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Para él había sido una suerte la existencia de un sitio como el Floridita, pues le había ahorrado la necesidad de buscar otros lugares para conocer lo que quería conocer de La Habana. Allí, y en Cojímar y en San Francisco de Paula estaba todo lo que necesitaba saber de una ciudad: cómo se comía, cómo se bebía, cómo se amaba, cómo se pescaba y cómo se lidiaba con la miseria cotidiana. El resto no le interesaba, pues estaba seguro de que era lo mismo en París, Nueva York o en La Habana. Para empezar, la vida social habanera le parecía vacua y pretenciosa, y desde el principio se negó a participar de ella: no aceptó invitaciones ni admitió en la finca a las luminarias locales. Es más, apenas visitó las casas de sus contados amigos cubanos y se mantuvo al margen de todos los problemas locales que no lo afectaban de manera directa. Los pocos homenajes que había admitido los transformó a su manera, como aquél organizado por unos ricos cerveceros cubanos y al cual sólo consintió asistir sí lo acompañaban todos sus amigos pescadores de Cojímar, que esa noche comieron y bebieron hasta el hartazgo gracias a la celebridad de Papa.

Tampoco se había mezclado con los escritores y artistas de la isla, primero porque ya no quería tener más amigos escritores y luego porque la mayoría de los autores cubanos, con un par de excepciones, no le interesaban ni como personas ni como creadores. Su universo de preferencias literarias y culturales ya estaba establecido y el mundillo de los escribas locales podía convertirse en una pesadilla si les daba la posibilidad de entrar en confianza. Demasiado borracho a tiempo completo, demasiado diletante afrancesado, demasiado loco con ínfulas de iluminado insular pululaban por aquel parnaso tropical en el cual, como en todos los parnasos, había más enemigos que amigos, más detractores que admiradores, más envidiosos que compañeros, más tipos que decían ser escritores que personas capaces de escribir, más oportunistas, arrastrados, sanguijuelas e hijos de la grandísima puta, que personas dedicadas honrada y simplemente a sudar la literatura. Lo mismo que en Nueva York y en París. A unos pocos escritores cubanos, en especial al loco de Serpa y al insoportable Novas Calvo, los conocía por sus obras y algunas charlas, pero él se sabía capaz de sacar de Cuba el material literario con el cual deseaba trabajar sin necesidad de compartir ideas y lecturas con sus colegas. Para colmo, conocía de sobra cómo muchos de ellos le criticaban esta actitud de distancia y categoría: unos por envidia, otros por rencor, algunos incluso por haber recibido un desplante. Pero él todavía consideraba que no haber sentido la necesidad de mezclarse con aquel gremio había sido una de sus iluminaciones salvadoras. Al fin y al cabo, uno podía vivir en Cuba sin haber leído a sus escritores, y hasta, sin leerlos jamás, podía llegar a ser el presidente de la República.

– ¿Qué tú piensas de mí, Calixto?

El hombre lo miró un instante.

– No te entiendo, Ernesto.

– ¿Yo soy un americano prepotente?

– ¿Quién dijo esa barbaridad?

Le indignaba que lo hubieran acusado de vivir en Cuba porque resultaba más barato y porque él era como todos los americanos, superficiales y prepotentes, que iban por el mundo comprando con sus dólares lo que estuviera en venta. Pero las últimas cuentas sacadas por Miss Mary demostraban cómo había gastado en la isla casi un millón de dólares en unos veinte años, y él sabía que buena parte de aquel dinero se había ido en pagarle a los treinta y dos cubanos que dependían de él para vivir. En más de una ocasión, para joder a los insidiosos, declaró a la prensa que se sentía como un cubano, que en verdad él era un cubano más, un cubano sato, dijo, tan sato como Black Dog y sus otros perros, y remató su juego cuando decidió entregarle a la Virgen de la Candad del Cobre su medalla de Premio Nobeclass="underline" ella era la patrona de Cuba y de los pescadores de Cojímar, y nadie mejor para conservar una medalla que tanto le debía a unos hombres simples pero capaces de regalarle la historia de un pescador que llevaba ochenta y cuatro días luchando en la corriente del Golfo sin capturar un pez, porque estaba definitiva y rematadamente salao.

Aunque en verdad hubiera preferido vivir en España, más cerca del vino, de los toros y de los arroyos poblados de truchas, pero el fin nefasto de la Guerra Civil lo había lanzado a la isla, porque sí de algo estaba seguro era de que no quería vivir ni bajo una dictadura católico-fascista ni en su propio país, dominado por un conservadurismo cuasi fascista. Cuba resultó una alternativa satisfactoria y le agradecía a la isla haber escrito allí varios de sus libros, y haberle dado historias y personajes para ellos. Pero nada más: el resto era una convención, una transacción, y le molestaba ahora, sólo ahora, haber dicho bajo la euforia de los tragos mentiras tales como que se sentía cubano o que era cubano.

