó el pantalón, mientras gritaba: «Ya voy, viejo», y por fin abrió la puerta de la terraza.
– Buenas tardes, ¿no? Cuánto tiempo sin vernos…
Su perro se había parado en dos patas y se apoyaba en los muslos del Conde, sin dejar de ladrar, solicitando algo más que palabras de reproche. El pelo, originalmente blanco y lacio, parecía una melcocha carmelita, y el Conde sintió su recia consistencia cuando acarició la cabeza y las orejas del animal.
– Por tu madre, Basura, estás hecho un asco. Hay amores que matan, ¿sabes?
El perro, agradecido por la caricia, lamió a conciencia la mano de su dueño. Era una vieja costumbre aceptada por el Conde desde la tarde de huracán durante la cual él y Basura se encontraron en la calle y concretaron su amor a primera vista, y él decidió llevarlo a su casa. Tal y como habían dispuesto, de mutuo y feliz acuerdo, el Conde haría desde ese día el papel de dueño, alimentaría a Basura siempre que fuera posible y lo bañaría cuando ya fuera inevitable (estaban ahora al borde de un momento así), mientras el perro ponía en la relación cariño y agradecimiento, pero no sus cuotas de libertad heredadas en sus genes de sato callejero.
– Sí, eres un buen perro. Un poco descarado, no cuidas un carajo, te me pierdes a cada rato, pero buena gente… Dale, vamos a ver qué hay para ti.
En el refrigerador encontró un poco de arroz, restos de un potaje de chícharos y el fondo de una lata de tronchos de macarela. El Conde vertió todo en la cazuela del perro, lo revolvió y lo sacó a la terraza, otra vez urgido por los ladridos del animal.
– Cono, viejo, espérate. Vaya, y buen provecho.
Satisfecho, el Conde vio comer al perro, que devoró hasta eí último grano de arroz. Luego, más calmado, bebió agua y3 sin transición, se dejó caer de costado y empezó a dormir.
– Qué tipo más zapatúo… Mañana te veo, tú -dijo el hombre y cerró la puerta.
Vestido y perfumado, como si fuera en busca de una novia, el Conde salió al vapor de la calle. Su proa apuntaba hacia la casa de su amigo, el flaco Carlos, porque necesitaba comunicar sus sueños truncados y sus elucubraciones y además llenar sus tripas, como Basura, y no conocía en el mundo mejor oído que el del Flaco y mejor magia gastronómica que la de Josefina, capaz de vencer a golpes de imaginación la dura realidad racionada de una isla rodeada, más que nunca, de agua salada por todas partes.
A pesar del calor, encontró las calles abarrotadas de gentes. Todos parecían atrapados por una ansiedad que se liberaba a través de gritos, gestos violentos, miradas insidiosas. La vida los aguijoneaba y los lanzaba a una guerra cotidiana que se desarrollaba al aire libre y en todos los frentes: mientras unos vendían las cosas más inimaginables, otros compraban, o soñaban comprar; mientras unos expulsaban el último sudor pedaleando en una bicicleta, otros sonreían, frescos, detrás de sus cervezas frías, enlatadas, dolarizadas; mientras éstos salían de la iglesia del barrio, aquéllos abandonaban el garito de juego clandestino… Dos jovencitas, apenas vestidas de negro, pedían un aventón hacia el centro de la ciudad, prestas a iniciar su jornada de trabajo corporal, también dolarizado. Un indigente, al cual le faltaba una pierna, vendía bolsas de nailon, a dos por un peso. Dos muchachos paseaban un perro de pelea, y soñaban con el dinero que ganarían gracias a los dientes del animal. Un negro, fuerte y con el cuello cargado de cadenas de oro con crucifijos y vírgenes del mismo metal que convivían en tranquila armonía con primitivos collares de santería, pateaba la goma desinflada de un ruinoso Oldsmobile de 1954, al tiempo que se cagaba en la madre de alguien… En medio de aquel vértigo el Conde trató de ubicarse a sí mismo y no lo consiguió. La estampa era dolorosamente contemporánea pero a la vez parecía un mal calco de cualquiera de las que pudo haber visto Hemingway en aquella misma ciudad, medio siglo antes. Por primera vez en sus más de cuarenta años de vida Conde sintió que las calles de su barrio le resultaban desconocidas, insultantes, hostiles, que la falta de pintura, cemento y otros ingredientes se le echaba encima a las casas, pero también a su corazón. ¿Hacia dónde vamos, adonde cono hemos llegado…? Aquella realidad devastadora que ahora veía, adormecida por varios años, o fermentada en la oscuridad, entraba en erupción y sus nubes de humo enviaban señales de alarma. No era imprescindible ser policía, detective privado y ni siquiera escritor para darse cuenta de que a nadie, en aquellas calles, debía de importarle si Hemingway había matado o no a un tipo empeñado en joderle la existencia: la vida -y la muerte- andaban por otros rumbos más empedrados y arduos, demasiado alejados de la literatura y de la paz irreal de Finca Vigía.