– ¿Sabes lo que más lamento?

– ¿Qué cosa?

– Llevar tantos años viviendo en Cuba y no haberme enamorado nunca de una cubana.

– No sabes lo que te has perdido -dijo Calixto, categórico y sonrió-. O de lo que te has salvado.

– ¿Y a ti te gusta ser cubano, Calixto?

Calixto lo miró, sonrió otra vez y se tornó serio.

– Hoy no te entiendo un carajo, Ernesto.

– No me hagas caso. Hoy no estoy pensando bien.

– No te preocupes, puede ser una mala racha.

– Es que esto me tiene preocupado -y volvió a mostrar la chapa del FBI. Todavía la conservaba en la mano.

– No tienes que preocuparte. Yo estoy aquí. Y Raúl me dijo que más tarde se daba una vuelta…

– Sí, tú y Raúl están aquí. Pero dime algo: ¿es fácil o difícil matar a un hombre?

Calixto se ponía nervioso. Al parecer prefería no hablar de aquel viejo asunto.

– Para mí fue fácil, demasiado fácil. Habíamos bebido como unos locos, el tipo se pasó, sacó un cuchillo y yo le di un tiro. Así de fácil.

– Otra gente dice que es difícil.

– ¿Y tú qué piensas? ¿Cómo fue con los que mataste?

– ¿Quién te dijo que yo maté a alguien?

– No sé, la gente, o tú mismo… Como has estado en tantas guerras. En las guerras la gente se mata.

– Es verdad -y acarició la Thompson -, pero yo no. He matado mucho, pienso que demasiado, pero nunca a una persona. Aunque creo que soy capaz de hacerlo… Entonces, si alguien viene a joderme, tú serías capaz…

– No me hables de eso, Ernesto.

– ¿Por qué?

– Porque tú no te mereces que nadie te joda… y porque tú eres mi amigo y yo voy a defenderte, ¿no? Pero no debe ser bueno morirse en la cárcel.

– No, no debe ser bueno. Olvídate de lo que hablamos.

– Cuando salí de la cárcel me juré dos cosas: que no me volvía a tomar un trago y que no regresaba vivo a una celda.

– ¿De verdad no has vuelto a tomar?

– Nunca.

– Pero antes era mejor. Cuando tomabas ron hacías unas historias maravillosas.

– El dueño de las historias aquí eres tú, no yo.

Él lo miró y otra vez se asombró de la oscuridad impoluta del pelo de Calixto.

– Ése es el problema: tengo que contar historias, pero ya no puedo. Siempre tuve una bolsa llena de buenas historias y ahora ando con un saco vacío. Reescribo cosas viejas porque no se me ocurre nada. Estoy jodido, horriblemente jodido. Yo creía que la vejez era otra cosa. ¿Tú te sientes viejo?

– A veces sí, muy viejo -confesó Calixto-. Pero lo que hago entonces es que me pongo a oír música mexicana y me acuerdo que siempre pensé que cuando fuera viejo volvería a Veracruz y viviría allí. Eso me ayuda.

– ¿Por qué Veracruz?

– Fue el primer lugar fuera de Cuba que visité. Acá yo oía música mexicana, allá los mexicanos oyen música cubana, y las mujeres son hermosas y se come bien. Pero ya sé que no voy a volver a Veracruz, y me moriré aquí, de viejo, sin tomar un trago más.

– Nunca me habías hablado de Veracruz.

– Nunca habíamos hablado de la vejez.

– Sí, es verdad -admitió él-, Pero siempre hay tiempo para volver a Veracruz… Bueno, mejor me voy a dormir.

– ¿Estás durmiendo bien?

– Una mierda. Pero mañana quiero escribir. Aunque no se me ocurra nada, tengo que escribir. Me voy. Escribir es mi Veracruz.

Le sonrió a Calixto y se estrecharon las manos. Luego empleó la ametralladora para auxiliarse. Se puso de pie y miró hacia el interior de la finca. No corría brisa y el silencio era compacto.

– Déjame el hierro, Ernesto.

Calixto también se había puesto de pie, sirviéndose de un pedazo de madera. Él se volvió.

– No -le dijo.

– ¿Y si vienen los tipos de la policía?

– Hablamos con ellos. Nadie va a ir a la cárcel y tú menos que nadie.