Black Dog y los otros dos perros se movieron nerviosos y avanzaron hacia los límites de la finca.
– Algo les pasa a estos anímales -dijo él.
– No se están tranquilos -confirmó Calixto. Se habían sentado sobre un tronco caído, a la vera del camino que conducía a la casa. Desde allí, a través de los portones de madera, se veía la calle que conducía al pueblo, con sus casas de madera carcomida y sus tejas ennegrecidas por los años de sol y lluvia. Al final, más allá de la bodega de Víctor, se percibía el paso veloz de los autos que transitaban la Carretera Central. Calixto había apagado la radio al advertir la cercanía de su patrón. Sabía cuánto detestaba la música que a él le gustaba.
– ¿No has visto nada extraño?
– No, la verdad. Ahorita me asomé por allá atrás… ¿Y tú, Ernesto, viste algo?
– No, pero me encontré esto al lado de la piscina -y sacó del bolsillo de su bermuda la placa del FBI.
– ¿Qué es eso?
– Es de la policía americana. No sé cómo cojones llegó hasta allí.
Calixto se movió inquieto.
– ¿De la policía americana?
– Tú no has hecho nada, ¿verdad, Calixto?
– No, claro que no. Desde que salí estoy más tranquilo que un niño de teta. Y menos ahora que la cosa está tan mala. No.
– ¿Y cómo llegó esta mierda hasta la piscina?
– Yo estoy aquí desde las nueve y diez, y no he visto nada.
– Creo que me están vigilando. Tiene que ser…
– ¿Y por eso sacaste el hierro ese? -Calixto indicó la Thompson que, con la culata en la tierra, él sostenía entre sus piernas.
– No. No sé por qué la saqué. Iba a guardarla en la torre…
– Oye, debe ser algún lío con los revolucionarios. A ti nadie te está vigilando, Ernesto. ¿Por qué iban a vigilarte?
– Acuérdate de que ya una vez registraron la casa.
– Pero fueron los policías de aquí, por las armas. Éstos son distintos -Calixto señaló la placa-. ¿Qué será lo que quieren?
– Tampoco lo sé -admitió.
Cada vez eran más las cosas que no sabía o descubría no haber sabido nunca. También notaba con cierta frecuencia cómo se olvidaba de otras que ya sabía. Ferrer Machuca, su médico, le había recetado vitaminas, le había aconsejado suprimir el alcohol y le confesó sonriente: «A veces a mí me pasa lo mismo. Se me olvida cualquier cosa… Es que nos vamos poniendo viejos y estamos demasiado traqueteados».
– Pero hay cosas que no se me olvidan -dijo.
Calixto lo miró y sonrió. Conocía la manera de hablar de su patrón.
– ¿Qué cosas?
– Cosas.
No se le olvidaba su primera visita al Floridita, acompañado por su amigo Joe Rusell. Venían de una pesquería desastrosa y sólo querían anegarse en alcohol, y Joe lo llevó al Floridita y allí se encontraron con Calixto, a quien ya conocía por sus frecuentes viajes a Cayo Hueso. Siempre le agradeció a Joe aquella visita, porque su relación con el bar fue como un flechazo: enseguida lo prefirió a otros sitios de La Ha bana. Entonces el Floridita era un local abierto a la calle, con grandes ventiladores de techo y una preciosa barra de madera oscura para colocar los tragos y apoyar los codos y tirar los dados del cubilete, donde se bebía buen ron y a precios razonables, y se comían unos excelentes camarones, frescos y con sabor a mar. Además, allí se podía saber todo lo que ocurría en la ciudad: las putas y los periodistas que conformaban su clientela habitual se encargaban de poner al día a los otros parroquianos. Escuchando historias de la política local, del contrabando de alcohol y de personas, de las pandillas que actuaban en la ciudad, nació la idea de Tener y no tener. Allí, por ejemplo, supo un par de años después que Calixto estaba preso por haber matado a un hombre y lo lamentó, pues aquel contrabandista de alcohol siempre le pareció un buen tipo, capaz de contar excelentes historias. Luego, cuando él se mudó definitivamente a La Habana, se convirtió en habitual del Floridita, como sus amigas putas y sus colegas periodistas, y en honor a todos los tragos allí bebidos y al récord de daiquirís bajados en una jornada, ahora existía una placa de metal brillante dedicada a recordar su fidelidad al bar y su condición de Premio Nobel. En un acto de gratitud por aquel sitio donde se hacía el mejor daiquirí de Cuba, donde un hombre podía beber durante horas sin ser molestado y se podía conversar a salvo de la agresión de esa música sin la cual no podían vivir los cubanos, él había escogido el Floridita como escenario de un largo tramo de Islas en el Golfo, una novela dolorosamente autobiográfica que había engavetado al escribir la última página, indeciso entre dejarla tal y como la había concebido, o avanzar un paso más y revelar sus sospechas sobre quiénes en el gobierno cubano llevaban el negocio de venderle combustible a los letales submarinos nazis.